Justin carraspea y se yergue, reemplazando su enfado por un ligero temblor de vulnerable «pobre de mí».
—Pero a pesar de lo que has dicho, voy a terminar este proyecto —prosigue Doris—. No me dejaré amilanar. Seguiré por más que te pese y lo haré por tu hermano, que podría estar muerto dentro de un mes y a ti ni siquiera te importa.
—¿Muerto? —Justin pone los ojos como platos.
Dicho esto, Doris da media vuelta y se va hecha una furia a su cuarto.
—Por cierto —añade asomando la cabeza por el umbral—, para que lo sepas, habría dado un portazo muy fuerte para demostrarte lo enfadada que estoy pero es que ahora mismo la puerta está en el patio, preparada para el lijado y la imprimación, antes de que la pinte… de encaje marfil —remacha con rebeldía.
Y vuelve a desaparecer, sin portazo.
Apoyo el peso ora en un pie, ora en el otro, nerviosa ante la puerta abierta de la casa de Justin. ¿Debería pulsar el timbre? ¿Simplemente llamarle por su nombre? ¿Avisará a la policía y hará que me detengan por allanamiento? Ay, ésta ha sido una mala decisión. Frankie y Kate me convencieron para venir y presentarme a él. Me presionaron tanto que al final paré el primer taxi que vi y vine hasta Trafalgar Square con la intención de pescarlo en la National Gallery antes de que se marchara. Estuve tan cerca de él mientras hablaba por teléfono… Oí cómo llamaba a distintas personas para preguntarles por la cesta, y me sentí extrañamente cómoda mirándole sin que él lo supiera, incapaz de apartar la vista de él, deleitándome con la emoción secreta de poder contemplarle tal como es en lugar de ver su vida desde sus recuerdos.
Sin embargo, su enfado con quienquiera que estuviera al teléfono —seguramente su ex esposa, la pelirroja con pecas— me convenció de que no era un buen momento para abordarlo y decidí seguirlo. Seguirlo, no acosarlo. Me tomé mi tiempo para armarme de valor y decidirme a hablarle. ¿Mencionaré la transfusión? ¿Pensará que estoy loca o estará dispuesto a escucharme, o mejor aún, a creerme?
Pero una vez en el metro, tampoco era el momento. Iba abarrotado, la gente se empujaba evitando mirarse a los ojos, así que ni hablar de presentaciones o charlas sobre estudios acerca de la posible inteligencia de la sangre. Total, que después de caminar de arriba abajo por su calle, sintiéndome a la vez como una colegiala enamorada y una acosadora, ahora me encuentro de pie ante su puerta con un plan. Pero mi plan se ve otra vez en entredicho porque Justin y su hermano se ponen a hablar sobre algo que me consta que no debería estar oyendo, un secreto de familia que me sé de memoria a estas alturas.
Retiro el dedo del timbre, me pongo donde no puedan verme por las ventanas y aguardo el momento oportuno.
Justin mira a su hermano con pánico y busca deprisa algo donde sentarse. Acerca un bote gigantesco de pintura y se sienta encima sin fijarse en el redondel de pintura blanca del borde.
—Al, ¿a qué venía eso? Lo de que estarás muerto dentro de un mes.
—No, no. —Ríe su hermano—. Ha dicho que podría estar muerto, que es muy diferente. Oye, has salido bastante airoso del lío, tronco. Bien hecho. Me parece que el Valium la está ayudando mucho. Salud.
Alza su botellín de cerveza y apura el último trago.
—Un momento, no corras tanto. Al, ¿qué estás diciendo? ¿Hay algo que no me hayas dicho? ¿Qué dijo el médico?
—El médico dijo exactamente lo que llevo dos semanas diciéndote: si algún miembro de la familia inmediata de una persona ha sufrido una dolencia coronaria de joven, por ejemplo un varón de menos de cuarenta y cinco años, pues bien, aumenta el riesgo de tener un problema de corazón.
—¿Tienes la tensión alta?
—Un poco.
—¿Tienes el colesterol alto?
—Mucho.
—Pues lo único que tienes que hacer es cambiar de hábitos, Al. No significa que vayas a tener un infarto como… como…
—¿Papá?
—No. —Frunce el ceño y menea la cabeza.
—El infarto es la primera causa de muerte en América. Cada treinta y tres segundos un americano sufre algún tipo de afección cardíaca y casi a cada minuto alguien muere.
Mira el reloj del abuelo de su madre medio cubierto por una tela para protegerlo del polvo. La manecilla de los minutos se mueve. Al se lleva las manos al corazón y empieza a gemir. Momentos después está riendo.
Justin pone los ojos en blanco.
—¿Quién te ha dicho esa tontería? —pregunta.
—Lo ponía en los folletos de la consulta del médico.
—Al, no vas a tener un infarto.
—La semana que viene cumplo cuarenta.
—Sí, ya lo sé. —Justin le da un golpe amistoso en la rodilla—. Ese es el espíritu que hay que tener. Montaremos una gran fiesta.
—Papá tenía esa edad cuando murió. —Baja la vista y arranca la etiqueta de la cerveza.
—¿Eso es lo que está pasando? —Justin suaviza la voz—. Maldita sea, Al, ¿eso es lo que está pasando? ¿Por qué no me has dicho nada antes?
—Sólo pensé que me gustaría pasar un tiempo contigo antes de… ya sabes, por si acaso… —Se le saltan las lágrimas y aparta la mirada.
«Dile la verdad.»
—Escucha, Al, hay algo que deberías saber. —Le tiembla la voz y carraspea, procurando controlarla. «No se lo has dicho nunca a nadie»—. Papá estaba sometido a un montón de presión en el trabajo. Tenía muchos problemas, económicos y de otra clase, que no le contaba a nadie. Ni siquiera a mamá.
—Ya lo sé, Justin.
—¿Lo sabes?
—Sí, lo entiendo. No se murió así, de repente, sin ninguna razón. Estaba muy estresado. Yo no, ya lo sé. Pero desde que era niño he tenido esta sensación de que me pasaría lo mismo. Lo tengo dando vueltas en la cabeza desde donde alcanzo a recordar y ahora que cumplo años la semana que viene y que no puede decirse que esté en plena forma… He estado muy ocupado en el trabajo y no me he cuidado nada. Nunca he sabido montármelo como tú, ¿entiendes?
—Oye, a mí no tienes que explicarme nada.
—¿Te acuerdas de aquel día que pasamos con él en el prado de casa? ¿Con los aspersores? Justo horas antes de que mamá lo encontrara… Bueno, ¿te acuerdas de cómo jugábamos todos juntos?
—Eran buenos tiempos. —Justin sonríe, aguantándose las lágrimas.
—¿Te acuerdas? —repite Al con una sonrisa amarga.
—Como si fuera ayer.
—Papá nos mojaba con la manguera. Parecía de muy buen humor. —Al frunce el ceño confundido y piensa un momento. Luego vuelve a sonreír—. Había traído a mamá un gran ramo de flores; ¿te acuerdas de que se puso una flor muy grande en el pelo?
—Un girasol —asiente Justin.
—Y hacía mucho calor. ¿Te acuerdas del calor que hacía?
—Sí.
—Papá llevaba los pantalones arremangados y se había quitado los zapatos y los calcetines. La hierba estaba mojada y aunque tenía los pies manchados seguía persiguiéndonos sin parar… —Sonríe mirando al vacío—. Esa fue la última vez que le vi.
«No lo fue para mí.»
La memoria de Justin le muestra una instantánea de su padre cerrando la puerta del salón de su casa. Justin había entrado corriendo en la casa por la puerta principal para ir al cuarto de baño; de tanto jugar con agua se moría de ganas de orinar. Que él supiera, toda la familia seguía fuera jugando. Oía a su madre persiguiendo y hostigando a Al, y Al, que sólo tenía cinco años, chillaba y reía. Pero cuando bajaba la escalera vio que su padre salía de la cocina y cruzaba el recibidor. Justin, que quería saltar y darle un susto, se agachó y lo vigiló escondido tras la barandilla.
Pero entonces vio lo que llevaba en la mano: la botella de líquido que siempre estaba cerrada bajo llave en el armario de la cocina y que sólo se sacaba en ocasiones especiales cuando la familia de su padre venía de visita desde Irlanda. Cuando todos bebían de esa botella cambiaban, cantaban canciones que Justin no había oído nunca pero que su padre sabía de memoria, y reían y contaban historias y a veces lloraban. No acababa de entender qué hacía su padre con la botella. ¿Querría cantar y reír y contar historias? ¿Querría llorar?
Entonces Justin también vio el frasco de pastillas que llevaba en la otra mano. Sabía que eran pastillas porque las guardaban en el mismo cajón de las medicinas que su padre y su madre tomaban cuando estaban enfermos. Esperó que su padre no se encontrara mal y que no quisiera llorar. Le vio cerrar la puerta a sus espaldas con las pastillas y la botella de alcohol en las manos. Entonces tendría que haber sabido lo que su padre se disponía a hacer, pero no fue así. Piensa en ese momento una y otra vez e intenta obligarse a gritar y detenerlo. Pero el Justin de nueve años nunca le oye. Permaneció agachado en la escalera, esperando a que su padre saliera de nuevo para saltarle encima y darle un buen susto. A medida que el tiempo pasaba comenzó a tener la sensación de que algo iba mal, pero no sabía por qué se sentía así y no quería arruinar la sorpresa que tenía planeada.
Al cabo de unos minutos que parecieron horas en absoluto silencio, Justin tragó saliva y se levantó. Su hermano seguía chillando y riendo fuera, y aún le oía cuando entró en el salón y vio los pies manchados de verde en el suelo. Recuerda la imagen de esos pies vividamente; recuerda que los siguió y encontró a su padre tendido en el suelo como un gigante verde, mirando sin vida al techo.
No dijo nada. No gritó, no lo tocó, no le besó, no intentó ayudarle porque, aunque por aquel entonces no entendía gran cosa, sabía que era demasiado tarde para ayudarle. Simplemente salió del salón, cerró la puerta a sus espaldas y fue corriendo al jardín a reunirse con su madre y su hermano menor.
Pasaron cinco minutos. Cinco minutos más durante los que todo fue como siempre: él tenía nueve años y disfrutaba de un día de sol con un padre y una madre y un hermano, y era feliz y su madre era feliz y los vecinos le sonreían normalmente como hacían con los demás niños, su madre preparaba la comida y cuando se portaba mal en el colegio los maestros le gritaban, como era de esperar. Cinco minutos más durante los que todo fue lo mismo, hasta que su madre entró en la casa y entonces todo fue completamente distinto, entonces todo cambió. Cinco minutos después ya no era un niño de nueve años con un padre, una madre y un hermano. Y no era feliz, como tampoco su madre, y los vecinos le sonreían con tanta tristeza que deseaba que no le sonrieran más. Todo lo que comían salía de fiambreras que traían las vecinas, que siempre parecían tristes también, y cuando daba guerra en el colegio los maestros se limitaban a mirarle con aquella misma cara. Todo el mundo ponía la misma cara. Los cinco minutos adicionales no fueron lo bastante largos.
Su madre les contó que papá había sufrido un infarto. Se lo contó a toda la familia y a cuantos venían a traerles comida casera o una empanada.
Justin nunca se atrevió a decirle a nadie que sabía la verdad, en parte porque deseaba creer la mentira y en parte porque pensaba que su madre había empezado a creérsela. De modo que se lo guardó para sí. Ni siquiera se lo había contado a Jennifer, porque decirlo en voz alta lo convertiría en la verdad y no quería dar validez a que su padre hubiese muerto de aquella manera. Y ahora, con su madre fallecida, era la única persona que sabía la verdad. La historia de la muerte de su padre, que su madre había inventado para ayudarlos, había terminado cerniéndose como una nube negra encima de Al y convirtiéndose en una carga para Justin.
Quería decirle la verdad a Al en ese preciso instante, tenía muchas ganas de hacerlo, pero ¿de qué serviría? Seguramente, saber la verdad sería mucho peor, y tendría que explicar cómo y por qué le había ocultado el secreto durante tantos años… Aunque por otra parte ya no tendría que cargar con todo el peso él solo. Quizá finalmente encontraría cierto alivio. Tal vez disipara el miedo de Al al infarto y podrían enfrentarse juntos a los hechos.
—Al, tengo que decirte una cosa —comienza armándose de valor.
De repente suena el timbre de la puerta, un agudo timbrazo que los sobresalta y los aparta de sus pensamientos, destrozando el silencio como un mazo contra un cristal. Todos sus pensamientos se hacen añicos y caen rotos al suelo.
—¿Alguien piensa abrir? —chilla Doris.
Justin se dirige a la puerta con un redondel de pintura blanca en el trasero. La puerta está entornada y termina de abrirla. Delante de él, colgada en la barandilla, está la ropa que tenía en el tinte. Sus trajes, camisas y jerséis metidos en fundas de plástico. No hay nadie. Sale fuera y baja corriendo la escalera del sótano para ver quién los ha dejado allí, pero, aparte del contenedor, el patio delantero está vacío.
—¿Quién es? —grita Doris.
—Nadie —contesta Justin, confundido. Descuelga la ropa de la barandilla y la lleva dentro.
—¿Me estás diciendo que este traje barato ha llamado al timbre por sí mismo? —pregunta Doris, todavía enfadada con él.
—No lo sé. Es extraño. Bea iba a recoger esto mañana, pero no recuerdo haber pedido servicio de entrega a domicilio.
—A lo mejor es una entrega especial por ser tan buen cliente, ya que por lo que veo han lavado y planchado todo tu vestuario.
Mira con disgusto la ropa de su cuñado.
—Sí, y apuesto a que la entrega especial viene con una abultada factura —rezonga Justin—. He tenido una pequeña pelea con Bea esta tarde; quizá lo haya organizado a modo de disculpa.
—¡Qué hombre tan testarudo! —Doris pone los ojos en blanco—. ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar que eres tú quien debería disculparse?
Justin la mira entornando los ojos y pregunta:
—¿Has hablado con Bea?
—Eh, mira, hay un sobre en este lado —señala Al, interrumpiendo el comienzo de otra riña.
—Ahí tienes tu factura —dice Doris riendo.
El corazón de Justin da un vuelvo al reconocer el sobre. Tira el montón de ropa al suelo y lo rasga.
—¡Ten cuidado! Esto está recién planchado —protesta Doris, que recoge la ropa y empieza a colgarla del marco de la puerta.
Justin abre el sobre y traga saliva al leer la nota.
—¿Qué pone? —pregunta Al.
—Debe de ser una amenaza de muerte, mira qué cara pone —observa Doris excitada—. O una petición para alguna colecta. ¿Qué les pasa y cuánto quieren? —Se ríe tontamente.
Justin saca la tarjeta que recibió antes con la cesta de muffins y las sostiene juntas para que formen una frase completa. Leerla le provoca un escalofrío:
Gracias… Por salvarme la vida