—¿Nadie le ha dado nada para que me lo entregue? —repite Justin, tras ponerse en pie y aproximarse al cartero, adoptando sin querer un aire amenazador.
—No, ya le he dicho que no.
El cartero baja aprisa la escalera y Justin le mira marcharse, confundido.
—Deja en paz a ese pobre hombre. Por poco le provocas un infarto. —Doris sigue recogiendo los sobres—. Si reaccionas así cuando encuentres a la persona en cuestión, también le darás un susto de muerte. Si alguna vez llegas a encontrarla, te aconsejo que cambies la táctica del «¡Ajá! ¡Te he pillado!».
Justin se arremanga la camisa y se examina el brazo, esperando encontrar bultos rojos o un sarpullido, pero las únicas marcas que tiene en la piel son las que se ha hecho él mismo al rascarse.
—¿Estás enganchado a algo? —pregunta Doris, entornando los ojos.
—¡No!
Vuelven al interior de la casa y Doris enfila hacia la cocina, arrastrando los pies y mascullando algo para sus adentros.
—¿Al? —llama a su marido—. ¿Dónde estás?
—¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude!
La voz de Al se oye a lo lejos, amortiguada como si le hubiesen metido un calcetín en la boca.
Doris suelta un grito ahogado.
—¿Cariño? ¿Al?
Justin oye cómo abre la puerta del frigorífico. Luego vuelve a la sala de estar meneando la cabeza, indicando que su marido no está en el frigorífico.
Justin pone los ojos en blanco.
—Está fuera, Doris.
—¡Pues entonces no te quedes ahí plantado mirándome y ve a ayudarle!
Justin abre la puerta y encuentra a su hermano desplomado bocarriba en el suelo, a los pies de la escalera. En torno a la cabeza sudorosa, al más puro estilo Rambo, lleva una de las cintas para el pelo de Doris color mandarina; tiene la camiseta y el rostro empapados en sudor, las piernas enfundadas en pantalones ceñidos de spandex, en la misma postura en que ha caído.
Doris empuja bruscamente a Justin y corre al encuentro de su marido.
—¿Cariño? —dice arrodillándose junto a él—. ¿Estás bien? ¿Te has caído por la escalera?
—No —contesta Al con un hilo de voz, apoyando la barbilla en el pecho.
—¿No estás bien o no te has caído por la escalera? —pregunta Doris.
—Lo primero —dice Al agotado—. No, lo segundo. Un momento, ¿qué era lo primero?
Ahora Doris le grita como si estuviera sordo:
—¡Lo primero que he dicho es que si estás bien y lo segundo que si te has caído por la escalera!
—No —contesta Al, incorporándose y apoyando la cabeza contra la pared.
—¿No qué? ¿Pido una ambulancia? ¿Necesitas un médico?
—No.
—¿No qué, cariño? Vamos, vamos, no te duermas, no te atrevas a desvanecerte. —Le arrea un bofetón—. Tienes que permanecer consciente.
Justin se apoya contra el marco de la puerta y cruza los brazos, observando a la pareja. Sabe que su hermano está bien, su único problema es que no está en forma. Va a la cocina a por un vaso de agua para Al.
—Mi corazón… —A Al le entra el pánico cuando Justin regresa. Se araña el pecho y respira con dificultad, estirando la cabeza hacia arriba e inhalando grandes bocanadas de aire, como un pez de colores asomándose a la superficie de la pecera en busca de comida.
—¿Está teniendo un infarto? —chilla Doris.
Justin suspira.
—No está teniendo ningún…
—¡Basta, Al! —interrumpe Doris a voz en cuello—. No te atrevas a tener un infarto, ¿me oyes? —Agarra el periódico del suelo y se pone a pegar a Al puntuando cada una de sus palabras—. Ni se te ocurra pensar en morir delante de mí, Al Hitchcock.
—¡Au! —Al se frota el brazo—. Me haces daño.
—¡Eh, eh, eh! —interviene Justin—. Dame ese periódico, Doris.
—¡No!
—¿De dónde lo has sacado? —Intenta cogérselo de las manos, pero ella lo esquiva cada vez.
—Estaba aquí, al lado de Al —contesta Doris, encogiendo los hombros—. Lo ha dejado el repartidor.
—Aquí no hay repartidores —explica Justin.
—Pues entonces será de Al.
También hay un café para llevar —consigue decir Al finalmente, al recobrar el aliento.
—¿Un café para qué? —chilla Doris tan alto que una ventana del piso del vecino se cierra de golpe—. ¿Has comprado un café? —Comienza a arrearle de nuevo con el periódico—. ¡No me extraña que te estés muriendo!
—¡Eh! —Al cruza los brazos para defenderse de los golpes—. No es mío. Estaba al lado de la puerta con el periódico cuando he llegado.
—Es para mí —dice Justin. Arranca el periódico de las manos de Doris y coge el café para llevar que está en el suelo al lado de Al.
—No lleva ninguna nota —observa Doris entornando los ojos con recelo, y mira alternativamente a ambos hermanos—. Intentar defender a tu hermano a la larga sólo servirá para matarlo, ¿sabes?
—Pues tal vez lo haga más a menudo —rezonga Justin, agitando el periódico para ver si cae una nota. Luego comprueba que no haya un mensaje en el vaso de café. Nada. Sin embargo está seguro de que es para él y quienquiera que lo haya dejado allí no puede andar muy lejos. Se fija en la primera plana. Encima de la cabecera, en una esquina de la página, repara en la indicación: «p. 42».
Le falta tiempo para abrirlo y forcejea con las grandes páginas para llegar al punto indicado. Finalmente lo abre por los anuncios clasificados. Recorre con la vista los anuncios y felicitaciones, y ya se dispone a cerrar el periódico para sumarse a la acusación de Doris cuando lo localiza:
Receptor eternamente agradecido desea agradecer a Justin Hitchcock, donante y héroe, que le salvara la vida. Gracias.
Echa la cabeza hacia atrás y ríe a carcajadas, mientras Doris y su hermano le miran asombrados.
—Al —Justin se arrodilla frenta a su hermano—, tienes que ayudarme. —Su voz es apremiante, el tono le sube y baja debido a la excitación—. ¿Has visto a alguien cuando corrías de regreso a casa?
—No. —Los ojos de Al giran cansados hacia un lado y otro—. No puedo pensar.
—Piensa. —Doris le da una bofetada.
—Eso no es del todo necesario, Doris —comenta Justin.
—En las pelis lo hacen cuando buscan información. Vamos, díselo, cariño —insiste con un poco más de amabilidad.
—No lo sé —gime Al.
—¡Me das asco! —le berrea en la oreja.
—Francamente, Doris, eso no nos ayuda.
—Lo que tú digas. —Cruza los brazos—. Pero a Horatio le da resultado.
—Cuando he llegado a la casa no podía respirar, y mucho menos ver. No recuerdo a nadie. Lo siento, tronco. Tío, qué miedo he pasado. Con todos esos puntitos negros delante de los ojos ya casi no veía nada, me estaba mareando y…
—De acuerdo.
Justin se pone en pie de un salto y corre escaleras abajo hasta el patio delantero. Va hasta la verja y mira hacia ambos lados de la calle. A las siete y media hay más movimiento, dado que la gente sale de sus casas para ir a trabajar y el ruido del tráfico empieza a hacerse notar.
—¡Gracias! —grita Justin a pleno pulmón, rompiendo con su voz la quietud reinante.
Unas pocas personas se vuelven a mirarlo pero la mayoría mantiene la cabeza gacha, pues ha comenzado a caer llovizna. No es más que otro hombre que pierde la cabeza un lunes por la mañana en un típico día de octubre londinense.
—¡Me muero de ganas de leer esto! —Agita el periódico en alto, gritando calle arriba y abajo para que se le pueda oír desde cualquier ángulo.
«¿Qué le dices a alguien cuya vida has salvado? Di algo profundo. Algo divertido. Algo filosófico.»
—¡Me alegra que vivas! —grita.
—Vaya, gracias —dice una mujer que pasa presurosa junto a él con la cabeza gacha.
—¡Eh, mañana no estaré aquí! —Pausa—. Por si tenías pensado hacer esto otra vez.
Levanta el vaso de café y lo mueve de un lado al otro, salpicando chorritos por el agujero de beber que le queman la mano. Aún está caliente. Quienquiera que fuese, no hace mucho que marchó.
—¡Cojo el primer avión a Dublín mañana por la mañana! ¿Eres de allí? —le grita al viento. La brisa envía más hojas crujientes de otoño que bajan en paracaídas desde sus ramas al suelo, donde siguen corriendo, como si chapotearan, para acabar deteniéndose suavemente—. ¡En fin, gracias otra vez!
Agita el periódico una última vez y se vuelve hacia la casa.
Doris y Al están en lo alto de la escalera con los brazos cruzados y cara de preocupación. Al ha recobrado el aliento y parece recompuesto, pero se apoya contra la barandilla para mayor seguridad.
Justin se mete el periódico debajo del brazo, se endereza y procura adoptar un aire lo más respetable posible. Se mete la mano en el bolsillo y camina despreocupadamente hacia la casa. Al notar que tiene un trozo de papel en el bolsillo, lo saca y le echa un vistazo antes de arrugarlo y arrojarlo al contenedor. Ha salvado la vida de una persona, tal como pensaba; debe concentrarse en el asunto más importante que tiene entre manos.
Se dirige al interior mostrando toda la dignidad que puede.
En el fondo del contenedor, entre malolientes rollos de moqueta vieja, baldosas rosas, botes de pintura y sacos de yeso, estoy tendida en una bañera desechada y escucho las voces alejarse hasta que por fin la puerta del piso se cierra.
Una bola de papel arrugado ha caído muy cerca de mí. Apartándome de encima un taburete con dos patas que me cayó encima cuando salté a toda prisa al interior del contenedor, estiro el brazo para coger el papel y lo abro alisando los bordes. El corazón se me pone a latir a ritmo de rumba cuando veo mi nombre de pila, la dirección de papá y su número de teléfono garabateados en él.
—¿Dónde demonios te habías metido? ¿Qué te ha pasado, Gracie?
—Joyce —digo, entrando en la habitación del hotel, jadeante y cubierta de polvo y pintura—. No tengo tiempo para explicarlo.
Hago la maleta a toda prisa, cojo ropa para cambiarme y paso corriendo junto a papá, que está sentado en la cama, para ir al cuarto de baño.
—He intentado llamarte al teléfono de mano —dice papá levantando la voz.
—¿Ah, sí? No lo he oído sonar.
Me pongo los vaqueros, saltando sobre un pie mientras tiro de ellos hacia arriba y me lavo los dientes a la vez. Oigo su voz diciéndome algo que no llego a discernir.
—¡No te oigo, me estoy lavando los dientes! —exclamo.
Silencio mientras termino. En cuanto salgo de nuevo a la habitación, papá prosigue como si no hubiésemos estado cinco minutos en silencio:
—Claro, eso es porque, cuando he llamado, lo he oído sonar aquí, en la habitación. Estaba encima de tu almohada. Como uno de esos bombones que esas señoras tan amables dejan cuando hacen la cama.
—Oh. Vale.
Salto por encima de sus piernas para sentarme en el tocador y volver a maquillarme.
—Estaba preocupado por ti —dice en voz baja.
—No tenías por qué.
Voy a la pata coja con un solo zapato mientras busco el otro por todas partes.
—Así que he llamado a recepción para ver si sabían dónde estabas —añade.
—¿En serio?
Renuncio a encontrar el zapato y me concentro en ponerme los pendientes. Los dedos todavía me tiemblan por la adrenalina y no consigo que me respondan con normalidad, el cierre de un pendiente se me cae al suelo y me pongo a buscarlo a gatas.
—Luego he dado una vuelta por la calle y he entrado en todas las tiendas que sé que te gustan a preguntar si te habían visto —prosigue papá.
—No me digas —digo distraída, arrastrando las rodillas por el suelo.
—Pues sí.
—¡Ajá! ¡Ya lo tengo! —Lo encuentro junto a la papelera que hay debajo del tocador—. ¿Dónde demonios está mi zapato?
—Mientras volvía —continúa papá sin escucharme, y contengo mi enojo—, he encontrado a un policía y le he dicho que estaba muy preocupado, me ha acompañado de regreso al hotel y me ha dicho que te esperara aquí pero que llamara a este número si no volvías al cabo de veinticuatro horas.
—Vaya, qué amable de su parte. —Abro el armario, todavía buscando mi zapato, y veo que aún está lleno de ropa de papá—. ¡Papá! —exclamo—. Te has olvidado el otro traje. ¡Y el jersey bueno!
Le miro y me doy cuenta de que es la primera vez que lo hago desde que he entrado en la habitación; de pronto me fijo en lo pálido que está, en lo viejo que parece en esta fría e impersonal habitación de hotel. Sentado en el borde de la cama, vestido con su terno, la gorra a su lado encima de la colcha y la maleta hecha o medio hecha. En una mano lleva el retrato de mamá, en la otra la tarjeta que le ha dado el policía. Los dedos le tiemblan, tiene los ojos enrojecidos y la mirada asustada.
—Papá —digo mientras me va entrando el pánico—, ¿estás bien?
—Estaba preocupado —repite con la misma vocecilla dolida que he estado ignorando desde que entré en la habitación. Traga saliva—. No sabía dónde estabas.
—He ido a ver a un amigo —explico en voz baja, sentándome con él en la cama.
—Ya. Bueno, pues este amigo de aquí estaba preocupado.
Esboza una sonrisa. Una sonrisa débil, y me sobresalta verlo tan frágil. Parece un anciano. Ni rastro de su actitud habitual, de su carácter jovial. La sonrisa se esfuma y las manos temblorosas, normalmente firmes como una piedra, meten el retrato enmarcado de mamá y la tarjeta del policía en el bolsillo del abrigo.
Miro su maleta.
—¿La has hecho tú solo?
—Lo he intentado. Pensaba que lo llevaba todo. —Aparta la vista del armario, avergonzado.
—Vale, muy bien, echemos un vistazo y veamos qué tenemos.
Oigo mi propia voz y me doy cuenta de que le estoy hablando como si fuese un niño.
—¿No vamos mal de tiempo? —pregunta. Lo dice en voz tan baja que me da la impresión de que debería bajar la mía para no alterarlo más.
—No. —Los ojos se me llenan de lágrimas y hablo con más convicción de la que realmente siento—. Tenemos todo el tiempo del mundo, papá.
Aparto la vista y evito que se me salten las lágrimas mientras pongo su maleta encima de la cama y procuro no perder la compostura. Lo cotidiano, lo ordinario, lo mundano es lo que mantiene el motor en marcha. Qué extraordinario es lo ordinario en realidad, una herramienta que todos usamos para seguir adelante, una pauta para la cordura.
Cuando abro la maleta siento que voy a perder la calma otra vez pero sigo hablando; parezco una madre de serial televisivo de los años sesenta repitiendo el mantra de que todo va a las mil maravillas. Voy soltando «carambas» mientras arreglo la maleta, que está hecha un lío, aunque no debería sorprenderme, ya que papá no ha tenido que hacerse el equipaje en toda su vida. Pienso que lo que me molesta es la posibilidad de que a los setenta y cinco, después de diez años sin su esposa, simplemente no sepa cómo hacerlo, aunque quizás el motivo sean las horas que he estado desaparecida. Me subleva que mi padre, grande como un roble, firme como una roca, sea incapaz de hacer algo tan sencillo como esto. Permanece sentado en el borde de la cama, retorciendo la gorra con sus dedos nudosos, manchados de vejez como la piel de una jirafa, temblando en el aire como si tocara un instrumento de cuerda y controlara el vibrato que resuena en mi cabeza.