Recuerdos prestados (15 page)

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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Justin alarga el brazo para cogerle la mano y hacer que deje de toquetear el mantel.

—Lo siento —se disculpa.

—Vale —repite Sarah.

La atmósfera se aligera, la tensión desaparece y la camarera por fin retira el plato.

—Supongo que deberíamos pedir la cuenta… —empieza ella.

—¿Siempre has querido ser médico?

—Vaya. —Sarah hace una pausa a medio abrir su monedero—. Contigo nunca hay términos medios, ¿verdad? —Pero está sonriendo.

—Perdona. —Justin menea la cabeza—. Tomemos un café antes de irnos. Con un poco de suerte podré impedir que ésta sea la peor cita de tu vida.

—No lo es —contesta Sarah negando con la cabeza—. Aunque es la segunda por poco. Casi se convierte en la peor, pero lo has arreglado al preguntarme lo de ser médico.

Justin sonríe.

—Pues dime. ¿Ha sido así?

—Desde que James Goldin me intervino cuando estaba en párvulos —asiente ella—. ¿Cómo lo llamáis vosotros, jardín de infancia? Da igual, tenía cinco años y me salvó la vida.

—Caray. Es muy poca edad para una intervención seria. Debió de causarte una profunda impresión.

—Muy profunda. Estaba en el patio después del almuerzo, me caí jugando a la rayuela y me herí una rodilla. El resto de mis amigos discutía si había que amputar, pero James Goldin vino corriendo y sin más dilación me hizo el boca a boca. El dolor desapareció en el acto. Y entonces lo supe.

—¿Que querías ser médico?

—Que quería casarme con James Goldin.

Justin sonríe.

—¿Y lo hiciste?

—Qué va. Pero me convertí en médico.

—Se te da bien.

—Sí, claro, y a ti te consta porque te he clavado una aguja para que donaras sangre —sonríe—. A propósito, ¿todo en orden a ese respecto?

—El brazo me pica un poco, pero no es nada.

—¿Te pica? No debería picarte, déjamelo ver.

Justin se dispone a arremangarse, pero se detiene.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dice retorciéndose en el asiento—. ¿Hay algún modo de saber adónde fue a parar mi sangre?

—¿Adónde? ¿Te refieres a qué hospital?

—Bueno, sí, o incluso mejor, ¿sabes a quién se la dieron?

Sarah niega con la cabeza.

—Lo bonito de esto es que es completamente anónimo.

—Pero alguien, en algún sitio, lo sabrá, ¿no? Constará en los archivos del hospital o incluso en los archivos de tu oficina…

—Por supuesto. Los productos de un banco de sangre siempre son trazables individualmente. Se documenta todo el proceso de donación, pruebas, separación en componentes, almacenamiento y administración al receptor pero…

—Detesto esa palabra.

—Lamentablemente para ti, no puedes saber a quién donaste tu sangre.

—Pero si acabas de decir que está documentado.

—Esa información es confidencial. Aunque todos los pormenores se guardan en una base de datos segura donde se conserva la información sobre todos nuestros donantes. Según la ley de protección de datos, tienes derecho a acceder a tu ficha de donante.

—¿Y esa ficha me dirá quién recibió mi sangre?

—No.

—Vaya, pues entonces no quiero verla.

—Justin, no se ha hecho una transfusión de la sangre que donaste tal como salió de tu vena. Fue separada en glóbulos rojos, glóbulos blancos, plaquetas…

—Ya lo sé, ya lo sé, todo eso ya lo sé.

—Pues lo siento, pero yo no puedo hacer más. ¿Por qué tienes tantas ganas de saberlo?

Justin lo piensa un momento, añade un terrón de azúcar a su café y lo remueve.

—Sólo me interesa saber a quién ayudé —explica—, si le sirvió de algo y, en caso de que así fuese, saber cómo se encuentra. Siento como si… No, es una estupidez, pensarás que estoy loco. No importa.

—Oye, no seas tonto —dice ella con voz tranquilizadora—. Ya pienso que estás loco.

—Espero que no sea tu opinión médica.

—Cuéntame. —Sus penetrantes ojos azules le observan por encima del borde de la taza de café mientras toma un sorbo.

—Es la primera vez que digo esto en voz alta, así que perdona que hable mientras pienso. Al principio fue una ridícula actitud de macho ególatra; quería saber a quién le había salvado la vida, quién había tenido la fortuna de recibir el sacrificio de mi valiosa sangre. —Sarah sonríe—. Pero luego, durante estos últimos días, no he podido quitármelo de la cabeza. Siento algo diferente. Genuinamente distinto. Como si hubiese regalado algo. Algo muy valioso y escaso.

—Es que es escaso, Justin. Siempre necesitamos más donantes.

—Ya lo sé, pero no… no me refiero a eso. Tengo la sensación de que alguien lleva dentro algo que le di y ahora a mí me falta algo…

—El cuerpo reemplaza la parte líquida de tu donación en veinticuatro horas.

—No, lo que quiero decir es que me siento como si hubiese dado algo, una parte de mí, y que quien lo ha recibido ahora está completo gracias a esa parte de mí y… Dios mío, esto es una locura. Sólo quiero saber quién es esa persona. Siento que me falta una parte de mí y necesito saber dónde recuperarla.

—No puedes recuperar tu sangre, Justin —dice Sarah intentando quitarle hierro al asunto, y ambos se sumen en sus pensamientos; ella mira con tristeza su café, Justin trata de dar sentido a lo que acaba de decir.

—Supongo que no tendría que haber intentado hablar de algo tan ilógico con un médico —razona Justin.

—Dices lo mismo que mucha gente que conozco, Justin. Sólo que eres el primero a quien oigo echarle la culpa a una donación de sangre.

Silencio.

—Bueno —Sarah coge el abrigo del respaldo de su silla—, tienes prisa, de modo que tendríamos que marcharnos.

Pasean por Grafton Street envueltos en un cómodo silencio puntuado por algún comentario ocasional. Sin darse cuenta, se detienen a la altura de la estatua de Molly Malone, justo enfrente del Trinity College.

—Llegas tarde a tu clase —comenta Sarah.

—No, aún me queda un poco de tiempo antes de… —Mira la hora en su reloj de pulsera y de pronto recuerda la excusa que se había inventado. Nota que se pone rojo—. Lo siento.

—No pasa nada —dice Sarah.

—Tengo la sensación de me he pasado todo el rato disculpándome y tú diciendo que no pasa nada.

—De verdad que no pasa nada —insiste Sarah riendo.

—Y yo realmente lo…

—¡Calla! —Le pone la mano en la boca para que se calle—. Ya basta.

—Lo cierto es que he estado muy a gusto —añade con torpeza—. ¿Deberíamos…? Ya sabes, es que ahora me siento incómodo con esta que no para de mirarnos.

Miran a la derecha y Molly les devuelve la mirada con sus ojos de bronce.

Sarah se ríe.

—A lo mejor podríamos quedar para…

—¡Uaaaaaarg!

Justin se lleva un susto de muerte con el griterío que sale del autobús detenido en el semáforo de al lado. Sarah suelta un chillido y se lleva la mano al pecho. Junto a ellos, más de una docena de hombres, mujeres y niños, todos con cascos vikingos, agitan el puño en el aire riendo y gritando a los transeúntes. Sarah y las demás personas que hay en la acera se echan a reír, algunas rugen a su vez, pero la mayoría hace caso omiso.

Justin, a quien el susto ha dejado sin respiración, guarda silencio, pues no puede apartar los ojos de la mujer que ríe a carcajadas al lado de un anciano; lleva un casco en la cabeza del que cuelgan dos trenzas rubias.

—Se han llevado un buen susto, Joyce. —Ríe el anciano, rugiéndole a la cara y agitando el puño.

Ella le mira sorprendida un momento y acto seguido le da un billete de cinco, para gran regocijo del anciano, y ambos siguen riendo.

«Mírame», la insta Justin con todas sus fuerzas. Los ojos de la mujer no se apartan del anciano mientras éste pone el billete a contraluz para comprobar que es auténtico. Justin mira el semáforo, que sigue en rojo. Aún hay tiempo para que le vea.

«¡Vuélvete! ¡Mírame sólo una vez!»

El semáforo de los peatones se pone en ámbar. Se está quedando sin tiempo.

Ella sigue sin volver la cabeza, absorta en la conversación.

El semáforo se pone verde y el autobús arranca lentamente hacia Nassau Street. Justin comienza a caminar a su lado, suplicándole en silencio que le mire.

—¡Justin! —grita Sarah—. ¿Qué estás haciendo?

Sigue caminando al lado del autobús, apretando el paso y finalmente echándose a trotar. Oye que Sarah le llama, pero no puede parar.

—¡Eh! —grita.

No lo bastante fuerte; no le oye. El autobús coge velocidad y el trote de Justin pasa a ser una auténtica carrera, la adrenalina le invade todo el cuerpo. El autobús le está venciendo. Va a perderla.

—¡Joyce! —suelta de repente. La sorpresa de oír su propio chillido basta para que pare en seco. ¿Qué demonios está haciendo? Se dobla en dos para apoyar las manos en las rodillas y trata de recobrar el aliento, centrarse en el torbellino en el que se siente atrapado. Se vuelve hacia el autobús por última vez; un casco vikingo asoma por la ventanilla, las trenzas rubias balanceándose de un lado a otro como un péndulo. No llega a identificar el rostro, sólo ve una cabeza, una persona que le mira desde el autobús, sabe que sólo puede ser ella.

El torbellino se detiene un momento mientras levanta la mano y saluda.

Una mano sale por la ventanilla y el autobús gira en la esquina de Kildare Street, dejando a Justin, una vez más, viéndola desaparecer de su vista mientras el corazón le palpita con tanta fuerza que está seguro de que la acera vibra debajo de sus pies. Puede que no tenga la más remota idea de lo que está sucediendo pero una cosa sí sabe a ciencia cierta:

«Joyce. Se llama Joyce.»

Mira hacia la calle vacía.

«Pero ¿quién eres, Joyce?»

—¿Por qué sacas así la cabeza por la ventanilla? —Papá me devuelve al asiento de un tirón, sumamente preocupado—. Tal vez no tengas muchas cosas por las que vivir, pero, por el amor de Dios, te debes a ti misma el vivirlas.

—¿No has oído como si alguien me llamara por mi nombre? —le susurro a papá, con la mente hecha un lío.

—Lo que faltaba, ahora oye voces —masculla—. Yo te he llamado por tu nombre y tú me has dado un billete de cinco, ¿ya no te acuerdas? —me suelta, y vuelve a prestarle atención a Olaf.

—A su izquierda está Leinster House, el edificio que ahora alberga el Parlamento Nacional de Irlanda —explica el guía, entre una nube de chasquidos, zumbidos y flashes—. Leinster House se llamaba originalmente Kildare House porque fue el conde de Kildare quien encargó su construcción. Al convertirse en duque de Leinster, le cambiaron el nombre. Partes del edificio, que antiguamente fue la Real Academia de Medicina…

—Ciencias —digo en voz alta, aún perdida en mis pensamientos.

—¿Cómo dice? —Olaf deja de hablar y todas las cabezas vuelven a mirarme.

—Sólo estaba diciendo que… —me pongo colorada— era la Real Academia de Ciencias.

Sí, eso es lo que he dicho.

—No, ha dicho «medicina» —señala la americana del asiento de enfrente.

—Oh. —Olaf parece aturullado—. Perdonen, me he equivocado. Partes del edificio, que antiguamente fue la… Real Academia de… —me mira de forma harto significativa— Ciencias, han sido la sede del gobierno irlandés desde 1922…

Desconecto.

—¿Recuerdas lo que te conté del tipo que diseñó el hospital la Rotonda? —le susurro a papá.

—Sí. Dick no sé qué.

—Richard Cassells. También diseñó esto. Hay quien dice que lo tomaron como modelo para el diseño de la Casa Blanca.

—¿En serio? —dice papá.

—¿De veras? —La americana se vuelve en su asiento para ponerse de cara a mí. Habla en voz alta; demasiado alta—. Cariño, ¿lo has oído? Esta señorita dice que el mismo tipo que diseñó esto diseñó la Casa Blanca.

—No, en realidad no he dicho…

De repente me doy cuenta de que el guía turístico ha dejado de hablar y que me está fulminando con una mirada tan llena de amor como la de un Viking Dragón ante un Sea Cat. Todos los ojos, orejas y cuernos están pendientes de nosotros.

—Bueno, sólo he dicho que hay quien sostiene que sirvió de modelo para el diseño de la Casa Blanca. No hay pruebas documentales que lo confirmen —continúo a media voz porque no quiero verme arrastrada a esto—. Sólo es que James Hoban, que ganó el concurso para diseñar la Casa Blanca en 1792, era irlandés.

Siguen mirándome expectantes.

—Bueno, estudió Arquitectura en Dublín y es más que probable que estudiara el diseño de Leinster House —concluyo sucintamente.

Le gente que me rodea se deshace en exclamaciones y comentarios a propósito de este dato.

—¡No se oye! —grita alguien desde las primeras filas del autobús.

—Ponte de pie, Gracie. —Papá me empuja para que me levante.

—Papá… —Le aparto el brazo de un manotazo.

—¡Eh, Olaf, pásele el micrófono! —le grita la americana al guía turístico, que me lo pasa a regañadientes y cruza los brazos.

—Eh… hola. —Doy unos toques con el dedo al micrófono y soplo.

—Tienes que decir «probando, uno, dos, tres», Gracie —susurra papá.

—Eh, probando uno, dos…

—La oímos alto y claro —me espeta Olaf
el Blanco
.

—Ah, muy bien. —Repito mis comentarios y los vikingos de las primeras filas asienten con interés.

—¿Y esto también forma parte de los edificios del Gobierno? —pregunta la americana señalando los edificios laterales.

Miro con incertidumbre a papá, que me alienta asintiendo con la cabeza.

—Bueno, en realidad no. El edificio de la izquierda es la Biblioteca Nacional y el de la derecha el Museo Nacional. —Hago ademán de sentarme otra vez, pero papá me lo impide empujándome la espalda. Todos siguen mirándome a la espera de que les cuente algo más. El guía turístico parece avergonzado—. Bien, tal vez les interese saber que tanto la Biblioteca Nacional como el Museo Nacional fueron originalmente el Museo de Ciencias y Artes de Dublín, inaugurado en 1890. Ambos los diseñaron Thomas Newenham Deane y su hijo Thomas Manly Deane tras el concurso celebrado en 1885, y los construyeron los contratistas dublineses J. y W. Beckett, que hicieron gala de la mejor destreza irlandesa en su construcción. El museo constituye uno de los mejores ejemplos que ha llegado hasta nuestros días de la mampostería decorativa, el tallado en madera y el alicatado irlandeses. El elemento más impresionante de la Biblioteca Nacional es la rotonda de la entrada. En su interior, este espacio alberga una impresionante escalinata que sube a la magnífica sala de lectura con su inmenso techo abovedado. Como pueden ver ustedes mismos, el exterior del edificio se caracteriza por el despliegue de columnas y pilastras de orden corintio y por la rotonda con su veranda y los pabellones laterales que enmarcan el conjunto. En…

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