Ahora, sin embargo, le gusta escucharle siempre que está en antena. Creo que le recuerda los buenos tiempos con mamá, como si cuando todos oímos la voz de Gay Byrne él, en cambio, oyera la voz de mamá. Cuando murió, le dio por rodearse de todas las cosas que mamá adoraba. Ponía a Gay Byrne en la radio cada mañana, veía los programas de televisión favoritos de mamá, compraba sus galletas favoritas cuando hacía la compra semanal aunque nunca se las comía. Le gustaba verlas en el estante cuando abría el armario, le gustaba ver sus revistas al lado del periódico. Le gustaba que sus zapatillas estuvieran al lado de su butaca junto al fuego. Le gustaba recordarse a sí mismo que su mundo no se había desmoronado por completo. A veces todos necesitamos tanto pegamento como podamos conseguir, sólo para no caernos a pedazos.
Con sesenta y cinco años de edad, papá era demasiado joven para perder a su esposa. Con veintitrés, yo era demasiado joven para perder a mi madre. Con cincuenta y cinco, ella no tendría que haber perdido la vida, pero el cáncer, el ladrón de segundos, inadvertido hasta que fue demasiado tarde, se la arrebató a ella y a todos nosotros. Papá se casó mayor para su época, y me tuvo a los cuarenta y dos años. Me parece que antes hubo alguien que le partió el corazón, alguien de quien nunca ha hablado y sobre quien nunca he preguntado, pero lo que sí dice acerca de ese periodo es que pasó más días de su vida esperando a mamá que estando realmente con ella, que cada segundo que pasó esperándola y finalmente recordándola compensa con creces todos los momentos anteriores.
Mamá no llegó a conocer a Conor, pero no sé si le habría gustado, aunque era demasiado educada para haberlo demostrado jamás. Mamá adoraba a toda suerte de personas, pero sobre todo le gustaban las que tenían espíritu y energía, las que vivían e irradiaban vitalidad. Conor es agradable. Siempre sólo agradable. Nunca sobreexcitado. Nunca, en realidad, excitado en lo más mínimo. Sólo agradable, que no es más que un sinónimo de amable. Casarte con un hombre amable te da un matrimonio agradable pero poco más. Y agradable está bien cuando va acompañado de otras cosas, pero no cuando viene solo.
Papá puede hablar con cualquiera y no albergar sentimientos en un sentido u otro. Lo único negativo que una vez dijo sobre Conor fue: «Vaya, ¿a qué clase de hombre puede gustarle el tenis?» Socio de la GAA
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y apasionado del fútbol, papá escupió esa palabra como si sólo pronunciarla le hubiese ensuciado la boca.
Nuestro fracaso en engendrar un hijo no ayudó mucho a cambiar la opinión de papá. Cada vez que una prueba de embarazo daba negativo, le echaba la culpa al tenis, pero sobre todo a los pantalones cortos blancos que Conor se ponía de vez en cuando. Me consta que lo decía para hacerme sonreír; a veces daba resultado, otras no, pero era una broma segura porque todos sabíamos que el problema no eran los pantalones de tenis ni el hombre que se los ponía.
Me siento encima del edredón que compró mi madre procurando no arrugarlo; un conjunto de edredón y almohadas de Dunnes con una vela a juego para el alféizar de la ventana, la cual nunca se ha encendido ni perdido su fragancia. El polvo se acumula en la parte de arriba, prueba incriminatoria de que papá no cumple al día con sus obligaciones, como si a los setenta y cinco años tuviera que ser prioritario quitar el polvo de otra parte que no sea el estante de su memoria. Pero el polvo se ha acumulado y es lo que hay.
Conecto el móvil, que lleva días apagado, y comienza a pitar avisando de la recepción de mensajes. Ya he hecho mi ronda de llamadas a los más próximos, queridos y entrometidos. Como quitarse una tirita; no lo piensas, lo haces deprisa y casi no duele. Abres el listín y pim, pam, pum: tres minutos con cada uno. Llamadas breves y vivaces hechas por una mujer extrañamente optimista que por un momento habita en mi cuerpo. Una mujer increíble, en realidad, positiva y animada, si bien emotiva y sensata en las dosis precisas. Su sentido de la oportunidad, impecable; sus sentimientos tan conmovedores que casi me vinieron ganas de anotarlos. Incluso intentó poner un poco de humor, cosa que algunos miembros del grupo de allegados, queridos y entrometidos aceptaron bastante bien, mientras que otros casi se mostraron ofendidos; tampoco es que le importara, pues se trataba de su fiesta y podía llorar si le venía en gana. No es la primera vez que toma las riendas, por supuesto; siempre pronta a echarme un cable si sufro algún trauma, se pone en mi lugar y asume las partes más difíciles. Seguro que no tarda en volver a aparecer.
No, pasará mucho tiempo hasta que pueda hablar con mi propia voz con estas personas.
Kate contesta a la cuarta llamada.
—¡Hola! —grita, y me sobresalto. Se oyen ruidos frenéticos de fondo, como si hubiese estallado una mini-guerra.
»¡Joyce! —chilla, y comprendo que ha conectado el manos libres—. Te he llamado un montón de veces… Derek, ¡siéntate! ¡Mamá se va a enfadar!… Perdona, es que estoy haciendo la ronda del colegio. Tengo que llevar a casa a seis crios, luego picaré algo rápido antes de llevar a Eric a baloncesto y a Jayda a nadar. ¿Quieres que nos veamos allí a las siete? Hoy entregan a Jayda la insignia de los diez metros.
Se oye a Jayda berrear que odia las insignias de los diez metros.
—¿Cómo puedes odiarlas si nunca has tenido una? —le espeta Kate. Jayda suelta un alarido aún más fuerte y tengo que apartarme el teléfono del oído—. ¡Jayda! ¡No atosigues a mamá! ¡Derek! ¡Ponte el cinturón de seguridad! Si tengo que frenar en seco, saldrás volando a través del parabrisas y te destrozarás la cara… No cuelgues, Joyce.
Silencio mientras espero.
—¡Gracie! —chilla papá. Corro hasta la escalera presa del pánico, no estoy acostumbrada a oírle gritar así desde que era niña.
—¿Sí? ¡Papá! ¿Estás bien?
—¡He sacado siete letras! —grita.
—¿Que has sacado qué?
—¡Siete letras!
—¿Qué quieres decir?
—¡En
Countdown
!
Se me pasa el susto y me siento en el primer escalón un poco frustrada. De pronto resurge la voz de Kate y parece que se ha restablecido la calma.
—Vale, ya no estamos en manos libres. Seguramente me arrestarán por sostener el teléfono, por no mencionar que me borrarán de la lista de coches compartidos, como si me importara una mierda.
—Voy a contarle a mi mami que has dicho la palabra M —oigo decir a una vocecilla.
—Estupendo. Llevo años esperando a que lo haga —me murmura Kate, y me río.
—Mierda… Mierda… Mierda… Mierda… —oigo corear a un montón de niños.
—Jesús, Joyce, mejor cuelgo. ¿Nos vemos en el centro recreativo a las siete? Es mi única pausa. O si no, mañana estoy libre. ¿Tenis a las tres o gimnasia a las seis? Podría llamar a Frankie y ver si se apunta.
Frankie. Bautizada Francesca, se niega a responder a ese nombre. Papá se equivocó con Kate: por más que ella fuese quien consiguió el
poteen
, técnicamente fue Frankie quien me sostuvo la boca abierta y me obligó a tragarlo. Pero como esta versión de los hechos nunca llegó a sus oídos, piensa que Frankie es una santa para gran fastidio de Kate.
—Me apunto a gimnasia mañana —digo sonriendo, oyendo los gritos de los niños. Kate ha colgado y reina el silencio.
—¡Gracie! —Papá me llama otra vez.
—Soy Joyce, papá.
—¡He sacado el acertijo!
Vuelvo a mi cama y me tapo la cabeza con una almohada.
Pocos minutos después papá se planta en la puerta y me da un susto de muerte.
—He sido el único que ha sacado el acertijo —anuncia—. Los concursantes no tenían ni idea. De todos modos ha ganado Simón, que pasa al programa de mañana. Ha ganado tres días seguidos y ya empiezo a estar harto de verle. Tiene una cara divertida; no tienes más remedio que reírte cuando le ves. No creo que a Carol le caiga muy bien, tampoco, y vuelve a estar empeñada en perder un montón de kilos. ¿Quieres una Hob Nob
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? Voy a prepararme otra taza.
—No, gracias. —Vuelvo a ponerme la almohada encima de la cabeza, mientras sigue hablando por los codos.
—Bueno, voy a comerme una. Tengo que comer algo con las pastillas. Se supone que tengo que tomarlas con el almuerzo, pero hoy me he olvidado.
—Has tomado una pastilla a la hora de comer, ¿te acuerdas?
—Esa era para el corazón. Ésta es para la memoria. Pastillas para la memoria a corto plazo.
Me aparto la almohada de la cara para ver si habla en serio.
—¿Y se te ha olvidado tomarla?
Asiente.
—Oh, papá. —Me echo a reír y me mira como si me hubiera dado un ataque—. Eres la mejor medicina que podrían darme. Oye, tienes que tomar pastillas más fuertes. No te están yendo muy bien, ¿verdad?
Da media vuelta y enfila hacia el recibidor rezongando.
—Me irían de perlas si me acordara de tomarlas —comenta.
—Papá —le llamo, y se detiene en lo alto de la escalera—. Gracias por no preguntarme nada sobre Conor.
—Déjalo, no hay de qué. Sé que volveréis a estar juntos dentro de nada.
—No, no será así —digo en voz baja.
Se acerca un poco a mi habitación.
—¿Le hace la corte a alguna otra?
—No, de verdad. Y yo tampoco. No nos queremos. Desde hace mucho tiempo.
—Pero te casaste con él, Joyce. ¿No te llevé yo mismo al altar? —Parece confundido.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Os hicisteis una promesa en la casa de nuestro Señor, te oí con mis propios oídos. ¿Qué os pasa a los jóvenes de hoy en día, rompiendo y volviendo a casaros cada dos por tres? ¿Qué ha sido de lo de mantener las promesas?
Suspiro. ¿Qué puedo responder a eso? Comienza a alejarse otra vez.
—Papá. —Se detiene pero no se vuelve—. Me parece que no has pensado en la alternativa. ¿Preferirías que mantuviera la promesa de pasar el resto de mi vida con Conor aunque no le quiera y sea infeliz?
—Si crees que tu madre y yo tuvimos un matrimonio perfecto te advierto que te equivocas, porque tal cosa no existe. Nadie es feliz siempre, cielo.
—Eso lo entiendo. Pero ¿qué pasa si no eres feliz nunca?
Piensa en ello como si fuera la primera vez y aguanto la respiración hasta que finalmente habla:
—Voy a comerme una HobNob. —A medio camino del recibidor añade con rebeldía—: Y además de chocolate.
—Estoy de vacaciones, tronco, ¿por qué me obligas a ir a un gimnasio?
Al camina dando saltitos al lado de Justin, esforzándose por seguir el ritmo de las grandes zancadas de su hermano.
—He quedado con Sarah la semana que viene —Justin sale con paso decidido de la estación de metro—, y tengo que volver a ponerme en forma.
—Yo no creo que no estés en forma —dice Al jadeando, y se seca las gotas de sudor que le perlan la frente.
—La nube del divorcio me ha impedido entrenar.
—¿La nube del divorcio?
—¿Nunca has oído hablar de ella? —Al, incapaz de hablar, menea la cabeza y la papada le tiembla como a un pavo—. La nube adopta la forma de tu cuerpo y lo envuelve bien prieto de modo que apenas puedes moverte, ni respirar, ni hacer ejercicio. Ni siquiera tener una cita y mucho menos acostarte con una mujer.
—Tu nube del divorcio se parece a la nube de mi matrimonio.
—Ya, bueno, pues esa nube se ha disipado. —Justin levanta la vista hacia el cielo gris de Londres, cierra los ojos un momento y aspira profundamente—. Ya va siendo hora de que vuelva a ponerme en acción. —Abre los ojos y se da de bruces contra una farola—. ¡Por Dios, Al! —Se dobla en dos con la cabeza entre las manos—. Gracias por el aviso.
Al farfulla unas palabras con la cara roja como un tomate; le cuesta tanto hablar que al final no dice palabra.
—Lo de menos es que yo tenga que entrenar, mira qué pinta tienes —añade Justin—. El médico ya te ha dicho que pierdas unos cuantos cientos de kilos.
—Veinte kilos… —jadeo— no son exactamente… —jadeo— unos cuantos cientos, y no te metas conmigo tú también. —Jadeo—. Bastante tengo con Doris. —Resoplido. Tos—. Está obsesionada con el régimen y apenas come. Le da miedo morderse una uña por si tiene demasiadas calorías.
—¿Las uñas de Doris son auténticas?
—Las uñas y el pelo son prácticamente lo único auténtico. Tengo que agarrarme a algo. —Al mira a su alredor, aturullado.
—Demasiada información —dice Justin, sin haberle entendido bien—. Me cuesta creer que el pelo de Doris también sea auténtico.
—Pues lo es, excepto el color. Es morena. Italiana, por supuesto. Qué mareo.
—Sí, es un poco mareante. Toda esa cháchara sobre vidas anteriores a propósito de la mujer de la peluquería. —Justin ríe.
«¿Y cómo te lo explicas, entonces?»
—Quiero decir que yo estoy mareado. —Al lo fulmina con la mirada y alarga la mano para agarrarse a una barandilla cercana.
—Eh… Ya lo sé, era broma. Me parece que ya estamos llegando. ¿Crees que puedes aguantar otros cien metros o así?
—Según lo que signifique «o así» —le espeta Al.
—Viene a ser lo mismo que lo de la semana o así de vacaciones que tú y Doris estabais planeando. Parece que se ha convertido en un mes.
—Bueno, queríamos darte una sorpresa, y Doug es perfectamente capaz de encargarse de la tienda mientras yo esté fuera. El médico me aconsejó que me tomara las cosas con calma, Justin. Con el historial de afecciones cardíacas que tiene nuestra familia, es importante que descanse.
—¿Dijiste al médico que nuestra familia tiene un historial de afecciones cardíacas? —pregunta Justin.
—Pues sí. Papá murió de un infarto. ¿A quién piensas que me refería? —Justin guarda silencio—. Además, no lo lamentarás, Doris te dejará el apartamento tan bien arreglado que estarás encantado de habernos tenido aquí. ¿Sabes que montó la peluquería canina ella solita? —Justin abre los ojos como platos—. Para que tú veas —prosigue Al orgulloso—. Oye, ¿cuántos seminarios de ésos tienes que dar en Dublín? Doris y yo podríamos acompañarte en uno de tus viajes allí, ya sabes, para ver la tierra de papá.
—Papá era de Cork.
—Vaya. ¿Sigue teniendo familia allí? Podríamos ir a rastrear nuestras raíces, ¿qué te parece?
—Que no es mala idea. —Justin piensa en su calendario—. Aún me quedan unos cuantos seminarios. Aunque seguramente no os quedaréis aquí tanto tiempo. —Mira a Al de reojo para ver cómo reacciona—. Y la semana que viene no podéis venir porque ya he combinado ese viaje con una cita con Sarah.