Ha intentado sin éxito doblar la ropa, que está apelotonada sin ningún orden como si la maleta la hubiese hecho un niño. Encuentro mi zapato envuelto en una toalla de baño; lo saco y me lo pongo sin decir nada, como si fuese lo más normal del mundo. Las toallas vuelven a donde les corresponde. Empiezo a doblarlo y guardarlo todo otra vez. La ropa interior sucia, los calcetines, los pijamas, los chalecos, el neceser. Me vuelvo para sacar la ropa del armario y respiro hondo.
—Tenemos todo el tiempo del mundo, papá —repito. Aunque esta vez lo digo por mi bien.
En el metro, camino del aeropuerto, papá no para de comprobar la hora y de revolverse en el asiento. Cada vez que el metro se detiene en una estación, empuja el asiento de delante con impaciencia como si así pudiera mover el tren.
—¿Te esperan en alguna parte? —le pregunto sonriendo.
—En el Club de los Lunes.
Me mira preocupado. No se lo ha perdido ni una sola semana, ni siquiera mientras estuve en el hospital.
—Pero hoy es lunes —le recuerdo.
—Es que no quisiera perder el vuelo. Quizá nos quedaremos aquí.
—Tranquilo, papá, creo que llegaremos a tiempo. —Hago un esfuerzo por disimular mi sonrisa—. Y hay más de un vuelo al día, ¿sabes?
—Bien. —Parece aliviado e incluso impresionado—. A lo mejor hasta llego a la misa vespertina. Oh, no van a creerse nada de lo que les cuente esta noche —dice entusiasmado—. Donal se quedará muerto cuando todos me escuchen a mí y no a él, para variar. —Se arrellana en el asiento y mira por la ventanilla mientras la negrura del túnel cobra velocidad. Mantiene la vista fija en el negro, sin ver su propio reflejo en el cristal, sino otro lugar y otra persona muy distantes, muy remotos. Mientras está en otro mundo, o en este mismo pero en otra época, saco el móvil y comienzo a planear el siguiente paso.
—Frankie, soy yo —digo al aparato—. Justin Hitchcock coge el primer avión de mañana a Dublín y necesito saber de inmediato qué estará haciendo.
—¿Cómo quieres que lo sepa, doctora Conway?
—Pensaba que tenías recursos.
—Y llevas razón, los tengo. Pero creía que la vidente eras tú.
—Está claro que vidente no soy, y no tengo ni idea de qué puede ir a hacer a Dublín.
—¿Estás perdiendo poderes?
—No tengo poderes.
—Lo que tú digas. Te llamo dentro de una hora.
Dos horas más tarde, justo cuando nos disponemos a embarcar, recibo una llamada de Frankie.
—Estará en la National Gallery mañana a las diez y media —dice—. Da una conferencia sobre un cuadro que se llama
Mujer escribiendo una carta
. Suena fascinante.
—Oh, y lo es, es uno de los mejores de Terborch, en mi opinión.
Silencio.
—Era un sarcasmo, ¿verdad? —caigo en la cuenta—. Vale, muy bien, ¿tu tío Tom sigue siendo el director de aquella empresa? —Sonrío maliciosamente y papá me mira con curiosidad.
—¿Qué estás planeando? —pregunta con recelo en cuanto cuelgo.
—Me estoy divirtiendo un poco.
—¿No tendrías que volver a trabajar? Ya han pasado semanas. Conor ha llamado a tu teléfono de mano mientras estabas fuera esta mañana; se me había olvidado decírtelo. Está en Japón pero se le oía claramente —dice impresionado, no sé si con Conor o con la compañía telefónica—. Quería saber por qué aún no has puesto el cartel de «se vende» en el jardín. Ha dicho que tú ibas a ocuparte de eso.
Parece preocupado, como si yo hubiese quebrantado una regla tan antigua como el mundo y ahora la casa fuera a explotar si no clavo un cartel de «se vende» en la tierra.
—No, no me he olvidado. —Me pone nerviosa la llamada de Conor—. La estoy vendiendo por mi cuenta. Mañana tengo la primera visita.
Me mira dubitativo y no le falta razón, porque estoy mintiendo descaradamente, aunque lo único que tengo que hacer es echar una ojeada a mis directorios y llamar a la lista de clientes que sé que andan buscando una propiedad similar. Se me ocurren un par en el acto.
—¿Tu empresa lo sabe? —pregunta entornando los ojos.
—Sí —sonrío forzadamente—. Pueden sacar las fotos y poner el cartel en cuestión de horas. Conozco a unas cuantas personas en el mundo de las inmobiliarias.
Pone los ojos en blanco y ambos miramos hacia otra parte, enfurruñados.
Mientras avanzamos lentamente por la cola de embarque, envío mensajes de texto a unos cuantos clientes a quienes enseñé propiedades antes de tomarme la baja para ver si están interesados en ver la casa. Luego telefoneo a mi fotógrafo de confianza para pedirle que saque las instantáneas de la casa. Cuando por fin nos sentamos en nuestros asientos del avión, ya he organizado la cuestión de las fotos y el cartel, que estarán listos hoy mismo, y he fijado una cita el día siguiente para enseñar la casa a un matrimonio. Como ambos son maestros del colegio del barrio, irán a verla durante la pausa del almuerzo. Al final de su texto aparece el consabido «Sentimos mucho lo ocurrido. Hemos pensado en ti. Hasta mañana, Linda».
Lo borro de inmediato.
Papá observa cómo muevo el pulgar por las teclas del móvil a toda velocidad.
—¿Escribes un libro?
No le hago caso.
—Cogerás artritis en el pulgar y no es nada divertido, te lo aseguro —agrega.
Pulso la tecla «enviar» y desconecto el teléfono.
—¿De verdad que no estabas mintiendo sobre lo de la casa? —pregunta.
—No —contesto, más confiada.
—Bueno, yo no sabía nada, ¿no? No sabía qué decirle a Conor.
Uno a cero a su favor.
—No pasa nada, papá, no tienes por qué verte envuelto en esto.
—Pero es que lo estoy.
Un tanto a mi favor.
—Bueno, no lo estarías si no hubieses contestado a mi teléfono —le digo.
Dos a uno.
—Llevabas toda la mañana desaparecida. ¿Qué se supone que tenía que hacer, ignorarlo?
Empate a dos.
—Está preocupado por ti, ¿sabes? Piensa que debería verte alguien. Un profesional.
Ventaja.
—Ah, ¿sí?
Cruzo los brazos, me vienen ganas de llamarlo de inmediato y largarle una perorata sobre todas las cosas que odio de él y que siempre me han fastidiado. Que se cortara las uñas de los pies en la cama, que cada mañana se sonara la nariz haciendo que temblara la casa, que fuera incapaz de dejar que la gente terminara las frases, que repitiera su estúpido truco con monedas en todas las fiestas, haciéndome fingir cada vez que lo encontraba la mar de divertido, que fuera incapaz de sentarse y hablar como un adulto sobre nuestros problemas, que siempre me dejara con la palabra en la boca cuando discutíamos… Papá interrumpe mi silenciosa tortura de Conor.
—Me ha dicho que le llamaste en plena noche y le hablaste en latín.
—¿En serio? —Me enciendo de ira—. ¿Y tú qué le has dicho?
Mira por la ventanilla mientras aceleramos por la pista.
—Le dije que hiciste muy bien de vikinga que habla italiano.
Sonríe y echo la cabeza hacia atrás para reír a mi vez.
Empate.
De repente me coge la mano.
—Gracias por todo esto, cielo —dice—. Lo he pasado en grande.
Me aprieta la mano y vuelve a mirar por la ventanilla mientras el verde de los campos que rodean la pista se desliza a toda mecha.
No me suelta la mano, de modo que apoyo la cabeza en su hombro y cierro los ojos.
Justin camina por el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Dublín con el teléfono pegado al oído, escuchando una vez más la respuesta del buzón de voz de Bea. Suspira y pone los ojos en blanco, ya empieza a estar harto de esa conducta tan infantil.
—Hola, cariño, soy yo. Papá. Otra vez. Oye, sé que estás enfadada conmigo, y que a tu edad todo es muy melodramático, pero si escuchas lo que tengo que decirte es probable que estés de acuerdo conmigo y que cuando seas mayor y canosa me lo agradezcas. Sólo quiero lo mejor para ti y no voy a colgar el teléfono hasta que te haya convencido…
Cuelga de inmediato.
Tras la barandilla que despeja la puerta de llegadas hay un hombre de traje oscuro que sostiene un gran letrero blanco con el apellido de Justin escrito en letras mayúsculas. Debajo está la palabra mágica: «
GRACIAS
.»
Esa palabra ha captado su atención en vallas publicitarias, periódicos, anuncios de radio y televisión todo el día y cada día desde que recibió la primera nota. Cada vez que la palabra salía de los labios de un transeúnte, reaccionaba siguiéndolo como si estuviera hipnotizado, como si contuviera un código secreto encriptado ex profeso para él. Flota en el aire como el aroma a hierba recién cortada en un día de verano; más que un olor, lleva con ella una sensación, un lugar, una estación del año, una felicidad, una celebración del cambio, del seguir adelante. Le transporta como el oír una vieja canción de juventud, cuando la nostalgia, como la marea, sube y te alcanza en la arena, tirando de ti hacia el agua cuando menos lo esperas, a menudo cuando menos lo deseas.
Esa palabra resuena sin cesar en su cabeza: «Gracias… gracias… gracias…» Cuanto más la oye y relee las breves notas, más extraña le resulta, como si estuviera viendo la secuencia de esas letras concretas por primera vez en su vida; como notas musicales, tan conocidas, tan simples pero que dispuestas de manera diferente se convierten en puras obras de arte.
Esa transformación de las cosas normales y corrientes en algo mágico; la creciente comprensión de que lo percibido no era lo único que había, le trajo el recuerdo de cuando era niño y pasaba largos ratos mirando su cara en el espejo. De pie sobre una banqueta para llegar a verse, cuanto más fijamente se miraba, más se deformaba su cara en otra que le era del todo desconocida. No era la cara que su mente se había empeñado en convencerle de que tenía, sino que veía su yo real: los ojos un poco más separados, un párpado un poco más bajo que el otro, una ventana de la nariz también ligeramente más baja, una comisura torcida hacia abajo, como si hubiera una línea que cruzara por la mitad de su cara y al dibujar esa línea todo hubiera sido arrastrado hacia abajo, como un cuchillo al cortar una tarta de chocolate pegajoso. La superficie, antes tersa, caía y colgaba. A primera vista no se notaba nada. Un atento análisis, antes de lavarse los dientes por la noche, revelaba que tenía la cara de un extraño.
Ahora se retira un paso de esa palabra, le da unas cuantas vueltas y la mira desde todos los ángulos. Como si fuese un cuadro en una galería, la propia palabra dicta la altura a la que debe ser expuesta, el ángulo desde el que hay que acercarse y la posición desde donde se contempla mejor. Ahora ha encontrado el ángulo correcto. Ahora ve el peso que tiene, como el de una paloma, y el mensaje que transmite, una ostra con su perla, una abeja defendiendo a su reina y su miel con el aguijón a punto. Transmite determinación, tiene la fuerza de la belleza y la pólvora. Más que una educada expresión repetida mil veces a diario, «gracias» ahora tiene significado.
Sin pensar más en Bea, cierra el teléfono y aborda al hombre que sostiene el letrero.
—Hola.
—¿Señor Hitchcock? —Las cejas del hombre de metro noventa son tan oscuras y pobladas que Justin apenas le ve los ojos.
—Sí —dice receloso—. ¿Este coche es para Justin Hitchcock?
El hombre consulta un trozo de papel que guarda en el bolsillo.
—Sí, así es, señor. ¿Sigue tratándose de usted o esto cambia las cosas?
—Sí —dice Justin despacio, como si lo meditase—. Ése soy yo.
—No parece usted muy seguro —dice el chófer, bajando el letrero—. ¿Adónde va esta mañana?
—¿No debería usted saberlo?
—Y lo sé. Pero la última vez que dejé subir a mi coche a un tipo tan inseguro como usted, llevé a un activista de los derechos de los animales directo a una reunión de la Asociación del Zorro. Tendría que haber visto la cara del presidente de la asociación. Se vio atrapado en el aeropuerto sin coche mientras el chiflado que recogí derramaba pintura roja por la sala de conferencias. Digamos que, en lo que a propina para mí se refiere, fue lo que podríamos llamar un día perdido.
—Bueno, no creo que los pobres sabuesos lo llamaran de ninguna manera —bromea Justin—, a no ser que se pusieran a aullar. —Levanta el mentón y se pone a aullar—: ¡Ouu-uuu!
El chófer le mira impávido y Justin se pone colorado.
—Bueno, voy a la National Gallery. —Pausa—. Soy pro National Gallery. Voy a hablar sobre pintura, no a convertir a la gente en telas como método para desahogar mi frustración. Aunque si mi ex esposa estuviera entre el público la perseguiría con una brocha. —Se ríe, y el chófer le contesta con una mirada impertérrita—. No esperaba que nadie viniera a recogerme —cotorrea Justin pisando los talones del chófer mientras salen del aeropuerto al nublado día de octubre—. Nadie de la Gallery me informó de que estaría usted aquí —insiste mientras recorren presurosos el acceso para peatones bajo los goterones que caen como paracaidistas del cielo.
—A mí no me avisaron del trabajo hasta anoche a última hora. Se supone que hoy tenía que haber ido al funeral de una tía de mi esposa. —Busca en sus bolsillos el tique de aparcamiento y lo mete en la máquina para validarlo.
—Vaya, lo siento. —Justin deja de sacudirse las bajas del cuerpo de paracaidistas de sus hombros y mira al chófer con apesadumbrado respeto.
—Yo también —dice el chófer—. Odio los funerales.
Curiosa respuesta.
—Bueno, no es el único que piensa así.
El chófer se detiene y se vuelve hacia Justin con expresión muy seria.
—Siempre me entra la risa —dice—. ¿Alguna vez le ha pasado?
Justin no está seguro de si debe tomarle en serio, pero el chófer no muestra el menor rastro de sonrisa. Entonces Justin recuerda el funeral de su padre y regresa a cuando tenía nueve años: las dos familias apiñadas en el cementerio, todos vestidos de negro de la cabeza a los pies como escarabajos en torno al sucio agujero excavado en la tierra donde habían metido el ataúd. La familia de su padre había venido desde Irlanda trayendo consigo una lluvia nada frecuente en el caluroso verano de Chicago. Su tía Emelda sujetaba el paraguas con una mano y con la otra le agarraba firmemente del hombro, mientras Al y su madre estaban a su lado debajo de otro paraguas. Su hermano había llevado con él un coche de bomberos con el que jugaba mientras el sacerdote hablaba sobre la vida de su padre, cosa que fastidiaba a Justin. En realidad, todo y todos fastidiaban a Justin ese día.