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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (38 page)

Lo lamento por papá. Es una trivialidad si se compara con la muerte de un amigo, pero tenía muchas ganas de contar sus aventuras a su eterno rival.

Permanecemos callados un rato.

—Te quedarás el rosal, ¿no? —pregunta finalmente.

Enseguida sé a qué se refiere.

—Por supuesto. He pensado que quedaría muy bien en tu jardín.

Mira por la ventana y contempla el jardín, probablemente decidiendo dónde lo plantará.

—Debes tener cuidado con la mudanza, Gracie —dice—. Un cambio muy brusco puede causar un deterioro serio, incluso grave.

Sonrío con tristeza.

—Suena un poco dramático, pero me irá bien, papá. Gracias por preocuparte.

Sigue dándome la espalda.

—Me refería a las rosas.

Suena mi teléfono, que se pone a vibrar por la mesa hasta casi caer por el borde.

—¿Diga?

—Joyce, soy Thomas. Acabo de dejar a tu hombre en el aeropuerto.

—Oh, muchísimas gracias. ¿Le has entregado el sobre?

—Eh… sí. Aunque, a propósito: se lo di como habíamos quedado, pero acabo de mirar en el asiento de atrás y el sobre sigue ahí.

—¿Qué? —Me levanto de un salto de la silla de la cocina—. ¡Vuelva, vuelva! ¡Dé media vuelta! Tiene que entregárselo. ¡Se lo ha olvidado!

—Verás, el caso es que no parecía muy seguro de querer abrirlo.

—¿Qué? ¿Por qué?

—¡No lo sé, guapa! Se lo he dado cuando ha vuelto al coche para ir al aeropuerto, tal como me pediste. Parecía muy abatido y he pensado que le levantaría un poco el ánimo.

—¿Abatido? ¿Por qué? ¿Qué le pasa?

—¿Cómo voy a saberlo, Joyce? Lo único que sé es que ha subido al coche un poco disgustado, de modo que le he dado el sobre y él se ha quedado mirándolo y le he preguntado si iba a abrirlo y ha dicho que quizá.

—Quizá —repito. «¿He hecho algo para disgustarlo? ¿Le habrá dicho algo Kate?»—. ¿Estaba disgustado al salir de la Gallery?

—No, no ha sido en la Gallery. Hemos parado en un centro de donaciones de sangre de D’Olier Street antes de ir al aeropuerto.

—¿Ha donado sangre?

—No, me ha dicho que tenía que ver a alguien.

Ay, Dios mío, tal vez haya descubierto que fui yo quien recibió su sangre y ha perdido el interés.

—Thomas, ¿sabes si lo ha abierto? —pregunto.

—¿Estaba precintado?

—No.

—Entonces no hay forma de saberlo. Yo no le he visto abrirlo. Lo siento. ¿Quieres que lo lleve a tu casa de vuelta del aeropuerto?

—Sí, por favor.

Una hora después me encuentro con Thomas en la puerta y me entrega el sobre. Noto que las entradas aún están dentro y el alma se me cae a los pies. ¿Por qué no lo ha abierto y se lo ha quedado?

—Toma, papá. —Deslizo el sobre por la mesa de la cocina—. Un regalo.

—¿Qué hay dentro?

—Asientos de primera fila en la ópera para el próximo fin de semana —digo apenada, apoyando la barbilla en la mano—. Era un regalo para otra persona, pero está claro que no quiere ir.

—La ópera. —Papá hace una mueca y me río—. Yo me crie muy lejos de las óperas. —Abre el sobre e inspecciona las entradas mientras me levanto para preparar más café—. Bueno, creo que pasaré de esto de la ópera, cielo, pero gracias de todos modos.

Giro en redondo.

—Oh, papá, ¿por qué? El ballet te gustó aunque creías que no iba a gustarte.

—Sí, pero a eso fui contigo. No me veo yendo solo a la ópera.

—No tienes por qué ir solo. Hay dos entradas.

—No, no hay dos.

—Pues claro que hay dos.

Vuelve a mirar, pone el sobre bocabajo y lo agita. Cae un trozo de papel que revolotea hasta la mesa.

El corazón me da un vuelco.

Papá se apoya las gafas en la punta de la nariz y mira la nota con ojos de miope.

—¿Me acompañas? —dice despacio—. Ay, cielo, es todo un detalle de tu…

—Déjame ver eso.

Le arranco la nota de la mano, incrédula, y la leo con mis propios ojos. Luego la leo otra vez. Y otra. Y otra más.

¿Me acompañas?

Justin

36

—Quiere conocerme —le digo a Kate, hecha un manojo de nervios, enrollándome en el dedo un hilo del dobladillo deshilachado de mi top.

—Vas a cortarte la circulación, ten cuidado —contesta Kate, en tono maternal.

—¡Kate! ¿No me has oído? ¡He dicho que quiere conocerme!

—Y no es de extrañar. ¿No se te había ocurrido que tarde o temprano iba a pasar? Francamente, Joyce, llevas semanas provocando a ese hombre. Y si es cierto que te salvó la vida, tal como insistes en que hizo, ¿no es normal que quiera conocer a la persona cuya vida salvó? ¿Estimular su ego masculino? Vamos, mujer, si es como agitar un capote rojo delante de un toro.

—No es verdad.

—Lo es a sus ojos de macho. Sus acechantes ojos de macho —escupe agresivamente.

Entorno los ojos y la miro con renovada atención.

—¿Va todo bien? Empiezas a parecerte a Frankie —le digo.

—Deja de morderte el labio, te está empezando a sangrar. Sí, todo marcha sobre ruedas. A las mil maravillas.

—Hola, ya estoy aquí. —Frankie anuncia su llegada entrando como una exhalación y se reúne con nosotras en las gradas.

Estamos sentadas en una tribuna para espectadores dividida en dos niveles. Debajo de nosotras Eric y Jayda chapotean ruidosamente en su clase de natación, mientras a nuestro lado Sam contempla el espectáculo sentado en su cochecito.

—¿Alguna vez hace algo? —Frankie lo mira con recelo.

Kate no le hace caso.

—El primer punto del orden del día —prosigue Frankie— es por qué tenemos que quedar siempre en estos sitios con todas estas «cosas» gateando alrededor. —Mira a los chiquillos—. ¿Qué ha sido de los bares enrollados, los restaurantes nuevos y las inauguraciones de tiendas? ¿Recordáis que antes salíamos y nos divertíamos?

—Yo voy sobrada de puñeteras diversiones —dice Kate levantando la voz, un poco a la defensiva—. No hago otra cosa que divertirme —insiste, y desvía la mirada.

Frankie no repara en el inusual tono de voz de Kate, o quizá sí y decide presionarla a pesar de todo:

—Sí, en cenas con otras parejas que también llevan más de un mes sin salir. Para mí, eso no es diversión.

—Lo entenderás cuando tengas hijos.

—No entra en mis planes tenerlos. ¿Va todo bien?

—Sí, le va de perlas —le digo a Frankie, usando los dedos como comillas.

—Ah, ya veo —comenta Frankie despacio, y mueve los labios en silencio para que lea «Christian» sin que la oiga Kate.

Me encojo de hombros.

—¿Hay algo que necesites contar para desahogarte? —le pregunta Frankie.

—Pues la verdad es que sí. —Kate se vuelve hacia ella echando chispas por los ojos—. Estoy harta de tus comentarios a propósito de mi vida. Si no estás a gusto aquí o en mi compañía, lárgate a otra parte, pero que sepas que lo harás sin mí.

Le da la espalda, con las mejillas encendidas de ira. Frankie guarda silencio un momento mientras observa a su amiga.

—Muy bien —dice con desparpajo, y se vuelve hacia mí—. Tengo el coche aparcado enfrente; podemos ir al bar que han abierto un poco más abajo.

—No nos vamos a ninguna parte —protesto.

—Desde que abandonaste a tu marido y tu vida se ha hecho pedazos, eres un aburrimiento —dice enfurruñada—. Y en cuanto a ti, Kate, desde que cogiste a esa niñera sueca nueva y tu marido no le quita el ojo de encima, tienes el ánimo por los suelos. En cuanto a mí, estoy harta de saltar de una noche de sexo sin sentido con guapos desconocidos a la siguiente, y de tener que cenar sola comida precocinada cada noche. Ea, ya lo he dicho.

Me quedo boquiabierta. Kate también. Me consta que ambas estamos haciendo lo posible por enfadarnos con ella, pero sus comentarios son tan acertados que en realidad resultan bastante graciosos. Me da un codazo y se ríe con picardía. Las comisuras de los labios de Kate también comienzan a temblar.

—Tendría que haber contratado a un niñero —dice Kate finalmente.

—Quia, yo no me fiaría de Christian ni así —responde Frankie—. Te estás poniendo paranoica, Kate —le asegura, cambiando de tono y poniéndose seria—. He estado en tu casa, le he visto: te adora. Y además ella no es nada atractiva.

—¿Tú crees?

—Ajá —asiente Frankie, pero en cuanto Kate aparta la vista, articula «preciosa» para que le lea los labios.

—¿Va en serio todo lo que has dicho? —dice Kate, animándose.

—No. —Frankie echa la cabeza hacia atrás y se ríe—. Me encanta el sexo Sin sentido. Aunque tengo que hacer algo respecto a mis cenas con el microondas. Mi médico dice que necesito más hierro. Muy bien —da una palmada, asustando a Sam—, ¿para qué se ha convocado esta reunión?

—Justin quiere conocer a Joyce —explica Kate; y a mí me espeta—: Para ya de morderte el labio.

Paro.

—Huuuy, fantástico —dice Frankie entusiasmada—. ¿Y cuál es el problema? —pregunta al ver mi cara de terror.

—Se dará cuenta de que soy yo.

—O sea, porque tú no eres…

—Otra persona. —Me muerdo el labio otra vez.

—Esto me está recordando los viejos tiempos. Tienes treinta y tres años, Joyce, ¿por qué te comportas como una adolescente?

—Porque está enamorada —dice Kate, aburrida, volviéndose hacia la piscina y dando unas palmadas para alertar a su hija Jayda, que tiene media cara debajo del agua.

—No puede estar enamorada. —Frankie, indignada, arruga la nariz.

—¿Eso os parece normal? —Kate, que empieza a inquietarse por Jayda, intenta llamarnos la atención.

—Claro que no es normal —contesta Frankie—. Apenas conoce a ese tío.

—Chicas, eh, esperad un momento —dice Kate, intentando interrumpir.

—Sé más sobre él de lo que cualquier otra persona llegará a saber jamás —me defiendo—. Aparte de él mismo.

—Oiga, socorrista. —Kate no pierde más tiempo con nosotras y avisa con delicadeza a la mujer que está sentada debajo de nosotras—. ¿Usted cree que está bien?

—¿Estás enamorada? —Frankie me mira como si acabara de decirle que quiero cambiar de sexo.

Sonrío justo cuando la socorrista se zambulle en el agua para salvar a Jayda y unos cuantos niños gritan.

—Tendrás que llevarnos a Irlanda contigo —dice Doris muy excitada, poniendo un jarrón en el alféizar de la ventana de la cocina. El piso está casi terminado y le está dando los últimos toques—. Podría ser una chiflada y nunca se sabe. Tenemos que estar cerca por si ocurre algo. Podría ser una asesina, una acosadora en serie que cita a la gente para luego matarla. Vi algo sobre eso en
Oprah
.

Al se pone a martillear clavos en la pared y Justin se acopla al ritmo, golpeando repetida y suavemente la cabeza contra la mesa de la cocina a modo de respuesta.

—No pienso llevaros a los dos a la ópera conmigo —dice.

—Me llevaste contigo a una cita cuando salías con Delilah Jackson. —Al deja de martillear y se vuelve hacia su hermano—. ¿Por qué es tan distinto esto de ahora?

—Al, entonces tenía doce años.

—Aun así. —Se encoge de hombros y vuelve a darle al martillo.

—¿Y si es una famosa? —tercia Doris excitada—. ¡Ay, Dios mío, podría serlo! ¡Creo que lo es! Ya veo a Jennifer Aniston sentada en la primera fila de la ópera con un asiento libre a su lado. Ay, Dios mío, ¿y si lo es? —Se vuelve hacia Al y luego hacia su cuñado con los ojos como platos—. Justin, tienes que decirle que soy su fan número uno.

—Alto, alto, alto, espera un momento, que te va a dar un soponcio. ¿Cómo demonios has llegado a esa conclusión? Ni siquiera sabemos si es una mujer. Estás obsesionada con los famosos. —Justin suspira.

—Sí, Doris —apostilla Al—. Lo más probable es que sea una persona normal.

Justin pone los ojos en blanco.

—Sí —dice imitando el tono de su hermano—, porque los famosos no son personas normales, en realidad son bestias del averno con cuernos y tres piernas.

Al y Doris hacen una pausa para mirarlo fijamente.

—Mañana nos vamos a Dublín —dice Doris de modo tajante—. Es el cumpleaños de tu hermano, y un fin de semana en Dublín, en un hotel tan bonito como el Shelbourne… Siempre he… O sea, Al siempre ha deseado pasar una noche en el Shelbourne. Sería un regalo de cumpleaños perfecto, de tu parte.

—Doris, no puedo permitirme una habitación en el Shelbourne.

—Bueno, necesitaremos un sitio cerca de un hospital por si le da un infarto. En cualquier caso, ¡nos vamos todos!

Da una palmada la mar de contenta.

37

Voy en un bus de camino al centro, donde me esperan Kate y Frankie para ayudarme a decidir qué me pongo esta noche en la ópera, cuando mi teléfono suena.

—¿Diga?

—Hola Joyce, soy Steven.

Mi jefe.

—Acabo de recibir otra llamada —añade.

—Eso está muy bien, pero no es preciso que me llames cada vez que sucede.

—Se trata de otra queja, Joyce.

—¿De quién y por qué?

—¿La pareja a quien ayer enseñaste la casita nueva?

—¿Sí?

—Han dado marcha atrás.

—Vaya, es una lástima —digo, sin la menor sinceridad—. ¿Han dicho por qué?

—Sí, de hecho sí. Según parece, alguien de nuestra empresa les aconsejó que recrearan como es debido la atmósfera de las casas de época, y que debían exigir al constructor que efectuara los trabajos adicionales. ¿Y adivinas qué? El constructor no estuvo de acuerdo con la lista de cambios que le dieron y que incluía… —Oigo crujidos de papel y lee en voz alta—: «Vigas vistas, paredes de obra vista, cocina económica, chimeneas…» La lista sigue. De modo que ahora se han echado atrás.

—Me parece bastante razonable. El constructor estaba recreando casas de época sin ninguna característica de época. ¿Tú le ves sentido?

—¿Qué más da? Joyce, sólo tenías que dejar que entraran a tomar medidas para el sofá. Douglas ya les había vendido la casa mientras tú estabas… fuera.

—Obviamente, no lo hizo.

—Joyce, necesito que dejes de espantar a los clientes. ¿Tengo que recordarte que tu trabajo consiste en vender, y que si no lo haces…?

—Si no lo hago, ¿qué? —digo con altivez, sulfurándome.

—Pues nada —responde ablandándose—. Sé que has pasado una mala racha —comienza torpemente.

—La mala racha ya es agua pasada y no tiene nada que ver con mi capacidad para vender una casa —le espeto.

—Pues vende una.

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