—No puede oírte.
—¿Por qué? ¿Acaso es Mutt y Jeff?
—¿Qué?
—Sordo.
—No. —Meneo la cabeza, entre aturdida y cansada—. Cuando esa luz roja está apagada, no puede oírte.
—Como el audífono de Joe —responde papá. Se inclina hacia delante y acciona el interruptor—. ¿Puede oírme? —grita.
—Sí, amigo. —El taxista le mira por el retrovisor—. Alto y claro.
Papá sonríe y vuelve a darle al interruptor.
—¿Me oye ahora?
No hay respuesta, el taxista le mira enseguida por el retrovisor, arrugando la frente con aire preocupado, al tiempo que procura seguir atento al tráfico.
Papá ríe entre dientes y me llevo las manos a la cara.
—Esto es lo que le hacemos a Joe —prosigue con una sonrisa pícara—. A veces se pasa un día entero sin darse cuenta de que le hemos desconectado el audífono. Cree que nadie está diciendo nada. Cada media hora grita: «¡Jesús, cuánto silencio hay aquí!» —Se echa a reír y pulsa el interruptor otra vez—. Hola, jefe —dice jovialmente.
—Hola,
paddy
—contesta el taxista.
Preveo que el puño nudoso de papá atraviese la rendija de la ventanilla. Pero no lo hace. En cambio su risa sí.
—Me siento más solo que la una, esta noche. Y digo yo: ¿usted sabría decirme dónde hay un buen pub cerca del hotel, para que pueda ir a por un cerdo sin llevar mi tetera
[13]
?
El joven taxista estudia el rostro inocente de papá en el espejo —siempre bien intencionado, nunca con ánimo de ofender— y sigue conduciendo.
Miro hacia otra parte para que papá no se violente, aunque tengo una sensación de superioridad que hace que me deteste a mí misma. Momentos después, en un semáforo, se abre la ventanilla y el taxista le pasa un trozo de papel.
—Es una lista con unos cuantos garitos, amigo. Le sugiero el primero, es mi favorito. Le dejan a uno fuera de combate en un periquete
[14]
, usted ya me entiende. —Sonríe y guiña el ojo.
—Gracias. —A papá se le ilumina el semblante y estudia el papel detenidamente como si fuese el objeto más valioso que le hubiesen regalado jamás, luego lo dobla con cuidado y se lo mete muy ufano en el bolsillo de arriba—. Es sólo que esta de aquí está siendo un alma caritativa
[15]
, entiéndame usted a mí. Asegúrese de que le dé un buen rifle
[16]
.
El taxista ríe y frena delante del hotel. Echo un vistazo al edificio desde el taxi y me llevo una agradable sorpresa: el hotel de tres estrellas está en el corazón de la ciudad, sólo a diez minutos a pie de los principales teatros, Oxford Street, Picadilly y el Soho. Ideal para no vernos envueltos en líos. O para meternos de cabeza en ellos.
Papá sale del coche y arrastra su maleta hasta la puerta giratoria de la entrada del hotel. Le observo mientras espero el cambio; las puertas giran muy deprisa y veo cómo intenta acoplarse a su ritmo para entrar. Igual que un perro con miedo a saltar al frío mar, hace ademán de avanzar, entonces se para, vuelve a dar medio paso adelante y para otra vez. Finalmente entra a la carrera y la maleta queda atrapada fuera, atascando la puerta giratoria y dejándolo atrapado en su interior.
—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! —oigo gritar a papá.
—Por cierto, ¿cómo me ha llamado? —pregunto al conductor, haciendo caso omiso de sus gritos a mis espaldas.
—¿Lo dice por lo de «alma caritativa»? —responde sonriendo—. Más vale que no lo sepa.
—Dígamelo —insisto, sonriendo a mi vez.
—Significa gilipollas. —Ríe y acto seguido se marcha, dejándome en el borde de la acera con la boca abierta.
Los golpes han cesado y al volverme veo que ya han liberado a papá y se encuentra ante el mostrador de recepción.
Me apresuro a entrar y me reúno con él.
—No puedo darle una tarjeta de crédito, pero puedo darle mi palabra —está diciéndole en voz alta a la mujer que atiende el mostrador—. Y mi palabra vale tanto como mi honor.
—Ya está, tenga. —Deslizo mi tarjeta de crédito por el mostrador hacia la recepcionista.
—¿Por qué nadie paga con billetes hoy en día? —pregunta papá, inclinándose sobre el mostrador—. Los jóvenes de ahora no hacen más que buscarse problemas, deuda tras deuda porque quieren esto y aquello, pero no quieren trabajar para conseguirlo y por eso usan estas cosas de plástico. Pues bien, eso no es dinero gratis, se lo digo de buena tinta. —Asiente con determinación—. Siempre sales perdiendo con una de ésas.
Nadie responde.
La recepcionista le sonríe educadamente y pulsa unas teclas de su ordenador.
—¿Comparten habitación? —pregunta.
—Sí —contesto con miedo.
—Dos tíos Ted, espero —concreta papá.
La recepcionista frunce el ceño.
—Camas —aclaro en voz baja—. Quiere decir camas.
—Sí, dos camas separadas.
—¿Con baño? —Papá se inclina otra vez, tratando de leer el nombre de la recepcionista en la tarjeta que lleva prendida en la solapa—. ¿Pone Breda? —pregunta.
—Aakaanksha. Y sí, señor, todas nuestras habitaciones tienen baño —dice educadamente.
—Caramba. —Parece impresionado—. Bueno, espero que los ascensores funcionen porque no puedo con las manzanas, mi Cadbury me la está jugando.
Cierro los ojos con fuerza.
—Manzanas y peras,
escaleras
. Cadbury snack,
espalda
—explica con la misma voz que solía utilizar cuando era niña.
—Entiendo. Muy bueno, señor Conway —dice la recepcionista.
Cojo la llave y me dirijo al ascensor, oyendo su vocecilla haciendo una pregunta tras otra mientras me sigue por el vestíbulo. Pulso el botón del tercer piso y las puertas se cierran.
La habitación es convencional y está limpia, y con eso me basta. Nuestras camas están lo bastante separadas para mi gusto, hay un televisor y un mini-bar que mantienen distraído a papá mientras lleno la bañera.
—No me vendría mal una copa de fino —dice, metiendo la cabeza en el mini-bar.
—Quieres decir de vino.
—Fino y dandy,
brandy
.
Por fin me sumerjo en el agua relajante y caliente de la bañera. La espuma del jabón sube como la de un batido de helado, me hace cosquillas en la nariz y me envuelve el cuerpo, se desborda y flota por el suelo, donde lentamente se disuelve con un leve crepitar. Al tenderme y cerrarlos ojos, noto minúsculas burbujas por todo el cuerpo que revientan en cuanto tocan la piel. Llaman a la puerta, pero no hago caso.
Papá vuelve a llamar, un poco más fuerte esta vez.
Sigo sin contestar.
¡POM! ¡POM!
—¿Qué pasa? —grito.
—Perdona, pensaba que te habías quedado dormida o algo así, cielo.
—Estoy en la bañera.
—Ya lo sé. Tienes que ir con cuidado dentro de esa cosa. Podrías dormirte, hundirte en el agua y ahogarte. Le pasó a una prima de Amelia. Conoces a Amelia. A veces visita a Joseph, en la casa de la esquina. Aunque ahora no se deja ver tanto como antes por lo del accidente en la bañera.
—Papá, agradezco tu interés pero estoy bien.
—Vale.
Silencio.
—En realidad no es eso, Gracie —añade al cabo—. Quería saber cuánto rato vas a estar ahí dentro.
Agarro el pato amarillo de goma que está sentado en el borde de la bañera y lo estrangulo.
—¿Cielo? —pregunta con un hilo de voz.
Hundo el pato en el agua para ver si se ahoga. Luego lo suelto, sale despedido a la superficie y vuelve a mirarme con sus ojos de idiota. Inspiro profundamente y suelto el aire despacio.
—Unos veinte minutos, papá, ¿te parece bien?
Silencio.
Vuelvo a cerrar los ojos.
—Esto… —prosigue papá—. Cielo, es que ya llevas veinte minutos ahí dentro y ya sabes que mi próstata…
No oigo nada más porque estoy saliendo de la bañera con la misma gracilidad que una piraña a la hora de comer. Los pies chirrían en el suelo del cuarto de baño y salpico agua en todas las direcciones.
—¿Va todo bien ahí dentro, Shamu? —Papá ríe como un loco de su propia gracieta.
Me envuelvo con una toalla y abro la puerta.
—Hombre, ya han liberado a Willy —sonríe.
Hago una reverencia y alargo el brazo hacia el retrete.
—Su carroza le espera, milord.
Avergonzado, entra en el cuarto de baño arrastrando los pies. Cierra la puerta a su espalda y corre el pestillo.
Mojada y tiritando, inspecciono las botellas de vino tinto de medio litro del mini-bar. Cojo una y estudio la etiqueta. De inmediato acude una imagen a mi mente, tan vivida que es como si mi cuerpo se hubiese transportado: una cesta de picnic con esa misma botella dentro, una etiqueta idéntica, un mantel a cuadros rojos y blancos extendido sobre la hierba, una niña rubia con un tutu rosa dando vueltas sin cesar. El vino da vueltas en una copa. El sonido de su risa. Pájaros gorjeando. Risas de niños a lo lejos, un perro ladrando. Estoy tumbada en el mantel a cuadros, descalza, con los pantalones enrollados por encima de los tobillos. Tobillos peludos. Noto el calor del sol en la piel, la niña baila y da vueltas delante del sol, a ratos tapa la crudeza de la luz, o gira en otra dirección y los rayos me deslumbran de nuevo. Aparece una mano delante de mí, sostiene una copa de vino tinto. Miro el rostro que me la ofrece: pelirroja, un poco pecosa, con una sonrisa adorable. Me sonríe a mí.
—Justin —canturrea—. ¡Planeta Tierra llamando a Justin!
La niña ríe y da vueltas, el vino da vueltas, la brisa revuelve la melena pelirroja…
De pronto, la visión se desvanece. Vuelvo a estar en la habitación del hotel, delante del mini-bar, el pelo chorreando agua sobre la alfombra. Papá me mira atentamente, observándome con curiosidad, con una mano en el aire como si no estuviera seguro de si debe tocarme o no.
—Planeta Tierra llamando a Joyce —canturrea.
Carraspeo.
—¿Ya has terminado?
Asiente y sus ojos me siguen hasta el cuarto de baño. A medio camino, me detengo y doy media vuelta.
—Por cierto, tengo entradas para un espectáculo de ballet esta noche —le digo—. Si te apetece venir, tenemos que salir dentro de una hora.
—Vale, cielo.
Insinúa el gesto de asentir sin dejar de mirarme con ojos preocupados. Una mirada que conozco muy bien. Se la he visto de niña, se la he visto de adulta y un millón de veces entre medio. Es como si hubiese quitado las ruedas pequeñas de la bicicleta por primera vez y fuera corriendo a mi lado, sujetándome con firmeza, con miedo a soltarme.
Papá resopla a mi lado y me coge fuerte del brazo mientras nos dirigimos lentamente a Covent Garden. Con la otra mano me palpo los bolsillos para asegurarme de que llevo sus pastillas del corazón.
—Papá —le digo—, para volver al hotel cogeremos un taxi. Y no acepto un no por respuesta.
Se detiene y mira al frente, respirando hondo varias veces.
—¿Estás bien? —pregunto—. ¿Es el corazón? ¿Quieres que nos sentemos? ¿Paramos a descansar? ¿Volvemos al hotel?
—Cierra el pico y vuélvete, Gracie. El corazón no es lo único que me deja sin aliento, ¿sabes?
Doy media vuelta y ahí está: la Royal Opera House, con sus columnas iluminadas para el espectáculo de esta noche. Una alfombra roja cubre la acera y el público ya ha empezado a entrar por las puertas.
—Tendrías que disfrutar más el momento, cielo —prosigue papá, contemplando embelesado el edificio—. No lanzarte a todo de cabeza, como un toro cuando ve algo rojo.
Como he sacado las entradas a última hora nos toca sentarnos en las primeras filas de la galería, en lo más alto del inmenso teatro. La ubicación es nefasta, aunque tenemos suerte de haber encontrado localidades. El escenario no se ve entero, pero la vista de los palcos de enfrente es perfecta. Mirando por los binoculares que hay junto al asiento, espío a la gente de los palcos.
Ni rastro de mi americano. «¿Planeta Tierra llamando a Justin?» Oigo la voz de la mujer en mi cabeza y me pregunto si la teoría de Frankie sobre lo de ver el mundo a través de sus ojos era acertada.
Papá está cautivado.
—Tenemos los mejores asientos del teatro, cielo, mira. —Se asoma al balcón y la gorra de
tweed
por poco le cae de la cabeza. Lo agarro del brazo y lo incorporo de un tirón. Saca el retrato de mamá del bolsillo y lo pone sobre el forro de terciopelo del antepecho del balcón—. El mejor asiento del teatro, desde luego —dice con los ojos llorosos.
La voz de la megafonía inicia la cuenta atrás para los rezagados mientras la cacofonía de la orquesta languidece. El director da unos toques al atril y la orquesta toca los primeros compases de la obertura del ballet de Tchaikovsky. Aparte del resoplido de papá, cuando el primer bailarín entra en escena con mallas, todo va como la seda y ambos quedamos absortos en la historia de
El lago de los cisnes
. Cuando llega el pasaje de la mayoría de edad del príncipe, aparto la vista y estudio a los ocupantes de los palcos. Tienen el semblante iluminado, los ojos les bailan siguiendo las evoluciones de los bailarines. Es como si se hubiese abierto una caja de música que derramara sonido y luz y todos los presentes estuvieran hechizados, cautivos de la magia. Sigo espiándolos con los impertinentes, avanzando de izquierda a derecha, una hilera de rostros anónimos hasta que… Pongo los ojos como platos cuando veo el rostro conocido, el hombre de la peluquería que ahora sé, por la nota biográfica sobre Bea que figura en el programa, que es el señor Hitchcock. «¿Justin Hitchcock?» Mira al escenario embelesado, asomándose tanto por el balcón que da la impresión de ir a caerse en cualquier momento.
Papá me da un codazo.
—¿Quieres dejar de fisgar y mirar al escenario? Está a punto de matarla.
Vuelvo el rostro hacia el escenario y procuro no apartar los ojos del príncipe, que va dando brincos con su ballesta, pero me resulta imposible. Un tirón magnético vuelve a girarme la cara hacia el palco para ver con quién está sentado el señor Hitchcock. El corazón me late con tanta fuerza que me cuesta creer que no forme parte de la partitura de Tchaicovsky. A su lado está la mujer pelirroja y un poco pecosa, la que sostiene la cámara en mis sueños. Junto a ella hay un caballero encantador y detrás, un poco apretujados, un muchacho que se toquetea incómodo la corbata, una mujer de abundante cabello pelirrojo rizado y un hombretón barrigudo. Reviso los archivos de mi memoria como si fuera pasando Polaroids: ¿el niño rechoncho de la escena del aspersor y el balancín? Tal vez. Pero los otros dos, ni idea. Vuelvo a mirar a Justin Hitchcock y sonrío; su cara me resulta más entretenida que lo que ocurre en el escenario.