Recuerdos prestados (26 page)

Read Recuerdos prestados Online

Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

De pronto la música cambia, la luz que le ilumina la cara parpadea y le muda la expresión. Sé al instante que Bea ha salido a escena y me vuelvo para mirarla. Ahí está, entre la bandada de cisnes, moviéndose con suma gracia en perfecta sincronía, vestida con un corsé blanco entallado y un tutú largo e irregular que parece un manto de plumas. Lleva la melena rubia recogida en un moño, cubierto por un pulcro tocado. Recuerdo la imagen de ella en el parque de niña, dando vueltas y más vueltas con su tutú, y me embarga el orgullo. Qué lejos ha llegado. Qué mayor es ya. Se me saltan las lágrimas.

—Oh, mírala, Justin —dice Jennifer entrecortadamente.

Justin sólo tiene ojos para su hija, una aparición blanca que baila en perfecta armonía con la bandada de cisnes, ni un gesto a destiempo. Se la ve tan adulta, tan… ¿Cómo ha sucedido? Diríase que era ayer cuando correteaba alrededor de él y Jennifer en el parque de enfrente de su casa, una niña con un tutú y un montón de sueños, y ahora… Se le saltan las lágrimas y se vuelve hacia Jennifer para cruzar una mirada con ella, para compartir el momento, pero, al mismo tiempo, ella le coge la mano a Laurence.

Aparta la vista de inmediato y vuelve a mirar a su hija. Una lágrima le resbala por la mejilla y saca un pañuelo del bolsillo superior.

Me llevo un pañuelo a la cara y me enjugo la lágrima antes de que llegue a la barbilla.

—¿Por qué lloras? —dice papá en voz alta, pellizcándome la barbilla mientras baja el telón para el intermedio.

—Es que estoy muy orgullosa de Bea.

—¿De quién?

—Oh, no, nada… Sólo pienso que es una historia muy bonita. ¿Y tú?

—Pienso que esos chicos seguro que llevan calcetines debajo de las medias.

Me río y me enjugo los ojos.

—¿Crees que a mamá le está gustando?

Sonríe y mira el retrato.

—Diría que sí, no se ha vuelto ni una sola vez desde que ha comenzado. No como tú, que parece que tengas hormigas en los pantalones. Si hubiese sabido que te gustan tanto los binoculares te habría llevado a observar pájaros hace mucho tiempo. —Suspira y mira en derredor—. Los chicos del Club de los Lunes no se lo van a creer. Donal McCarthy, más vale que te vayas preparando. —Ríe entre dientes.

—¿La echas de menos?

—Han pasado diez años, cielo.

Me fastidia que pueda ser tan desdeñoso. Cruzo los brazos y miro a otra parte, echando chispas en silencio.

Papá se arrima a mí y me da un codazo.

—Y cada día la extraño más que el día anterior.

Oh. De inmediato me siento culpable por haber pensado mal.

—Es como mi jardín, cielo —prosigue—. Todo crece. Incluso el amor. Y con eso creciendo a diario, ¿cómo quieres que algún día deje de añorarla? Todo va a más, incluso nuestra capacidad para soportarlo. Así es como vamos tirando adelante.

Meneo la cabeza, asombrada de las cosas que me está diciendo. Filosóficas o no. Y es el mismo hombre que me ha estado llamando «tetera» (chiquilla) desde que hemos aterrizado.

—Yo que creía que simplemente te gustaba trabajar en el jardín —sonrío.

—Ay, hay mucho que decir sobre la jardinería. ¿Sabes que Thomas Berry decía que la jardinería es una participación activa en los misterios insondables del universo? Las plantas enseñan muchas cosas.

—¿Como qué? —pregunto, procurando no sonreír.

—Bueno, hasta en un jardín crecen plantas invasoras, cielo. Salen naturalmente, por su cuenta. Trepan y se arrastran y asfixian a las plantas que crecen en la misma tierra que ellas. Cada uno de nosotros tiene sus propios demonios, su botón de autodestrucción. Incluso en los jardines, por más bonitos que sean. Si no trabajas en un jardín, ni siquiera sabes que existen.

Me mira a los ojos y aparto la vista, carraspeando para aclararme la garganta.

A veces preferiría que no hiciera otra cosa que burlarse de los hombres que llevan mallas.

—Justin, nos vamos al bar, ¿vienes? —pregunta Doris.

—No —dice Justin, con los brazos cruzados y enfurruñado como un niño.

—¿Por qué no? —Al se abre paso como puede por el palco para sentarse a su lado.

—Porque no me apetece. —Coge los impertinentes y se pone a toquetearlos.

—Pero vas a quedarte solo.

—¿Y qué?

—Señor Hitchcock, ¿quiere que le traiga una bebida? —pregunta Peter, el novio de Bea.

—El señor Hitchcock era mi padre, puedes llamarme Al. Como la canción. —Le propina un puñetazo juguetón en el hombro que no obstante hace retroceder al joven unos pasos.

—De acuerdo, Al —responde—, pero en realidad me refería a Justin.

—A mí puedes llamarme señor Hitchcock. —Justin lo mira como si el palco oliera mal.

—No tenemos que sentarnos con Laurence y Jennifer, hombre —insiste Al.

«Laurence. Laurence de Ahernia que tiene elefantiasis en…»

—Claro que tenemos que sentarnos con ellos, Al, no seas absurdo —interrumpe Doris.

Al suspira.

—Bueno, contesta a Petey, al menos, ¿quieres que te traigamos una copa?

«Sí.»

Pero Justin no está de humor para decirlo y en vez de eso niega con la cabeza.

—Vale, volvemos en un cuarto de hora.

Al le da una palmada amistosa en el hombro antes de irse los tres, dejándolo solo en el palco para que sufra pensando en Laurence y Jennifer y Bea y Chicago y Londres y Dublín y ahora también Peter, y en cómo ha terminado siendo su vida.

Al cabo de un par de minutos ya se ha cansado de sentir lástima de sí mismo, coge los impertinentes y se pone a espiar a las pocas personas sentadas debajo de él que se han quedado en sus asientos durante el intermedio. Ve una pareja que discute acaloradamente. Otra pareja que se besa, coge los abrigos y se va presurosa hacia la salida. Espía a una madre que riñe a su hijo. Un grupo de mujeres que ríen. Una pareja que permanecen sin decirse nada el uno al otro o que no tienen nada que decirse el uno al otro (preferiría que fuera lo primero). Nada excitante. Pasa a los palcos de enfrente, los cuales están vacíos debido a que sus ocupantes han salido a estirar las piernas. Entonces tuerce el cuello hacia arriba.

«¿Cómo demonios pueden ver algo desde ahí?»

Al igual que el resto de los espectadores que permanecen en sus asientos, los del piso superior se dedican a charlar durante el descanso. Justin los observa de derecha a izquierda hasta que, a cierta altura, se detiene y se frota los ojos. Debe de estar soñando. Vuelve a mirar entornando los ojos a través de los binoculares y esta vez lo ve claro. Es ella. Con el anciano. Los últimos capítulos de su vida empiezan a ser como una página de ¿
Dónde está Wally
?

Ella también mira con los binoculares, pasando revista a la gente que tiene debajo. Entonces levanta los impertinentes, gira un poco a la derecha y… Ambos se quedan inmóviles, mirándose a través de las lentes. Él levanta el brazo despacio y saluda.

Ella, lentamente, hace lo mismo. El anciano que está a su lado se pone las gafas y mira hacia él entornando los ojos, abriendo y cerrando la boca sin parar.

Justin mantiene la mano en alto e intenta hacer una seña para que le espere.

«No te muevas, subo ahora mismo.»

Levanta el dedo índice, como si se le hubiese ocurrido una idea.

«Un minuto. Espera, sólo tardo un minuto», intenta decirle por señas.

Ella responde levantando los pulgares y él sonríe antes de soltar los impertinentes para levantarse rápidamente, tomando nota de dónde está sentada. La puerta del palco se abre y entra Laurence.

—Justin, he pensado que podríamos hablar un momento —dice educadamente, tamborileando con los dedos sobre el respaldo de la silla que los separa.

—No, Laurence, ahora no, perdona —se excusa Justin, tratando de escabullirse.

—Te prometo que será un momento. Sólo unos minutos mientras estemos solos. Para aclarar un poco las cosas, ¿entiendes? —Desabrocha el botón de su blazer, se alisa la corbata y vuelve a abrochar el botón.

—Sí, claro, y te lo agradezco, tío, pero tengo mucha prisa ahora mismo. —Intenta pasar por su lado, pero Laurence da un paso para cortarle la salida.

—¿Prisa? —dice, enarcando las cejas—. Si el intermedio ya casi ha terminado y… —Se interrumpe al caer en la cuenta—. Entendido. Bueno, había pensado que tenía que intentarlo. Si todavía no estás listo para que hablemos de ello, es comprensible.

—No, no es eso. —Presa del pánico, Justin coge los binoculares y le echa un vistazo a Joyce, que sigue en su sitio—. De verdad que tengo prisa por ver a una persona. Tengo que irme, Laurence.

Jennifer entra en el palco justo en ese momento. Su mirada es glacial.

—La verdad, Justin —le espeta—, Laurence sólo quería ser amable y hablar contigo como un adulto. Lo cual, según parece, ya no sabes qué significa. Aunque no sé de qué me sorprendo.

—No, no… escucha, Jennifer. —«Antes te llamaba Jen. Cuánta formalidad, estamos a años luz de aquel memorable día en el parque cuando estábamos tan felices, tan enamorados»—. De verdad que no tengo tiempo para esto… ahora. Sé que no lo entiendes, pero tengo que irme.

—No puedes irte. El ballet va a comenzar dentro de un momento y tu hija estará en el escenario. No me digas que vas a dejarla plantada por tu ridículo orgullo masculino.

Doris y Al entran en el palco; el tamaño de su hermano basta para llenar el poco espacio disponible e impedirle llegar a la puerta. Lleva consigo un vaso grande de cola y una bolsa gigantesca de patatas fritas.

—Díselo, Justin. —Doris cruza los brazos y tamborilea sus largas uñas postizas de color rosa.

Justin gruñe.

—¿Decirle qué?

—Recordarle las afecciones cardíacas de vuestra familia para ver si así se lo piensa dos veces antes de comer y beber esa mierda.

—¿Qué afecciones cardíacas? —Justin se lleva las manos a la cabeza mientras del otro lado Jennifer le larga una perorata con una voz que parece la de la maestra de Charlie Brown. Lo único que oye es bla, bla, bla…

—Tu padre murió de un infarto —dice Doris impaciente.

Justin se queda de piedra.

—El médico no dijo que tuviera que pasarme lo mismo —se queja Al.

—Dijo que era muy probable. Si hay antecedentes en la familia —le recalca su esposa.

Justin oye su propia voz como si llegara de otra parte:

—No, no, en realidad no creo que tengas que preocuparte por eso, Al.

—¿Lo ves? —dice Al a Doris.

—Eso no es lo que dijo el médico, encanto. Debemos tener más cuidado si es algo de familia.

—No, no es de… —Justin se calla—. Escuchad, de verdad que ahora tengo que irme. —Intenta abrirse paso por el palco abarrotado.

—Tú no te vas a ninguna parte —dice Jennifer impidiéndole el paso— hasta que le hayas pedido disculpas a Laurence.

—No pasa nada, en serio, Jen… —dice Laurence con poca fluidez.

«¡Soy yo quien la llama Jen, no tú!»

—Claro que pasa, cariño.

«¡Soy yo su cariño, no tú!»

Le llegan voces desde todos lados, bla, bla, bla, sin que consiga entender las palabras. Está acalorado y sudoroso, aturdido, casi mareado.

De repente las luces se apagan, la música empieza y no tiene más remedio que ocupar su asiento otra vez, junto a una Jennifer que echa chispas, un ofendido Laurence, un silencioso Peter, una preocupada Doris y un hambriento Al, que decide comerse sin prisa la bolsa de patatas al lado de su oreja izquierda.

Suspira y levanta la vista hacia Joyce.

«¡Socorro!»

Parece que la riña se ha apaciguado en el palco del señor Hitchcock, pero mientras las luces bajan de intensidad todos siguen de pie. Cuando vuelven a brillar, todos están sentados con expresión impertérrita excepto el hombre del fondo, que se está comiendo una gran bolsa de patatas fritas. He ignorado a papá durante el último rato, inviniendo mi tiempo en un curso acelerado de lectura de labios. Si he tenido éxito, su conversación giraba en torno a Carrot Top y plátanos asados.

Dentro de mí, el corazón resuena como un
djembe
, con notas graves que me golpean el pecho. Lo noto en la base de la garganta, palpitante, y todo porque me ha visto y ha querido venir a verme. Me alivia constatar que obedecer al instinto, por más veleidoso que sea, ha merecido la pena. Tardo unos minutos en poder pensar en otra cosa que no sea Justin, pero cuando se me calman los nervios un poco vuelvo a dirigir mi atención hacia el escenario, donde Bea me deja sin habla y hace que me sorba la nariz con su actuación como si fuese su orgullosa tía Joyce. No consigo quitarme de la cabeza que las únicas personas que tienen conocimiento de esos maravillosos recuerdos en el parque son Bea, su madre, su padre… y yo.

—Papá, ¿puedo preguntarte una cosa? —susurro inclinándome hacia él.

—Acaba de decirle a esa chica que la ama, pero el muy idiota se ha equivocado de chica. —Pone los ojos en blanco—. La chica cisne iba de blanco y ésta va de negro. No se parecen en nada.

—Podría haberse cambiado para el baile. Nadie va vestido igual cada día.

Me mira de arriba abajo.

—La semana pasada sólo te quitaste el albornoz un día. En fin, ¿qué te pasa?

—Bueno, es que, yo… eh, ha ocurrido algo, y bueno…

—Suéltalo de una vez, por Dios, que me lo voy a perder todo.

Renuncio a susurrarle al oído y me vuelvo de cara a él.

—Me ha sido dado algo… O más bien, algo muy especial ha sido compartido conmigo. Es completamente inexplicable y no tiene ningún sentido, un poco como lo de Nuestra Señora de Knock, ¿sabes? —Río nerviosa y, al ver su cara, me callo de golpe.

No, no lo sabe. Papá se ha enfadado porque he utilizado el ejemplo de la aparición de la Virgen en County Mayo durante la década de 1870 como un ejemplo de sinsentido.

—De acuerdo, quizá sea un mal ejemplo —prosigo—. Lo que quiero decir es que va contra toda lógica. Simplemente no entiendo por qué.

—Gracie —dice papá levantando el mentón—, Knock, como el resto de Irlanda, sufrió mucho durante siglos por culpa de la invasión, los desalojos y las hambrunas, y Nuestro Señor envió a su Madre, la Virgen María, a visitar a sus oprimidos hijos.

—No —me llevo las manos a la cara—, no me refiero a por qué se apareció la Virgen, me refiero a por qué… por qué esto me ha ocurrido a mí. Este algo que me ha sido dado.

—Ah, bueno, ¿hace daño a alguien? Porque si no es así y te ha sido dado, deberías dejar de llamarlo «algo» y empezar a referirte a ello como un «don». Mira a los que bailan. Él cree que es la chica-cisne. Seguro que puede verle la cara. ¿O es como Superman cuando se quita las gafas y de repente es completamente distinto, aunque está claro como el agua que es la misma persona?

Other books

Jumped In by Patrick Flores-Scott
Darjeeling by Jeff Koehler
The Tiger In the Smoke by Margery Allingham
Veiled Innocence by Ella Frank
Tigers on the Beach by Doug MacLeod
On Dublin Street by Samantha Young
Eye of Flame by Pamela Sargent