—Gracias.
—Me recuerdas mucho a ella, ¿sabes?
—¿En serio, papá? —Me conmuevo y noto que me asoman las lágrimas. Nunca dice este tipo de cosas—. ¿En qué sentido?
—Las dos tenéis la nariz respingona.
Pongo los ojos en blanco.
—Ahí está el Trinity College —añade señalando a un costado—. No entiendo por qué pasamos de largo. ¿No era ahí a donde querías ir?
—Sí, pero los autobuses turísticos salen desde Stephen’s Green. Ya lo veremos al pasar. De todos modos, la verdad es que ahora no me apetece entrar.
—¿Por qué?
—Es la hora del almuerzo.
—Y el
Libro de Kells
hace una pausa de una hora, ¿verdad? —Papá pone los ojos en blanco—. Un bocata de jamón y un termo de té, y luego vuelve a ponerse en su sitio, puntual como la lluvia de la tarde. ¿Es eso lo que crees que pasa? No ir sólo porque es la hora del almuerzo no tiene mucho sentido.
—Bueno, pues para mí sí —respondo. No sé por qué, pero tengo la impresión de que vamos en la dirección correcta. La brújula interior me lo dice.
Justin sale disparado por el arco central del Trinity College y va a paso ligero hasta Grafton Street. Es la hora de su almuerzo con Sarah. Hace oídos sordos a la vocecilla interior que le da la lata diciendo que cancele la cita.
«Dale una oportunidad. Date a ti mismo una oportunidad.»
Tiene que intentarlo, tiene que habituarse otra vez, tiene que recordar que no todos los encuentros con una mujer van a ser iguales a la primera vez que vio a Jennifer. Aquella sensación palpitante que hizo que el cuerpo entero le vibrara, los nervios que le revolvían las tripas, el hormigueo cuando le rozaba la piel. Piensa en lo que sintió en su anterior cita con Sarah. Nada. Nada salvo el halago de resultarle atractivo y la excitación de volver a estar dispuesto a salir con mujeres. Un montón de sentimientos sobre ella y la situación, pero ninguno por ella. Nada que ver con la reacción que tuvo ante aquella mujer de la peluquería varias semanas antes; aquello le estaba diciendo algo.
«Dale una oportunidad. Date a ti mismo una oportunidad.»
Grafton Street está muy transitada a la hora del almuerzo, como si se hubiesen abierto las verjas del zoo de Dublín y todos los animales hubieran salido en tropel, contentos de escapar de su confinamiento durante una hora. Él ha terminado su jornada laboral como especialista en el seminario que trata de su tema favorito, «El cobre como lienzo: 1575-1775», un éxito entre los estudiantes de tercer curso que eligieron su asignatura.
Consciente de que va a llegar tarde a la cita con Sarah, intenta echar una carrera, pero como ha hecho más ejercicio de la cuenta las agujetas lo han dejado medio lisiado. Rabioso porque las advertencias de Al no fueran desencaminadas, prosigue renqueando a la zaga de las dos personas más lentas que hay en Grafton Street. Su plan de adelantarlos por uno u otro lado se ve obstaculizado por el torrente humano que viene en dirección contraria. Impaciente, aminora el paso, acomodándolo a la velocidad de los dos sujetos que tiene delante, uno de los cuales canta alegremente para sí mientras camina bamboleándose.
«Borracho a estas horas, francamente…»
Papá se toma con calma nuestro deambular por Grafton Street, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Supongo que lo tiene, comparado con el resto de la gente, aunque una persona más joven quizá lo vería de otro modo. A veces se detiene y señala cosas, se une a corros de espectadores para ver una actuación callejera y, cuando reanudamos la marcha, no avanza en línea recta, con lo que se crean situaciones confusas. Cual roca en un arroyo, hace que el flujo peatonal le rodee; es un pequeño divertimiento, pero no tiene la menor conciencia de ello.
Grafton Street es un paraíso.
Hay magia en el aire,
diamantes en los ojos de las damas
y polvo de oro en sus cabellos.
Y si no me creéis,
venid a verme allí.
En Dublín una soleada mañana de verano.
Me mira, sonríe y vuelve a cantar, olvidando parte de la letra que suple tarareando.
Durante mis días más atareados de trabajo, veinticuatro horas no parecen bastar. Casi deseo alargar los brazos e intentar agarrar los minutos y segundos, como si pudiera detenerlos, igual que una niña atrapando pompas de jabón. El tiempo no puede retenerse pero se diría que papá, de un modo u otro, lo hace. Siempre me he preguntado cómo demonios llenaba su tiempo, como si lo que yo hago, abrir puertas y hablar de ángulos soleados, calefacción central y espacio en los armarios, fuera mucho más valioso que lo que hace él, entretenerse trabajando en el jardín. A decir verdad, eso es lo que todos hacemos, entretenernos llenando el tiempo de que disponemos aquí, sólo que nos gusta darnos importancia.
Así que esto es lo que haces cuando todo se ralentiza y los minutos transcurren lentamente: te lo tomas con calma, respiras despacio, abres bien los ojos y lo miras todo. Lo asimilas todo. Haces un refrito de viejas historias, te acuerdas de personas, momentos y lugares de antaño, hablas sobre esas cosas. Te detienes y te tomas tu tiempo para fijarte y hacer cosas que importan. Descubres las respuestas que no supiste encontrar en el crucigrama de ayer. Te tomas las cosas con más tranquilidad, dejas de intentar hacerlo todo enseguida, ahora mismo, sin más demora. Retienes a las personas que caminan detrás de ti sin importarte en absoluto, notas que se impacientan porque te pisan los talones pero mantienes el paso. No permites que nadie te imponga su velocidad.
Aunque si la persona que tengo detrás me da otra patadita en los talones…
El sol brilla tanto que cuesta mirar al frente. Es como si estuviera en lo alto de Grafton Street cual bola de bolera dispuesta a derribarnos a todos. Finalmente nos acercamos a lo alto de la calle y ya vemos por dónde escapar del torrente humano. Papá se para en seco, cautivado por el número de un mimo. Como voy cogida de su brazo, también me veo obligada a parar, haciendo que la persona que llevo detrás choque conmigo. Una gran patada final en el talón. Se acabó lo que se daba.
—¡Eh! —Giro en redondo—. ¡Más cuidado!
Me gruñe y sale zumbando.
—¡Lo mismo digo! —replica un acento americano.
Estoy a punto de gritar otra vez, pero su voz me acalla.
—Mira eso —dice papá maravillado, contemplando al mimo encerrado en una caja invisible—. ¿Crees que debería echarle una llave invisible para que salga de esa caja? —Vuelve a reír—. ¿No sería divertido, cielo?
—No, papá.
Estudio la espalda de la Némesis de mi ira callejera, tratando de rememorar su voz.
—¿Sabes que De Valera escapó de prisión gracias a una llave que le pasaron escondida en una tarta de cumpleaños? Alguien debería contarle esa historia a este chico. Bien, ¿hacia dónde vamos ahora?
Se pone a dar vueltas a mi lado, mirando en derredor, hasta que al fin echa a caminar en otra dirección, sin darse cuenta de que atraviesa una procesión de Hare Krishnas.
El abrigo de lana beige se vuelve otra vez y me lanza una última mirada asesina antes de seguir su camino con prisa y enfurruñado.
Aun así, le miro fijamente. Si le diera la vuelta a esa mueca… Esa sonrisa… Me suena.
—¡Gracie, los billetes se sacan aquí! —grita papá desde lejos.
—Un momento, papá. —Sigo observando el abrigo de lana. «Vuélvete una vez más y enséñame la cara», suplico para mis adentros.
—Voy a sacar los billetes.
—Vale, papá. —El abrigo de lana se va alejando. No puedo apartar los ojos de él. Mentalmente le echo un lazo de vaquero y comienzo a tirar de él hacia mí. Sus zancadas son más cortas, poco a poco aminora el paso.
De pronto se queda parado. «Vuélvete, por favor.»
Tiro de la cuerda.
Gira en redondo, busca entre el gentío. ¿A mí?
—¿Quién eres? —susurro.
—¡Soy yo! —Papá vuelve a estar a mi lado—. Estás plantada en medio de la calle.
—Sé muy bien lo que estoy haciendo —le espeto—. Venga, ve a por los billetes. —Le doy algo de dinero.
Me aparto de los Hare Krishnas sin perder de vista el abrigo de lana, esperando que me vea. La lana nueva de su abrigo claro casi resplandece entre los colores oscuros y sombríos de la gente; en torno a las mangas, en la pechera, como un san Nicolás otoñal. Carraspeo y me aliso el pelo corto.
Sus ojos siguen escrutando la calle y entonces, muy lentamente, se posan en mí. Le recuerdo en el mismo instante en que repara en mí. Es «él», el de la peluquería.
¿Y ahora qué? Tal vez no me reconozca para nada. Tal vez sólo está enfadado porque le he gritado. No sé qué hacer. ¿Debería sonreír? ¿Saludar con la mano? Ambos permanecemos quietos.
Levanta una mano y saluda. Primero miro a mis espaldas para asegurarme de que se dirige a mí. Aunque, de todos modos, estaba tan segura que habría apostado a mi padre. De repente, Grafton Street está vacía y silenciosa. Sólo él y yo. Qué detalle por parte de todos. Le devuelvo el saludo, y me dice algo articulando para que le lea los labios.
«¿Pelona? ¿Pendona?» No.
«Perdona.» Dice «perdona». Busco algo que decirle a mi vez, pero estoy sonriendo. No puedes decir nada cuando estás sonriendo, es tan imposible como silbar y sonreír al mismo tiempo.
—¡Tengo los billetes! —grita papá—. Veinte euros por barba; es un atraco. Mirar es gratis, no entiendo que puedan cobrarnos por usar nuestros propios ojos. Pienso escribir una carta y se van a enterar de lo que vale un peine. La próxima vez que me preguntes por qué me quedo en casa a ver mis programas favoritos tendré muy presente recordarte que es gratis. Dos euros por mi guía semanal, ciento cincuenta por una suscripción anual, salen mucho más a cuenta que un día en la ciudad contigo —refunfuña—. Taxis caros al centro para mirar cosas en una ciudad en la que llevo viviendo sesenta años.
De pronto vuelvo a oír el tráfico, veo la multitud, noto el sol y la brisa en la cara, noto los latidos de mi corazón mientras la sangre fluye con frenesí. Noto que papá me tira del brazo.
—Sale ahora mismo —me dice—. Vamos, Gracie, que se va. Hay que caminar un trecho calle arriba, hasta cerca del Hotel Shelbourne. ¿Estás bien? Parece que hayas visto un fantasma y no quieras decírmelo. Cuarenta euros —añade para sus adentros.
La muchedumbre se apelotona en lo alto de Grafton Street para cruzar la calle y le pierdo de vista. Papá sigue tirándome del brazo y comenzamos a avanzar por Merrion Row, en la dirección contraria.
—No le veo —digo volviéndome hacia atrás.
—¿A quién, cielo?
—A un tipo que creo que conozco.
Dejo de caminar hacia atrás y me pongo en la cola junto a papá, aunque sigo mirando calle abajo buscando entre la gente.
—Bueno, salvo si estás segura de que le conoces, yo no me pararía a charlar con él en plena calle —dice papá con aire protector—. ¿Qué clase de autobús es éste, Gracie? Parece un poco extraño, no me convence demasiado todo esto. Estoy unos años sin venir al centro, y mira qué hace la CIE
[8]
.
No le hago caso y dejo que suba primero al autobús mientras sigo mirando en dirección opuesta, buscando insistentemente entre la multitud. La gente por fin se mueve de donde me tapaba la vista pero no le veo.
—Se ha ido —le digo a papá una vez en el autobús.
—¿En serio? Pues no le conocerías mucho, si se ha largado —contesta.
Entonces vuelvo la atención hacia mi padre.
—Papá, ha sido de lo más raro.
—Di lo que quieras, pero esto sí que es raro. —Mira perplejo en torno a nosotros.
Finalmente también yo echo un vistazo al autobús y me quedo pasmada. Todos los pasajeros llevan un casco vikingo y tienen un chaleco salvavidas en el regazo.
—Buenas tardes —saluda el guía usando el micrófono—, por fin estamos todos abordo. Mostremos a los recién llegados lo que hay que hacer. ¡Cuando diga la palabra quiero que todos ruuujan como hacían los vikingos! ¡Quiero oírlo!
Papá y yo damos un bote en el asiento, y se agarra a mí cuando el autobús entero grita.
—Buenas tardes a todos, soy Olaf
el Blanco
, ¡bienvenidos a bordo del Viking Splash Bus! Históricamente conocido como DUKW, o por el mote más afectuoso de Duck
[9]
, estamos sentados en la versión anfibia del vehículo que General Motors fabricó durante la Segunda Guerra Mundial. Diseñado para resistir desembarcos en playas con olas de cinco metros así como llevar carga y tropas de los barcos a la costa, actualmente se usan como vehículos de rescate y recuperación de pecios en Estados Unidos, Reino Unido y otras partes del mundo.
—¿Podemos bajarnos? —le susurro al oído a papá, pero me aparta de un manotazo, cautivado por el relato del guía, que sigue explicando.
—Este vehículo en concreto pesa siete toneladas, mide diez metros de longitud y dos y medio de anchura. Tiene seis ruedas y puede funcionar con tracción trasera o tracción a las seis ruedas. Como pueden ver, se ha reacondicionado con asientos cómodos, techo y paneles laterales deslizantes para protegerles de los elementos, ya que, como todos ustedes saben, después de ver los lugares de interés de la ciudad, ¡nos zambulliremos en el terminar con un fantástico viaje por la zona portuaria de Grand Canal!
Los pasajeros gritan y aplauden con entusiasmo y papá me mira abriendo mucho los ojos, como si fuese un chiquillo.
—No me extraña que costara veinte euros —comenta—. Un autobús que se mete en el agua. ¿Un autobús? ¿En el agua? Nunca he visto nada parecido. Aguarda a que se lo cuente a los muchachos del Club de los Lunes. Por una vez, el bocazas de Donal no tendrá nada con que superar esta historia.
Vuelve a prestar atención al guía del recorrido turístico, que, igual que los demás ocupantes del autobús, luce un casco vikingo con cuernos. Papá coge dos, se pone uno en la cabeza y me pasa el otro, que tiene dos trenzas rubias pegadas a los lados.
—Olaf, te presento a Heidi —dice, mientras me pongo el casco y me vuelvo hacia él.
—Durante el recorrido veremos las famosas catedrales de San Patricio y Christchurch, el Trinity College, los edificios del Gobierno, el Dublín georgiano…
—Vaya, esto te va a encantar —dice papá dándome un codazo.
—… y, por supuesto, ¡el Dublín vikingo!
Los pasajeros vuelven a rugir, papá incluido, y no puedo evitar reírme.
—No entiendo por qué festejamos a una horda de brutos que se dedicó a violar y saquear el país —digo por lo bajo.