Tendida en el interior del contenedor, sin aliento, el corazón me late a la velocidad del aleteo de un colibrí. Soy como un niño jugando al escondite, presa de una gran excitación nerviosa que me encoje la barriga; como un perro panza arriba tratando de librarse de las pulgas. «Por favor, no me encuentres, Justin, no me encuentres así, escondida en el fondo del contenedor de tu jardín, cubierta de yeso y polvo.» Oigo sus pasos alejarse, que vuelven a subir la escalera del sótano y la puerta cerrarse.
¿En qué demonios me he convertido? En una cobarde. Me he acobardado y he llamado al timbre para impedir que Justin contara la historia de su padre a Al, y entonces, temerosa de estar jugando a ser Dios con dos desconocidos, he echado a correr, he saltado y he aterrizado en el fondo de un contendor. Qué metafórico. No sé si alguna vez seré capaz de hablarle. No sé si seré capaz de hallar palabras para explicarle cómo me siento. El mundo no es un lugar paciente: las historias como ésta suelen terminar publicadas en
Enquirer
o a doble página en ciertas revistas femeninas. Junto a mi historia habrá una foto mía en la cocina de papá, mirando con tristeza a la cámara. Sin maquillaje. No, Justin nunca me creería si se lo contara; pero los hechos dicen más que las palabras.
Tendida boca arriba, contemplo el cielo. Tumbadas boca abajo, las nubes me devuelven la mirada. Pasan por encima de la mujer del contenedor con curiosidad, llamando a sus colegas rezagadas para que se acerquen a mirar. Se juntan más nubes, ansiosas por ver lo que las demás andan comentando. Luego éstas también pasan de largo, dejándome mirando el cielo azul y alguna que otra voluta blanca. Casi oigo a mi madre riendo a carcajadas, la imagino animando a sus amigas a que miren a su hija. La imagino espiando desde una nube, asomándose demasiado como hizo papá en la galería de la Royal Opera House. Y sonrío, disfrutando el momento.
Mientras me sacudo el polvo, la pintura y el serrín de la ropa y trepo para salir del contenedor, intento recordar qué otras cosas dijo Bea que a su padre le gustaría que le hiciera la persona a quien salvó.
—Justin, cálmate, por favor. Me estás poniendo nerviosa.
Doris está sentada en una escalera plegable y observa a Justin, que no para de dar vueltas por la sala.
—No puedo calmarme. ¿No entiendes lo que significa esto? —Le alcanza las dos tarjetas y Doris abre mucho los ojos al mirarlas.
—¿Le salvaste la vida a alguien?
—Sí. —Se encoge de hombros y deja de caminar—. No es para tanto. A veces simplemente haces lo que tienes que hacer.
—Donó sangre —puntualiza Al, interrumpiendo el intento de su hermano por mostrarse modesto.
—¿Tú donaste sangre? —pregunta Doris.
—Así es como conoció a Vampira, ¿recuerdas? —Al refresca la memoria de su esposa—. En Irlanda, cuando dicen: «¿Te apetece una jarra?», más vale que vayas con cuidado.
—Se llama Sarah, no Vampira.
—Así que donaste sangre para conseguir una cita. —Doris cruza los brazos—. ¿Alguna vez haces algo por el bien de la humanidad o siempre lo haces todo para ti?
—Oye, que tengo mi corazoncito.
—Aunque medio litro más ligero que antes —apostilla Al.
—He dedicado un montón de mi tiempo a ayudar a organizaciones como institutos, universidades y galerías que necesitaban de mis servicios. Es algo que no tengo que hacer pero que hago gustoso.
—Ya, y apuesto a que les cobras a tanto la palabra. Por eso dice «maldita sea mi suerte» en vez de «mierda» cuando se da un golpe en el dedo del pie.
Al y Doris se mondan de risa, dándose palmadas y golpes mientras les dura el ataque.
Justin suspira profundamente.
—Volvamos al asunto que nos ocupa —dice—. ¿Quién me envía estas notas y hace estos recados?
Se pone a caminar de aquí para allá otra vez, mordiéndose las uñas.
—A lo mejor es una broma que me está gastando Bea —prosigue—. Es la única persona con quien he hablado de que uno merecería que le dieran las gracias cuando salva una vida.
«Por favor, que no sea Bea.»
—Tío, mira que eres egoísta —dice Al, riendo.
—No. —Doris niega con la cabeza, los largos pendientes le golpean las mejillas a cada movimiento, el pelo cepillado con laca tan firme como un casco—. Bea no quiere saber nada de ti hasta que te disculpes. No hay palabras para describir cuánto te odia ahora mismo.
—Vaya, muchas gracias. —Justin sigue dando vueltas—. Pero se lo habrá contado a alguien porque, si no, esto no estaría sucediendo. Doris, habla con Bea y averigua a quién ha podido comentárselo.
—Ja. —Doris levanta la barbilla y mira hacia otra parte—. Hace un rato me has dicho cosas muy feas. No sé si me apetece ayudarte.
Justin se arrodilla y se arrastra hasta sus pies.
—Por favor, Doris, te lo suplico. Lamento muchísimo lo que he dicho. No tenía ni idea de cuánto tiempo y esfuerzo estabas poniendo en arreglar este piso. Te he infravalorado. Sin ti, aún estaría bebiendo con el vaso del cepillo de dientes y comiendo en un plato de comida para gatos.
—Por cierto, quería preguntarte sobre eso. —Al interrumpe su petición de clemencia—. Ni siquiera tienes gato.
—Entonces, ¿soy una buena interiorista? —pregunta Doris levantando la barbilla.
—Eres una gran interiorista.
—¿Cómo de grande?
—Más grande que… Andrea Palladio.
Los ojos de Doris miran a izquierda y derecha.
—¿Es mejor que Ty Pennington?
—Fue un arquitecto italiano del siglo
XVI
, y se le considera el más influyente en la historia de la arquitectura occidental.
—Oh. De acuerdo. Estás perdonado. —Abre la mano—. Dame tu teléfono y llamaré a Bea.
Momentos después están los tres sentados a la mesa nueva de la cocina escuchando a Doris hablar por teléfono.
—Vale —dice ésta después de colgar—, Bea se lo contó a Petey y a la supervisora de vestuario de
El lago de los cisnes
. Y a su padre.
—¿A la supervisora de vestuario? ¿Todavía conserváis el programa, por casualidad?
Doris va a su dormitorio y regresa con el programa del ballet. Justin lo coge y pasa las páginas.
—No —dice meneando la cabeza tras leer su biografía—. La otra noche conocí a esta mujer y no es ella. ¿Dices que su padre estaba allí? Yo no vi a su padre.
Al se encoge de hombros.
—Bueno, esa gente no está implicada en esto —continúa Justin—, está claro que yo no le salvé la vida a ella ni a su padre. La persona en cuestión tiene que ser irlandesa o haber recibido atención médica en un hospital irlandés.
—A lo mejor su padre es irlandés o estuvo en Irlanda —especula Doris.
—Dame el programa, voy a llamar al teatro.
—Justin, no puedes llamarla así, sin más. —Doris se abalanza sobre el programa para arrebatárselo, pero Justin la esquiva a tiempo—. ¿Qué vas a decirle?
—Lo único que necesito saber es si su padre es irlandés o estuvo en Irlanda el mes pasado. El resto lo improvisaré sobre la marcha.
Doris y Al cruzan una mirada de preocupación mientras sale de la cocina para hacer la llamada.
—¿Has sido tú? —le pregunta Doris a su marido en voz baja.
—Qué va. —Al menea la cabeza y le tiemblan las mejillas.
Cinco minutos después regresa Justin.
—Se acordaba de mí de la otra noche y no, no son ella ni su padre. O sea que, o Bea se lo ha contado a alguien más, o… Tiene que ser cosa de Peter. Cuando coja a ese crío por banda…
—No seas infantil, Justin. No es él —dice Doris severamente—. Busca otras alternativas. Llama al tinte, llama al tipo que entregó los muffins.
—Ya lo he hecho. Los cargaron a una tarjeta de crédito y no pueden darme el nombre del titular.
—Tu vida es un gran enigma. Entre esa Joyce y estas entregas misteriosas, tendrías que contratar a un detective privado —responde Doris—. ¡Ay! Acabo de acordarme. —Busca en el bolsillo y saca un trozo de papel—. Hablando de detectives privados, esto es para ti. Hace unos días que lo tengo, pero no te he dicho nada porque no quería que perdieras el tiempo o hicieras alguna tontería. Pero visto que estás dispuesto a hacerla de todos modos, aquí tienes.
Le da el trozo de papel con las señas de Joyce.
—Llamé al número de información internacional y les di el número de esa Joyce que llamó al teléfono de Bea la semana pasada —explica—. Me dieron la dirección correspondiente. En mi opinión sería mejor encontrar a esa mujer, Justin. Olvídate de esta otra persona. Su comportamiento me parece muy extraño. ¿Quién sabe quién te está mandando estas notas? Concéntrate en la mujer; lo que necesitas es una relación saludable.
Apenas echa un vistazo al papel antes de meterlo en el bolsillo de la chaqueta, sin mostrar el menor signo de interés, como si tuviera la cabeza en otra parte.
—Saltas de una mujer a otra, ¿verdad? —Doris le estudia el semblante.
—Oye, podría ser esa Joyce quien envía los mensajes —suelta Al.
Doris y Justin le miran y ponen los ojos en blanco.
—No seas ridículo, Al. —Justin descarta la posibilidad—. La conocí en una peluquería. Además, ¿quién dice que es una mujer quien está haciendo esto?
—Bueno, es evidente —contesta su hermano—. Porque te han regalado una cesta de muffins. —Arruga la nariz—. Sólo a una mujer se le ocurriría enviar una cesta de muffins. O a un gay. Y sea quien sea, él o ella, o quizás un él-ella, tiene buena letra, lo cual refuerza aún más mi teoría. Mujer, gay o travestí —resume.
—¡Fue a mí a quien se le ocurrió lo de la cesta de muffins! —Justin resopla—. Y también tengo buena letra.
—Claro, si es lo que digo. Mujer, gay o travestí —sonríe con malicia.
Justin levanta la mano con exasperación y se apoya en el respaldo.
—No me estáis ayudando.
—Oye, yo sé quién podría ayudarte —dice Al incorporándose.
—¿Quién? —Justin apoya el mentón en un puño, aburrido.
—Vampira —dice Al, fingiendo un repeluzno.
—Ya le he pedido ayuda. Lo único que pude ver fue mi ficha en su base de datos. Nada sobre quién recibió la donación. No me dirá dónde fue a parar mi sangre y no quiere volver a verme nunca más.
—¿Por haberle dado plantón echando a correr detrás de un autobús vikingo?
—Eso tuvo algo que ver.
—No me digas. Caray, Justin, tienes una forma increíble de tratar a las mujeres.
—Bueno, al menos hay alguien que piensa que hago algo bien.
Mira fijamente las dos tarjetas que están encima de la mesa.
«¿Quién eres?»
—No tienes por qué preguntarle a Sarah directamente. Igual podrías husmear un poco por su oficina —propone Al, entusiasmándose.
—No, eso estaría mal —responde Justin de manera poco convincente—. Podría meterme en problemas. Podría meterla a ella en problemas y, además, la he tratado fatal.
—Pues algo que estaría muy bien —tercia Doris con picardía—, sería dejarte caer por su oficina y decirle que lo lamentas. Como un amigo.
Ambos esbozan lentamente una sonrisa.
—Pero ¿podrás tomarte un día libre la semana que viene para ir a Dublín? —prosigue Doris, rompiendo el momento de maliciosa complicidad.
—De hecho, ya he aceptado una invitación de la National Gallery de Dublín para dar una charla sobre la
Mujer escribiendo una carta
de Terborch —dice Justin más animado.
—¿Qué representa el cuadro? —pregunta Al.
—A una mujer escribiendo una carta, Sherlock —replica Doris.
—Qué aburrimiento.
Al arruga la nariz. Luego él y Doris se serenan mientras Justin lee y relee las notas con la esperanza de descifrar un código secreto.
—Hombre leyendo una nota —dice Al con voz impostada—. Comentarios.
Él y Doris vuelven a echarse a reír y Justin sale de la cocina.
—Oye, ¿adónde vas?
—Hombre comprando un billete de avión —responde Justin guiñándole un ojo.
A las siete y cuarto de la mañana, justo antes de que Justin salga del piso para ir a trabajar, se queda inmóvil ante la puerta con la mano en el picaporte.
—Justin, ¿dónde está Al? No estaba en la cama cuando me he despertado. —Doris sale del dormitorio arrastrando los pies, en zapatillas y bata—. ¿Qué demonios estás haciendo, chalado?
Justin se lleva un dedo a los labios para hacerla callar y señala la puerta con un gesto brusco de la cabeza.
—¿Está aquí fuera quien recibió tu sangre? —susurra Doris excitada, quitándose las zapatillas y avanzando de puntillas como un personaje de dibujos animados para reunirse con él junto a la puerta.
Justin asiente con vehemencia.
Apoyan las orejas contra la puerta y Doris abre mucho los ojos.
«¡Le oigo!», dice moviendo los labios.
—Vale, a la de tres —susurra Justin, y cuentan juntos en silencio.
«Uno, dos…»
Justin abre la puerta de golpe.
—¡Ajá! ¡Te pillé! —grita, adoptando una postura de luchador y señalando con el dedo con más agresividad de lo que se había propuesto.
—¡Aaaaaah! —chilla el cartero asustado, dejando caer un montón de sobres al suelo. Lanza un paquete contra Justin y levanta otro para protegerse la cabeza.
—¡Aaaaaah! —grita Doris.
Justin se dobla en dos porque el paquete le da en la entrepierna. Cae de rodillas y se pone colorado mientras trata de recobrar el aliento.
Los tres se sujetan el pecho, jadeantes, mientras el cartero sigue a la defensiva con las rodillas dobladas, protegiéndose la cabeza con un paquete.
—Justin —Doris coge un sobre y golpea a su cuñado en el brazo—, ¡idiota! Es el cartero.
—Sí —brama él con voz ronca—, ya lo veo. —Tarda un momento en recobrar la compostura—. No pasa nada, señor, ya puede bajar ese paquete. Siento haberle asustado.
El cartero baja el paquete despacio, todavía temeroso y confundido.
—¿A qué ha venido esto?
—Pensaba que era otra persona. Perdone, esperaba… a otra persona. —Mira los sobres del suelo—. ¿Trae algo más para mí?
El brazo izquierdo empieza a fastidiarle otra vez, con un hormigueo como si le hubiese picado un mosquito. Al principio se rasca ligeramente, luego se da palmadas en la sangría para que se le pase el picor. Pero el hormigueo se hace más intenso y se clava las uñas en la piel, rascándose con ahínco. Gotas de sudor le perlan la frente.
El cartero menea la cabeza y comienza a retroceder.