Un sonoro aplauso me interrumpe; un único y sonoro aplauso que viene de una única persona: papá. El resto del autobús guarda silencio, sólo roto por un niño que le pregunta a su madre si pueden rugir otra vez. Mientras tanto Olaf
el Blanco
contempla la escena con un palmo de narices.
—Yo, eh… no había terminado —digo en voz baja.
Papá aplaude más fuerte a modo de respuesta, y otro hombre, que va sentado solo en la última fila, se une a él con cierto nerviosismo.
—Y… esto es todo lo que sé —añado apresuradamente, sentándome.
—¿Cómo es que sabe todo eso? —pregunta la mujer de enfrente.
—Es agente inmobiliaria —dice papá con orgullo.
La mujer arruga la frente, pone los labios en forma de «oh» y se vuelve de cara al pasmado Olaf, que me coge el micrófono.
—¡Y ahora, señoras y señores, a rugiiir!
El silencio se ha roto y todo el mundo vuelve a la vida mientras cada músculo y órgano de mi cuerpo se acurruca en posición fetal. Papá se inclina hacia mí y me aplasta contra la ventanilla. Me acerca la cabeza al oído y nuestros cascos chocan.
—¿Cómo es que sabes todo eso, cielo?
Como si hubiese agotado mi reserva de palabras en la explicación, mi boca se abre, pero no sale nada de ella. «¿Cómo demonios sé todo eso?»
Los oídos me silban en cuanto entro en el gimnasio del colegio esa misma tarde y espío a Kate y a Frankie, que, apiñadas en las gradas, parecen enfrascadas en una conversación con una caricaturesca expresión de preocupación grabada en el rostro. Por la cara que pone Kate, se diría que Frankie acabara de decirle que su padre ha fallecido, cara que me resulta conocida, dado que fui yo quien le dio esa misma noticia fatídica hace cinco años, en el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Dublín, cuando puso fin a sus vacaciones antes de lo previsto para venir corriendo a reunirse con él. Ahora habla Kate, y la cara de Frankie es como si acabaran de decirle que han atropellado a su perro, cara que también me resulta conocida dado que fui yo, una vez más, quien dio la noticia, y el golpe que rompió tres patas a su perro salchicha. Ahora Kate mira en mi dirección y pone cara de que la han pillado con las manos en la masa. Frankie también se queda helada. Miradas de sorpresa, luego culpa y por fin una sonrisa para darme a entender que estaban hablando del tiempo, no de lo que ha sucedido en mi vida, como si fueran temas intercambiables.
Aguardo a que la consabida Dama del Trauma ocupe mi lugar, para darme un breve respiro mientras hace sus usuales comentarios perspicaces que mantienen a los interrogadores a raya, explicando la reciente pérdida más como un viaje que prosigue que como un callejón sin salida, como la inestimable oportunidad de hacerse fuerte, aprender a conocerse y, por consiguiente, convertir este suceso tan terriblemente trágico en algo sumamente positivo. Pero mi Dama del Trauma no se presenta, pues sabe que la actuación de hoy no va a resultarle fácil. Sabe de sobra que las dos personas que me están abrazando con fuerza ven más allá de mis palabras hasta el fondo de mi corazón.
Los abrazos de mis amigas son más prolongados que otras veces; me prodigan una dosis extra de apretones y palmaditas que alternan con un movimiento circular de fricción y repiqueteos en la espalda, cosa que encuentro sorprendentemente reconfortante. Sus caras de pena están a la altura de las circunstancias, se me revuelve el estómago y vuelvo a ofuscarme. Me doy cuenta de que haberme recluido con papá no me otorga los superpoderes que esperaba, tengo que pasar por todo ello otra vez. No sólo tendré que contar toda la historia de principio a fin, sino que volveré a sentirlo todo de nuevo, lo cual resulta mucho más agotador que el relato en sí. Envuelta en los brazos de Kate y Frankie podría metamorfosearme fácilmente en el bebé que ellas acunan en su mente, pero no lo haré, porque, si ahora comienzo, sé que nunca pararé.
Nos sentamos en las gradas a cierta distancia de los demás padres, aunque la mayoría aprovecha el tiempo, tan valioso y escaso, para estar a solas y leer o pensar u observar las nada impresionantes volteretas que dan sus hijos sobre las colchonetas azules. Localizo a los hijos de Kate: Eric, de seis años, y mi ahijada de cinco, Jayda, la fanática de
Los teleñecos en Navidad
a quien he prometido proteger contra cualquier cosa mala. Rebosantes de entusiasmo, dan brincos y chirrían como saltamontes, sacándose la ropa interior de entre las nalgas y tropezando con los cordones de las zapatillas. Sam, de once meses, duerme a nuestra vera en su cochecito, haciendo burbujas con sus labios regordetes. Lo miro llena de afecto, pero de pronto me asaltan recuerdos y aparto la vista. Ay, recordar. Menuda broma.
—¿Qué tal el trabajo, Frankie? —pregunto, deseando que todo sea como antes.
—Un agobio, como de costumbre —contesta, y percibo culpabilidad, quizás incluso vergüenza.
Envidio su normalidad, es posible que incluso su aburrimiento. Envidio que su día de hoy haya sido idéntico al de ayer.
—¿Sigues comprando barato y vendiendo caro? —suelta Kate.
Frankie pone los ojos en blanco.
—Doce años, Kate.
—Ya lo sé, ya lo sé. —Kate se muerde el labio y procura no reír.
—Doce años hace que tengo este empleo, y llevas doce años diciendo lo mismo. Ya no tiene ninguna gracia. En realidad no recuerdo que alguna vez la tuviera, pero tú erre que erre.
Kate se ríe.
—Es que aún no tengo ni idea de lo que haces en esa oficina. Tiene que ver con la Bolsa, ¿no?
—Gerente subdirectora de bonos del Tesoro y soluciones para inversores —le dice Frankie.
Kate la mira con cara de no entender nada y suspira.
—Demasiadas palabras para decir que trabajas en una oficina.
—Vaya, lo siento, ¿y tú qué haces todo el día? ¿Limpiar culos sucios y preparar bocadillos de plátano orgánico?
—Lo de ser madre tiene otras facetas, Frankie —responde Kate con un bufido—. Tengo la responsabilidad de preparar a tres seres humanos para que, Dios no lo quiera, si me pasa algo, o cuando sean adultos, sean capaces de vivir y desenvolverse y triunfar de manera responsable en el mundo por sí mismos.
—Y tienes que hacer puré de plátano orgánico —apostilla Frankie—. No, no, un momento, ¿eso viene antes o después de lo de preparar a tres seres humanos? Antes. —Asiente para sí misma—. Sí, el orden es primero hacer puré de plátano y luego preparar seres humanos. Ya me acuerdo.
—Lo único que estoy diciendo es que usas, ¿cuántas?, ¿siete palabras para describir un empleo administrativo? —le recalca Kate.
—Me parece que son ocho.
—Yo uso una. ¡Una!
—Vaya, no lo sé. ¿«Acompañadora de niños» cuenta como una palabra o como dos? ¿Qué opinas, Joyce?
Me mantengo al margen.
—Lo que intento dejar claro es que la palabra «mamá» —prosigue Kate irritada—, esa palabrita minúscula que define a todas las mujeres con hijos, dista mucho de describir la plétora de obligaciones que conlleva. Si hiciera lo que hago a diario en tu empresa, no tardaría mucho en ser la directora general.
Frankie se encoge de hombros con aire despreocupado.
—Lo siento, pero me trae sin cuidado —dice—. No puedo hablar en nombre de mis colegas, pero personalmente prefiero preparar mis propios bocadillos de plátano y limpiar mi propio trasero.
—¿En serio? —Kate enarca una ceja—. Me sorprende que aún no hayas pescado a un pobre hombre que lo haga por ti.
—Pues ya ves, sigo esperando a mi media naranja —responde Frankie sonriendo con dulzura.
Siempre hacen lo mismo: la una le habla a la otra, pero en realidad no conversan, con arreglo a un extraño ritual que parece unirlas más cuando tendría el efecto contrario si se tratara de otras personas. En el silencio que sigue, ambas tienen tiempo de recapacitar sobre lo que estaban hablando en mi presencia. Diez segundos después, Kate le da un golpe con el pie a Frankie. Ay, sí, la alusión a los hijos.
Cuando ha sucedido algo trágico, te encuentras con que eres tú, la víctima de la tragedia, quien tiene que ponerles las cosas fáciles a los demás.
—¿Cómo está
Crapper
? —Rompo el violento silencio preguntándole a Frankie por su perro.
—Muy bien; las patas se le están curando. Aunque todavía aúlla cuando ve tu foto. Lo siento, pero he tenido que quitarla de la repisa de la chimenea.
—No importa. En realidad iba a pedirte que lo hicieras. Kate, tú también puedes deshacerte de la foto de mi boda.
Toca hablar de divorcio. Finalmente.
—No, Joyce. —Niega con la cabeza y me mira apenada—. Es la mejor foto que tengo de mí. Iba muy guapa en tu boda. ¿No basta con que corte el trozo donde sale Conor?
—Puedes pintarle un bigotito —agrega Frankie—. O mejor aún, dale una personalidad. ¿De qué color debería ser?
Me muerdo el labio con culpabilidad para disimular una sonrisa que amenaza con reptar desde la comisura de los labios. No estoy acostumbrada a hablar así de mi ex, es poco respetuoso y no acabo de estar cómoda haciéndolo. Aunque es divertido. Lo resuelvo apartando la mirada hacia los niños que juegan en el suelo.
—Atención, niños. —El monitor de gimnasia da palmas para reclamar atención y los brincos y chirridos de los pequeños saltamontes decaen un momento—. Tumbaos en la colchoneta. Vamos a hacer volteretas hacia atrás. Poned las manos planas en el suelo con los dedos apuntando hacia los hombros y daos impulso para poneros en pie. Así.
—Vaya, mira qué mono nuestro amiguito flexible —comenta Frankie.
Uno tras otro los niños dan una voltereta hacia atrás y se ponen de pie. Hasta que llega el turno de Jayda, que rueda sobre un costado doblando la cabeza con suma torpeza, da una patada a otro niño en la espinilla y termina de rodillas antes de ponerse en pie. Adopta una pose de Spice Girl en toda su resplandeciente gloria rosa, haciendo el símbolo de la paz con los dedos y todo, pensando que nadie se ha fijado en su error. El monitor mira hacia otro lado.
—Preparar a un ser humano para enfrentarse al mundo —repite Frankie con agudeza—. Sí. Desde luego, no cabe duda de que serías directora general enseguida. —Frankie se vuelve hacia mí y baja la voz—. Dime, Joyce, ¿cómo lo llevas?
He intentado decidir si debo contárselo a ellas, si debo contárselo a alguien. Aparte de mandarme al manicomio, no sé cómo reaccionará la gente si le digo lo que me ha estado ocurriendo, o incluso si reaccionaría. Pero después de la experiencia de hoy, tomo partido por la parte de mi cerebro que se muere de ganas de contarlo.
—Lo que voy a decir os parecerá de lo más extraño, así que os ruego que seáis comprensivas —les advierto.
—No te preocupes. —Kate me coge la mano—. Puedes decir lo que quieras. Suéltate.
Frankie pone los ojos en blanco.
—Gracias. —Retiro despacio mi mano de entre las suyas—. He vuelto a ver a ese tipo.
Kate intenta asimilar este dato. Veo que intenta vincularlo con la pérdida de mi bebé o con mi inminente divorcio, pero no lo consigue.
—Creo que lo conozco, pero al mismo tiempo me consta que no —continúo—. Ya lo he visto tres veces, la última esta misma mañana, cuando se ha puesto a perseguir mi autobús vikingo. Y me parece que me ha llamado por mi nombre. Aunque es posible que me lo haya imaginado, porque ¿cómo diablos va a saber mi nombre? A no ser que me conozca, pero eso me devuelve a que estoy segura de que no es así. ¿Qué opináis?
—Un momento, me he quedado en la parte del autobús vikingo —interrumpe Frankie para que no me embale—. Dices que tienes un autobús vikingo.
—No tengo ningún autobús —le digo—. Iba en él. Con mi padre. Se mete en el agua, también. Te pones un casco con cuernos y vas soltando berridos a diestro y siniestro.
Me acerco a sus rostros rugiendo y agitando los puños.
Me miran pasmadas.
Suspirando, vuelvo a arrellanarme en el asiento de la grada.
—El caso es que no paro de verle —concluyo.
—Vale —dice Kate despacio, mirando a Frankie.
Reina un silencio incómodo mientras se preocupan por mi cordura, y me uno a ellas en esta preocupación. Frankie carraspea antes de hablar:
—Y ese hombre, Joyce, ¿es joven, viejo, o es realmente un vikingo que viaja en tu autobús mágico surcando los mares?
—Treinta y bastantes, cuarenta y pocos. Es americano. Nos cortamos el pelo a la vez. Esa fue la primera vez que le vi.
—Y te ha quedado precioso, por cierto. —Kate me acaricia unos mechones de la frente.
—Mi padre piensa que parezco Peter Pan. —Sonrío.
—Pues a lo mejor te recuerda de la peluquería —razona Frankie.
—Ya fue muy extraño lo que ocurrió en la peluquería. Fue como… un reconocimiento, o algo así.
Frankie sonríe.
—Bienvenida al mundo de la soltería. —Se vuelve hacia Kate, que arruga la cara mostrando desacuerdo—. ¿Cuándo fue la última vez que Joyce se permitió flirtear un poco con alguien? Ha estado casada mucho tiempo.
—Por favor —le contesta Kate con condescendencia—. Si piensas que eso es lo que pasa cuando una está casada, estás muy equivocada. No me extraña que te dé miedo casarte.
—No me da miedo, sólo que no estoy de acuerdo con el matrimonio. ¿Sabes qué? Hoy estaba viendo un programa sobre maquillaje…
—Vaya, ya estamos.
—Calla y escucha. El experto en maquillaje decía que, como la piel del contorno del ojo es tan sensible, hay que aplicar la crema con el dedo anular porque es el dedo que tiene menos fuerza.
—Caray —dice Kate secamente—. Seguro que has descubierto lo estúpidas que somos las mujeres casadas.
Me froto los ojos cansinamente y las interrumpo:
—Me consta que parezco loca, estoy cansada y seguramente imagino cosas. El hombre que se supone que debería ocupar mis pensamientos es Conor, pero no es así. No lo es ni por asomo. No sé si se trata de una reacción retardada y el mes que viene me vendré abajo, comenzaré a beber y vestiré de luto…
—Como Frankie —dice Kate con sorna.
—Pero ahora mismo sólo siento un gran alivio —prosigo—. ¿No es espantoso?
—¿Está bien que yo también me sienta aliviada? —pregunta Kate.
—¿Le odiabas? —pregunto apenada.
—No. Estaba bien. Era agradable. Sólo que odiaba no verte feliz.
—Yo sí le odiaba —suelta Frankie.
—Ayer hablamos un rato. Fue extraño. Quería saber si podía quedarse la máquina de café expreso.