Alguien tose, haciéndole salir de su trance. Está levemente aturullado, pero prosigue donde lo había dejado:
—En una época en que las cartas personales casi se han extinguido, esto nos recuerda cómo los grandes maestros de la Edad de Oro representaban la sutil gama de los sentimientos con un aspecto en apariencia tan simple de la vida cotidiana. Terborch no fue el único artista que pintó estas imágenes. Me sería imposible ahondar en el tema sin citar a Vermeer, Metsu y de Hooch, y sus pinturas de personas leyendo, escribiendo, recibiendo y despachando cartas, sobre quienes he escrito en mi libro
La edad de oro de la pintura holandesa
:
Vermeer
,
Metsu y Terborch
. Los cuadros de Terborch usan la escritura de cartas como eje en torno al cual giran complejos dramas psicológicos, y las suyas se cuentan entre las primeras obras que vinculan a los amantes mediante el tema de la carta.
Mientras habla, estudia a la mujer que ha llegado un poco tarde y a otra joven que está detrás de ella, preguntándose si están leyendo su discurso entrelíneas. Por poco se echa a reír de sí mismo al caer en la cuenta de que da por sentado que, primero, la persona cuya vida salvó se encuentra en la sala; segundo, que será una mujer joven y, tercero, atractiva. Lo cual le lleva a preguntarse qué espera sacar exactamente del drama que está viviendo.
Entro en Merrion Square empujando el cochecito de Sam y en un abrir y cerrar de ojos nos transportamos del centro georgiano de la ciudad a otro mundo poblado por árboles ancianos y rebosante de colorido. Los ocres, rojos y amarillos del follaje otoñal alfombran el suelo y, con cada ráfaga de brisa, saltan en torno a nosotros como inquisitivos petirrojos. Elijo un banco junto a un camino tranquilo y doy la vuelta al cochecito de Sam para que quede de cara a mí. Se oyen chasquidos de ramas procedentes de los árboles que bordean el camino y el sonido de la gente en sus casas.
Observo un rato a Sam, que estira el cuello para ver las hojas que por encima de él se niegan a rendir su rama. Señala el cielo con un dedo diminuto y hace ruiditos.
—Árbol —le digo, lo cual le hace sonreír, y reconozco al instante la sonrisa de su madre.
La visión tiene el mismo efecto que una patada en la boca del estómago. Aguardo un momento para recobrar el aliento.
—Sam, mientras estamos aquí, hay algo de lo que tendríamos que hablar —prosigo carraspeando. Ensancha su sonrisa—. Tengo que pedirte perdón por una cosa. Ultimamente no te he dedicado mucha atención, ¿verdad? El caso es… —Me callo y espero a que se aleje un hombre que pasa por el camino antes de proseguir—. El caso es —bajo la voz— que no soportaba mirarte… —Me callo de nuevo y Sam vuelve a sonreír—. Bueno, ya basta. —Me inclino sobre él, le quito la manta y aprieto el botón para soltar el cinturón de seguridad—. Ven aquí, conmigo. —Lo saco del cochecito y lo siento en mi regazo. Su cuerpo está tibio y lo estrecho contra mi pecho. Inhalo el dulce aroma de su cabeza, tiene el pelo ralo sedoso como el terciopelo, su cuerpo tan regordete y suave en mis brazos que me vienen ganas de estrujarlo—. El caso es —digo en voz baja encima de su cabeza— que me partía el corazón mirarte, acunarte como antes hacía, porque cada vez que te veía me acordaba de lo que he perdido. —Me mira y balbucea—. Aunque ¿cómo podía tener miedo de mirarte? —Le beso la nariz—. No tendría que haberla tomado contigo, pero tú no eres mío y eso resulta duro. —Me brotan las lágrimas y las dejo caer—. Quería tener un niño o una niña para que, igual que cuando tú sonríes, la gente le dijera: «oye, eres el vivo retrato de tu mamá», o a lo mejor que tuviera mi nariz o mis ojos, porque eso es lo que la gente me dice a mí. Dicen que me parezco a mi madre. Y me encanta oírlo, Sam, de verdad, porque la extraño y quiero que me la recuerden cada día de mi vida. Pero mirarte a ti era diferente. No quería que me recordaran cada día que había perdido a mi bebé.
—Ba-ba —dice Sam.
Gimoteo.
—Ba-ba se ha ido, Sam. Sean si era niño, Gracie si era niña.
Me sorbo la nariz.
Sam, poco interesado por mis lágrimas, mira hacia otra parte y estudia un pájaro. Lo señala con su dedo regordete.
—Pájaro —digo entre sollozos.
—Ba-ba —responde Sam.
Sonrío y me enjugo los ojos, que no me paran de llorar.
—Pero ahora no hay ningún Sean ni ninguna Grace. —Lo estrecho entre mis brazos y dejo que las lágrimas caigan, pues sé que no podrá contarle a nadie que he llorado.
El pájaro da unos saltitos y emprende el vuelo, desapareciendo en el cielo.
—Ba-ba ido —dice Sam, extendiendo los brazos con las palmas hacia arriba.
Lo veo volar a lo lejos, aún visible como una mota de polvo sobre el cielo azul pálido, y dejo de llorar.
—Ba-ba ido —repito.
—¿Qué vemos en este cuadro? —pregunta Justin. Se hace un silencio mientras todo el mundo contempla el cuadro proyectado—. Bien, primero digamos lo más obvio. Hay una mujer sentada a una mesa en un interior sosegado. Está escribiendo una carta. Vemos una pluma que se mueve por una hoja de papel. No sabemos qué está escribiendo pero su tierna sonrisa sugiere que está escribiendo a un ser amado o quizás a un amante. Inclina la cabeza hacia delante, mostrando la elegante curva del cuello…
Sam está de nuevo en su cochecito, dibujando círculos en un papel con su lápiz de cera azul, o mejor dicho aporreándolo y llenando el cochecito de metralla de cera. Mientras tanto saco mi pluma y una libreta del bolso, e imagino que estoy escuchando a Justin en el auditorio del otro lado de la calle. No necesito ver la tela de la
Mujer escribiendo una carta
porque la tengo grabada en la mente tras los años que Justin ha dedicado a estudiar dicha obra en la universidad y también luego, cuando preparaba su libro. Comienzo a escribir.
Como parte de una actividad de vinculación afectiva madre/hija, cuando tenía diecisiete años, durante mi etapa gótica, cuando tenía el pelo teñido de negro, la tez blanca y los labios rojos con un piercing, mamá nos apuntó a un curso de caligrafía en la escuela primaria del barrio. Cada miércoles a las siete de la tarde.
Mamá había leído en un libro bastante new-age, y con el que papá no estaba de acuerdo, que compartiendo actividades con tus hijos era más fácil que éstos se abrieran y explicaran cosas motu propio sobre su vida, con lo cual no era preciso recurrir a las charlas formales cara a cara, casi al estilo interrogatorio, a las que papá estaba más acostumbrado.
Las clases dieron resultado y, aunque yo me quejara y rezongara cuando aprendía tan tediosa tarea, me abrí y se lo conté todo. Bueno, casi todo; el resto lo adivinó por intuición. Salí de esa experiencia con un amor, respeto y comprensión más profundos por ella como persona y como mujer, no sólo como madre. También salí con una buena caligrafía.
Resulta que cuando apoyo la pluma en el papel y cojo el ritmo fluido de los trazos tal como nos enseñaron, me veo de vuelta a aquellas clases, transportándome a las aulas donde me sentaba con mi madre.
Oigo su voz, huelo su perfume y rememoro nuestras conversaciones, a veces poco fluidas porque, teniendo yo diecisiete años, evitábamos entrar de pleno en lo personal, aunque lo hablábamos a nuestra manera, buscando el modo de llegar a cualquier asunto sin violentarnos. Estuvo acertada al elegir esa actividad para mí a los diecisiete. La caligrafía tenía ritmo, raíces en el estilo gótico, se escribía con el ímpetu del momento y definía una actitud. Aun siendo un estilo uniforme de escritura, cada persona tenía el suyo propio. Una lección que me enseñó que el conformismo quizá no significaba lo que yo creía, pues existen muchas maneras de expresarse en un mundo con límites sin necesidad de traspasarlos.
De repente levanto la vista de la página para mirar al pequeño.
—Trampantojo —le digo sonriente.
Sam deja de golpetear con su lápiz de cera y me mira con interés.
—¿Qué significa eso? —pregunta Kate.
—El trampantojo es una técnica pictórica realista para crear la ilusión óptica de que los objetos representados existen realmente en vez de estar pintados en dos dimensiones. El término proviene del francés,
tromper
significa «engañar» y
l’oeil
significa «ojo» —explica Justin al auditorio—. Trampantojo —repite, mirando a todas las caras del público.
«¿Dónde estás?»
—¿Qué tal ha ido? —pregunta Thomas, el chófer, cuando Justin vuelve al coche después de su conferencia.
—Le he visto de pie al fondo de la sala. Dígamelo usted.
—Bueno, yo de arte no entiendo, pero desde luego usted es capaz de hablar mucho sobre una chica que escribe una carta.
Justin sonríe y coge otro botellín de agua. No tiene sed, pero está ahí y es gratis.
—¿Estaba buscando a alguien? —pregunta Thomas.
—¿A qué se refiere?
—Entre el público. Me he fijado en cómo miraba a los asistentes. ¿Una mujer, quizá? —Sonríe.
Justin sonríe a su vez y menea la cabeza.
—No tengo ni idea. Pensaría que estoy loco si se lo contara.
—Y bien, ¿qué piensas? —pregunto a Kate mientras paseamos por Merrion Square y me pone al corriente sobre la conferencia de Justin.
—¿Qué pienso? —repite, caminando despacio detrás del cochecito de Sam—. Pienso que no importa que ayer tomara eneldo y carpaccio para cenar porque parece un hombre encantador. Pienso que sean cuales sean tus razones para sentirte conectada o atraída por él, no tienen ninguna importancia. Tendrías que dejar de darle más vueltas al asunto y darte a conocer de una vez.
Meneo la cabeza.
—No puedo hacerlo.
—¿Por qué no? Parecía interesado cuando persiguió tu autobús por la calle, y también cuando te vio en el ballet. ¿Qué ha cambiado?
—No quiere nada conmigo.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Cómo? Y no me digas que es por alguna paparrucha que has visto en las hojas de una taza de té.
—Ahora bebo café.
—Tú odias el café.
—Es obvio que él no.
Hace lo posible por no ser negativa, pero mira a otro lado.
—Está demasiado ocupado buscando a la mujer cuya vida salvó —explico—; ya no está interesado por mí. Tenía mis datos de contacto, Kate, pero no me llamó. Ni una vez. De hecho, llegó hasta el extremo de tirarlos a un contenedor, y no me preguntes cómo lo he sabido.
—Conociéndote, lo más probable es que estuvieras tumbada en el fondo.
Mantengo los labios cerrados. Kate suspira y pregunta:
—¿Hasta cuándo vas a seguir con esto?
Me encojo de hombros.
—No mucho más.
—¿Qué pasa con el trabajo? ¿Qué pasa con Conor?
—Conor y yo hemos terminado. No hay más que decir. Cuatro años de separación y luego nos divorciaremos. En cuanto al trabajo, ya les he dicho que vuelvo la semana que viene; ya tengo la agenda llena de citas; y en cuanto a la casa… ¡Mierda! —Me subo la manga para mirar la hora—. Tengo que irme. Enseño la casa dentro de una hora.
Un beso apresurado y corro hacia el autobús más cercano que vaya en dirección a mi casa.
—Muy bien, es aquí. —Justin mira por la ventanilla del coche al segundo piso, donde se encuentra el banco de sangre.
—¿Va a donar sangre? —pregunta Thomas.
—Ni hablar. Sólo vengo de visita. No debería tardar mucho. Si ve que viene algún coche de la policía, ponga el motor en marcha. —Sonríe, pero su sonrisa resulta poco convincente.
Hecho un manojo de nervios, pregunta por Sarah en recepción y le dicen que aguarde en la sala de espera. Se ve rodeado por hombres y mujeres vestidos de traje que, aprovechando la pausa del almuerzo, leen periódicos mientras esperan su turno.
Se aproxima un poco a la mujer que tiene al lado, que está hojeando una revista, se inclina encima de su hombro y le da un susto al susurrarle:
—¿Está segura de querer hacer esto?
Todos los presentes bajan sus respectivos periódicos y revistas para fulminarlo con la mirada. Justin tose y aparta la vista, fingiendo que lo ha dicho otra persona. En las paredes hay carteles que alientan a los que están esperando para donar, y también hay carteles de agradecimiento en los que aparecen niños, supervivientes de leucemia y otras enfermedades. Ya lleva media hora esperando y mira el reloj cada dos por tres, consciente de que tiene que coger un avión. Cuando el último donante lo deja solo en la sala aparece Sarah en la puerta.
—Justin. —Su tono no es glacial, severo ni de enfado. Está serena. Dolida. Eso es peor. Habría preferido que estuviera enfadada.
—Sarah.
Se levanta para saludarla, le da un torpe medio abrazo y un beso en la mejilla, que se convierte en dos, un cuestionable tercero que se malogra y casi se convierte en un beso en los labios. Ella se aparta, poniendo fin al absurdo saludo.
—No puedo quedarme mucho rato —declara Justin—, tengo que ir al aeropuerto a coger un avión, pero quería pasar a verte. ¿Podemos hablar un momento?
—Sí, claro. —Entra en la sala de espera y se sienta, con los brazos todavía cruzados.
—Vaya. —Justin mira alrededor—. ¿No tienes un despacho, u otro sitio?
—Aquí se está tranquilo y bien.
—¿Dónde está tu despacho?
Sarah entorna los ojos con recelo y Justin renuncia a seguir esa línea de interrogatorio.
—En realidad —prosigue tomando asiento a su lado— he venido a disculparme por cómo me comporté la última vez que nos vimos. Bueno, cada vez que nos vimos y cada vez después de eso. Lo siento de veras.
Sarah asiente, esperando algo más.
«¡Maldita sea, no se me ocurre nada más! Piensa, piensa. Lo sientes y…»
—No tenía intención de hacerte daño —añade—. Aquellos vikingos chiflados me trastornaron. En realidad, podría decirse que he estado trastornado por vikingos chiflados casi cada día del último mes o dos y… eh… —«¡Piensa!»— ¿Podría ir al lavabo? Si no te importa. Por favor.
Sarah se queda un poco perpleja antes de contestar:
—Claro, está al fondo del pasillo.
En el jardín, junto al cartel de «se vende» recién clavado, Linda y su marido Joe están con la nariz pegada a la ventana del salón. Me viene un sentimiento protector, pero enseguida se me pasa. El hogar no es un sitio cualquiera; este sitio no, en cualquier caso.
—¿Joyce? ¿Eres tú? —Linda se baja lentamente las gafas de sol.
Les dedico una gran sonrisa temblorosa mientras saco las llaves del bolsillo, a las que ya he quitado la del coche y la mariquita de peluche que identificaba el llavero de mamá. Incluso el juego de llaves ha perdido su corazón, su gracia; lo único que le queda es su función.