—El muy cabrón —escupe Frankie.
—La verdad es que me importa un bledo la dichosa cafetera. Por mí puede quedársela.
—Es una estratagema, Joyce. Ten cuidado. Primero es la cafetera, luego la casa y después tu alma. Y entonces ese anillo de esmeraldas que perteneció a su abuela y que afirma que robaste, aunque tú recuerdes con toda claridad que la primera vez que fuiste a su casa a almorzar te dijo «todo tuyo» y te lo dio. —Pone cara de pocos amigos.
Miro a Kate pidiéndole ayuda.
—Su ruptura con Lee —comenta.
—Ah. Bueno, las cosas no van a ponerse como cuando rompiste con Lee —le digo a Frankie, que refunfuña por lo bajo.
—Anoche Christian salió a tomar una cerveza con Conor —me dice Kate—. Espero que no te importe.
—Claro que no. Son amigos. ¿Está bien?
—Sí, eso parece. Disgustado con el… ya sabes…
—El bebé. Puedes decirlo. No voy a desmoronarme.
—Está disgustado por el bebé y decepcionado porque vuestro matrimonio no funcionara, pero creo que piensa que es lo correcto. Regresa a Japón dentro de unos días. También dijo que vais a poner la casa en venta.
—Ya no me gusta estar allí y la compramos juntos, de modo que es lo más apropiado —asiento.
—¿Estás segura? ¿Dónde vivirás? ¿No te está volviendo loca tu padre?
—Como víctima de una tragedia y futura divorciada, también te encontrarás con que la gente te interrogará sobre la decisión más importante que has tomado en tu vida como si no hubieras reflexionado mil veces antes de tomarla, como si con sus veinte preguntas y otras tantas expresiones de duda fueran a arrojar luz sobre algo que pasaste por alto la primera o la enésima vez.
—Por curioso que parezca, no. —Sonrío al pensar en él—. En realidad está surtiendo el efecto contrario. Aunque sólo ha logrado llamarme Joyce una vez en toda la semana. Voy a quedarme con él hasta que vendamos la casa y encuentre otro sitio para vivir.
—La historia sobre ese hombre… —añade Kate—. Aparte de él, ¿cómo estás realmente? No te habíamos visto desde el hospital y estábamos muy preocupadas.
—Lo sé. Y os pido perdón. —Me negué a verlas cuando fueron a visitarme, y envié a papá al pasillo para que les dijera que se marcharan, cosa que obviamente no hizo, de modo que se sentaron al lado de la cama por espacio de unos minutos mientras yo miraba la pared rosa, pensando en el hecho de que estaba mirando una pared rosa, y luego se marcharon—. Aunque agradecí mucho vuestra visita.
—No es verdad.
—Vale, entonces no, pero ahora sí.
Pienso en ello, en cómo estoy ahora realmente. Bueno, me han preguntado.
—Ahora como carne —prosigo—. Y bebo vino tinto. Odio las anchoas y escucho música clásica. Me encanta la
JK Ensemble
con John Kelly en Lyric FM, que no pone a Kylie pero me da igual. Anoche escuché
Mi restaño le lagrime
, de Haendel, Acto Tercero Escena Uno de
Alcina
, antes de acostarme, y el caso es que sabía la letra aunque no sé por qué. Soy una experta en arquitectura irlandesa, aunque sé mucho más sobre la francesa y la italiana. He leído
Ulises
y puedo citarlo
ad nauseam
cuando antes fui incapaz de terminar el audio libro. Hoy mismo he escrito una carta al ayuntamiento diciéndoles que su empeño en levantar otro espantoso bloque de pisos en una zona cuyos edificios son mayormente construcciones antiguas no sólo supone una grave amenaza para el patrimonio nacional, sino también para la cordura de los ciudadanos. Pensaba que mi padre era la única persona capaz de escribir cartas contundentes. Tampoco es que sea para hacer aspavientos, pero sí que lo es que la semana pasada me habría entusiasmado la perspectiva de enseñar esos pisos. Hoy, en cambio, me he sentido ultrajada al enterarme de que van a derribar un edificio de hace un siglo en Old Town, Chicago, de modo que tengo previsto escribir otra carta. Apuesto a que os estaréis preguntando cómo me he enterado de eso. Bueno, pues lo he leído en el último número de la
Art and Architectural Review
, la única publicación realmente internacional sobre esos temas. Ahora soy suscriptora. —Tomo aire—. Podéis preguntar lo que queráis porque seguramente sabré la respuesta aunque no sé por qué.
Anonadadas, Kate y Frankie cruzan una mirada.
—Quizá con el estrés de estar constantemente preocupada por la ruptura con Conor ahora eres capaz de concentrarte más en las cosas —sugiere Frankie.
Lo tomo en consideración, pero enseguida desecho la idea.
—Casi siempre sueño con una niña muy rubia que cada noche crece un poco —prosigo—. Y oigo música; una canción que desconozco. Cuando no estoy soñando con ella tengo vividos sueños de lugares donde nunca he estado, de comidas que nunca he probado, y estoy rodeada de extraños que según parece conozco muy bien. Un picnic en un parque con una pelirroja. Un hombre con los pies verdes. Y aspersores. —Me concentro—. Algo sobre aspersores.
»Al despertarme tengo que recordar otra vez que mis sueños no son reales y que mi realidad no es un sueño. Me resulta casi imposible, pero no del todo, porque mi padre está ahí con una sonrisa en la cara y salchichas en la sartén, persiguiendo a un gato que se llama
Pelucbe
por el jardín y, por alguna razón, escondiendo el retrato de mi madre en el cajón del recibidor. Y después de los primeros momentos de vigilia, mientras todavía estoy hecha un lío, todas esas cosas pasan a ser las únicas que ocupan mi mente. Junto con un hombre que no logro quitarme de la cabeza pero que no es Conor, como cabría suponer, el amor de mi vida, de quien acabo de separarme. No, no hago más que pensar en un americano al que ni siquiera conozco.
Las chicas tienen los ojos llenos de lágrimas, sus rostros son una mezcla de lástima, preocupación y confusión.
No espero que me digan nada, seguramente piensan que estoy loca, de modo que vuelvo a mirar a los niños en la pista del gimnasio y veo a Eric subido a la barra de equilibrio, una de quince centímetros de anchura forrada de cuero. El monitor le grita que ponga los brazos en cruz. El semblante concentrado de Eric deja entrever su nerviosismo; deja de caminar al tiempo que separa los brazos lentamente. El monitor le dirige palabras de aliento y un amago de sonrisa orgullosa ilumina su rostro. Levanta los ojos un momento para ver si su madre está mirando y en ese preciso instante pierde el equilibrio y se cae, con la mala fortuna de que la barra aterriza entre sus piernas. Su cara es de puro horror.
Frankie suelta otro bufido. Eric aúlla. Kate corre hacia su hijo. Sam sigue haciendo burbujas.
Me voy.
Conduzco de regreso a casa de mi padre e intento no mirar la mía cuando paso por delante. Mis ojos pierden la batalla con mi mente y veo el coche de Conor aparcado enfrente. Desde nuestra última comida en el restaurante hemos hablado unas pocas veces, cada conversación con distintos grados de afecto mutuo, siendo la última la peor en este sentido. La primera llamada llegó entrada la noche del día después de la comida; Conor preguntó por última vez si estábamos haciendo lo correcto. Su manera de hablar arrastrando las palabras a media voz me llegaba al oído mientras yo, tendida en la cama del dormitorio de mi infancia, miraba al techo tal como lo hacía durante aquellas interminables llamadas nocturnas de cuando nos conocimos. Viviendo con mi padre a los treinta y tres años de edad después de un matrimonio fracasado, y con un marido vulnerable al otro extremo de la línea… habría sido muy fácil recordar los mejores momentos que habíamos pasado juntos y cambiar nuestra decisión. Pero la mayoría de las veces, las decisiones fáciles son las erróneas, y en ocasiones sentimos que vamos hacia atrás cuando en realidad estamos avanzando.
La siguiente llamada telefónica fue más seria, una disculpa avergonzada y la mención de un asunto legal. La siguiente, una indagación infructuosa sobre por qué mi abogado aún no había contestado al suyo. En la siguiente, Conor me dijo que su hermana recién embarazada se quedaría con la cuna, cosa que me provocó un ataque de celos en cuanto colgué y tiré el teléfono a la papelera. La última fue para decirme que lo había metido todo en cajas y que se marchaba a Japón al cabo de unos días. ¿Y podía quedarse la máquina de café expreso?
Pero cada vez que colgaba el teléfono tenía la impresión de que mi débil adiós no era un adiós. Era más bien como un «hasta la vista». Sabía que siempre habría ocasión de echarse atrás, que él seguiría ahí un tiempo después, que nuestras palabras en realidad no eran definitivas.
Aparco el coche y me quedo mirando la casa en la que hemos vivido durante diez años. ¿No se merecía algo más que unos pocos convincentes adioses?
Llamo al timbre y no hay respuesta. Por la ventana del jardín lo veo todo metido en cajas, las paredes desnudas, las superficies vacías, el escenario dispuesto para la próxima familia que entre y pise las tablas. Abro la puerta con mi llave y entro haciendo ruido para que no se lleve un susto. Estoy a punto de llamarle cuando oigo un leve tintineo musical que viene de arriba. Subo al cuarto del niño a medio decorar y encuentro a Conor sentado en la mullida alfombra, llorando a lágrima viva mientras observa al ratón que persigue el trozo de queso. Cruzo la habitación hasta él, me siento en el suelo, lo abrazo y empiezo a mecerlo. Cierro los ojos y me dejo llevar.
Conor deja de llorar y levanta la vista hacia mí lentamente.
—¿Qué? —pregunta.
—¿Hummm? —respondo saliendo de mi trance.
—Has dicho algo. En latín.
—Qué va.
—Que sí. Hace un segundo. —Se enjuga los ojos—. ¿Desde cuándo hablas latín?
—No sé latín.
—De acuerdo —dice con acritud—. Muy bien, ¿qué significa la única frase que sabes en latín?
—No lo sé.
—Tienes que saberlo. Acabas de decirla.
—Conor, no recuerdo haber dicho nada.
Me lanza una mirada fulminante, llena de algo parecido al odio, y trago saliva.
Un desconocido me sostiene la mirada en un tenso silencio.
—Vale. —Se pone en pie y se dirige a la puerta. No más preguntas, no más intentar comprenderme. Ya no le importa—. Patrick actuará como mi abogado.
Fantástico, el inepto de su hermano.
—Vale —susurro.
Se detiene en la puerta y da media vuelta, aprieta los dientes mientras sus ojos recorren la habitación. Una última mirada a todo, incluida yo, y se marcha.
El adiós final.
Paso una mala noche en casa de mi padre. Una vez en la cama, me asaltan imágenes que destellan en mi mente como relámpagos, tan rápidas e intensas que encienden mi cabeza como si fueran rayos y acto seguido desaparecen. Otra vez negro.
Una iglesia. Repican campanas. Aspersores. Una marea de vino tinto. Edificios antiguos con tiendas. Vidrieras de colores.
Entre unos barandales veo a un hombre con los pies verdes que cierra una puerta a sus espaldas. Un bebé en mis brazos. Una niña con el pelo muy rubio. Una canción conocida.
Una urna cineraria. Lágrimas. Parientes vestidos de negro.
Los columpios de un parque. Cada vez más alto. Mis manos empujan a un niño en un columpio. Yo columpiándome de niña. Un balancín. Un niño regordete me impulsa hacia arriba mientras lo veo bajar hasta el suelo. Otra vez aspersores. Risas. El mismo niño en bañador y yo. Suburbios. Música. Campanas. Una mujer con un vestido blanco. Calles adoquinadas. Catedrales. Confeti. Manos, dedos, anillos. Gritos. Portazos.
El hombre de los pies verdes cerrando la puerta.
Otra vez aspersores. Un niño regordete persiguiéndome entre risas. Una bebida en mi mano. Mi cabeza en un retrete. Auditorios. Sol y hierba verde. Música.
El hombre de los pies verdes en el jardín, con una manguera en la mano. Risas. La niña rubia jugando en el arenero. La niña riendo en un columpio. Otra vez campanas.
Entre unos barandales veo al hombre de los pies verdes cerrando la puerta a sus espaldas, con una botella en la mano.
Una pizzería. Postres helados.
También lleva unas píldoras en la mano. Los ojos del hombre se cruzan con los míos antes de que la puerta se cierre. Mi mano en un picaporte. La puerta se abre. La botella vacía en el suelo. Pies descalzos con las plantas verdes. Una urna cineraria.
Aspersores. Me balanceo adelante y atrás. Tarareo esa canción. Pelo largo y rubio cubriendo mi cara y en mi manita. Una frase susurrada…
Abro los ojos con un grito ahogado, el corazón me palpita a mil por hora. Las sábanas están húmedas, mi cuerpo empapado en sudor. En la oscuridad busco a tientas la lámpara de la mesita de noche. Con lágrimas en los ojos que me niego a derramar, cojo mi móvil y marco con dedos temblorosos.
—¿Conor? —Me tiembla la voz.
Masculla algo ininteligible hasta que se despierta.
—Joyce, son las tres de la madrugada —dice con voz ronca.
—Ya lo sé, perdona.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien?
—Sí, sí, estoy bien, es sólo que, bueno… He tenido un sueño. O una pesadilla. O quizá tampoco ha sido eso, había flashes de… bueno… muchos lugares y personas y cosas y… —Me callo y procuro centrarme—.
Perfer et obtura; dolor hic tibi proderit olim
.
—¿Qué? —dice Conor como grogui.
—La frase en latín que te he dicho antes, ¿es ésta?
—Sí, era algo así. Por Dios, Joyce…
—«Sé paciente y resiste; algún día este dolor te será útil» —le suelto—. Es lo que significa.
Se queda callado un momento y luego suspira.
—Vale, gracias.
—Alguien me la ha dicho, y no fue cuando era niña, sino esta misma noche.
—No tienes que darme explicaciones.
Silencio.
—Voy a ver si me duermo otra vez —agrega al cabo.
—Vale.
—¿Estás bien, Joyce? ¿Quieres que avise a alguien o…?
—No, estoy bien. Perfecta. —Se me quiebra la voz—. Buenas noches.
Ha colgado.
Una única lágrima me resbala por la mejilla y la enjugo antes de que llegue al mentón. «No comiences, Joyce. No te atrevas a comenzar ahora.»
A la mañana siguiente, al bajar la escalera sorprendo a papá poniendo otra vez el retrato de mamá en su sitio en la mesa del recibidor. En cuanto oye que me acerco, saca el pañuelo del bolsillo y finge que le está quitando el polvo.
—Vaya, mira quién está aquí —dice—. Muggins se ha levantado de entre los muertos.
—Sí, bueno, la cisterna del váter cada cuarto de hora me ha tenido despierta casi toda la noche.