Recuerdos prestados (35 page)

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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Odiaba que tía Emelda tuviera apoyada la mano en su hombro, aunque sabía que lo hacía con la mejor intención. La notaba pesada y tensa, como si estuviera reteniéndole, temerosa de que se le escapara, temerosa de que se escabullera por el gran hoyo en el que iban a meter a su padre.

Aquella mañana la había saludado, vestido con su mejor traje, tal como su madre le había pedido que hiciera, y ella le había respondido con su voz queda, tan baja que Justin tenía que arrimar el oído a sus labios para oírla. Tía Emelda había fingido ser vidente como hacía siempre que se encontraban al cabo de largas temporadas sin verse.

—Sé justo lo que quieres, soldadito —le había dicho con el marcado acento de Cork que Justin apenas entendía, por lo que nunca estaba seguro de si había entonado una canción o le estaba hablando.

Había hurgado en su enorme bolso hasta sacar un soldado con una sonrisa de plástico y un saludo de plástico, arrancándole deprisa el precio, con lo que también había arrancado el nombre del soldado antes de dárselo. Justin miró fijamente al Coronel Equis, que le saludaba con una mano y sostenía un arma de plástico con la otra, y enseguida desconfió de él. El arma de plástico se perdió en el inmenso montón de abrigos negros apilados junto a la puerta principal en cuanto abrió el paquete. Como de costumbre, los poderes paranormales de tía Emelda habían sintonizado con los deseos de algún otro niño de nueve años, pues Justin no había deseado aquel soldado de juguete ese día ni ningún otro, y no pudo dejar de imaginarse a otro niño de su edad que aguardaba en otra parte de la ciudad un soldado de plástico como regalo de cumpleaños y al que alguien le entregaba al padre de Justin sujeto por su mata de pelo negro azabache. No obstante, aceptó su considerado regalo con una sonrisa tan grande y sincera como la del Coronel Equis. Más tarde ese mismo día, de pie junto al hoyo abierto en el suelo, quizá por una vez tía Emelda le leyera la mente, dado que su mano lo agarró con más firmeza y sus uñas se clavaron en sus huesudos hombros como para retenerlo. Pues Justin había pensado en saltar a aquella fosa húmeda y oscura.

Pensó cómo sería estar en el mundo de allí abajo. Si lograra zafarse de la forzuda mano de su tía de Cork y saltar al hoyo sin que nadie se lo impidiera, quizá cuando la tierra se cerrara encima de ellos, como una alfombra de hierba que alguien desenrollara, estarían los dos juntos. Se preguntaba si tendrían su propio mundo particular bajo tierra. Su padre sería todo suyo, sin tener que compartirlo con su madre ni con Al, y podrían jugar y reír donde era más oscuro. A lo mejor a su padre no le gustaba la luz; a lo mejor lo único que quería era que la luz se marchara para que no le hiciera entornar los ojos y que su piel blanca no se quemara y le escociera como pasaba siempre que salía el sol. Cuando aquel sol caliente aparecía en el cielo, su padre se fastidiaba y tenía que sentarse en la sombra mientras él y su madre y Al jugaban fuera, su madre más morena cada día, su padre más pálido y más irritado por el calor. Tal vez lo único que quería era descansar un poco del verano para que el picor y la frustración de la luz se marcharan.

Mientras bajaban el ataúd al hoyo, su madre dio unos alaridos que hicieron que Al también se echara a llorar. Justin sabía que su hermano no lloraba porque extrañara a su padre, lloraba porque le daba miedo la reacción de su madre. Esta había comenzado a llorar cuando los gimoteos de su abuela, la madre de su padre, se habían convertido en sonoros gemidos, y cuando Al rompió a llorar, partió el corazón de toda la congregación ver al pobre chiquillo hecho un mar de lágrimas. Incluso el hermano de su padre, Seamus, que siempre parecía dispuesto a reír, tenía el labio tembloroso y una vena que le sobresalía en el cuello como la de un forzudo, cosa que hizo que Justin pensara que había otra persona dentro de su tío, luchando por salir en cuanto se lo permitiera.

La gente nunca debería comenzar a llorar. Porque si comienzan… Justin tenía ganas de gritarles a todos que dejaran de ser tan estúpidos; que Al no estaba llorando a su padre. Quería decirles que en realidad su hermano apenas se enteraba de lo que estaba ocurriendo. Se había pasado todo el día concentrado en su coche de bomberos y de vez en cuando miraba a Justin con una cara tan llena de preguntas que éste tenía que apartar la mirada.

Unos hombres con trajes oscuros habían traído a hombros el ataúd de su padre. Hombres que no eran sus tíos ni amigos de su padre. No lloraban como todos los demás, aunque tampoco sonreían. No parecían aburridos, pero tampoco muy interesados. Daban la impresión de haber asistido al funeral de su padre cien veces, que no les afligía demasiado que hubiese vuelto a fallecer y que tampoco tenían inconveniente en hacer otro hoyo, llevarlo a hombros de nuevo y volverlo a enterrar. Observó mientras los hombres sin sonrisa arrojaban puñados de tierra encima del ataúd, haciendo un ruido de tambor contra la madera. Se preguntó si eso iba a despertar a su padre de su sueño veraniego. No lloraba como los demás porque estaba seguro de que su padre había huido de la luz. Su padre no volvería a sentarse a solas en la sombra.

Justin se da cuenta de que el chófer le está mirando fijamente. Ladea la cabeza como si aguardara la respuesta a una pregunta muy personal, como si le hubiese preguntado si alguna vez le ha salido un sarpullido.

—No —contesta Justin en voz baja, carraspeando y regresando de sus recuerdos al mundo de treinta y cinco años después. Viajar mentalmente por el tiempo; toda una experiencia.

—Estamos allí.

El chófer pulsa un botón de su llavero y se encienden las luces de un Mercedes Clase S.

Justin se queda boquiabierto.

—¿Sabe quién ha organizado todo esto? —pregunta.

—Ni idea. —El chófer le sostiene la puerta abierta—. Me limito a cumplir las órdenes de mi jefe. Aunque ha sido un poco inusual tener que escribir «gracias» en el letrero. ¿Tiene sentido para usted?

—Sí, sí que lo tiene pero… es complicado. ¿Podría preguntarle a su jefe quién paga este servicio?

Justin se sienta en el asiento trasero del coche y deja su maletín en el suelo a su lado.

—Puedo intentarlo —contesta el chófer.

—Se lo agradecería.

«¡Entonces te habré pillado!»

Justin se acomoda en el asiento de cuero, estira las piernas y cierra los ojos, casi incapaz de reprimir una sonrisa.

—Me llamo Thomas, por cierto —se presenta el chófer—. Estoy a su servicio todo el día, así que no tiene más que decirme adónde quiere que vayamos después.

—¿El día entero?

Justin casi se asfixia con la botella de agua fría que le estaba esperando en el apoyabrazos. Le salvó la vida a una persona rica. ¡Sí! Tendría que haberle dicho más cosas a Bea aparte de lo de los muffins y los periódicos. Una casa en el sur de Francia. Qué idiota fue al no pensarlo antes.

—¿No es su empresa la que ha organizado este servicio para usted? —pregunta Thomas.

—No. —Justin menea la cabeza—. Desde luego que no.

—A lo mejor tiene un hada madrina a la que no conoce —comenta Thomas, deliberadamente inexpresivo.

—Bueno, veamos de qué está hecha esta calabaza. —Ríe Justin.

—No podremos probarla a fondo con este tráfico —dice Thomas, sumándose al denso tráfico de Dublín empeorado por la mañana encapotada y lluviosa.

Justin pulsa el botón de la calefacción para los asientos, se retrepa y nota cómo se le van templando la espalda y el trasero. Se quita los zapatos, se repantinga y se relaja mientras observa los rostros desdichados de los que van en los autobuses mirando adormilados por las ventanas empañadas.

—Después de la Gallery, ¿le importaría llevarme a D’Olier Street? —le dice al chófer—. Tengo que visitar a una persona en la clínica de donaciones de sangre.

—Por supuesto, jefe.

El viento de octubre sopla racheado intentando desprender las últimas hojas de los árboles cercanos. Ellas se agarran con fuerza, como las niñeras en
Mary Poppins
cuando se sujetan a las farolas de Cherry Tree Lane en un desesperado intento por impedir que el vendaval las aleje de la entrevista para el empleo en casa de los Banks. Las hojas, como mucha gente este otoño, todavía no están dispuestas a soltarse. Se aferran al ayer, impotentes ante el cambio de color pero, por Dios, presentando batalla antes de rendir el lugar que ha sido su hogar durante dos estaciones. Observo una hoja que se suelta y baila por el aire antes de caer al suelo. La recojo y la hago girar poco a poco sujetándola por el tallo. No me gusta el otoño; no me gusta presenciar la tenacidad con que todo se marchita al perder la batalla contra la naturaleza, el gran enemigo imposible de batir.

—Ahí llega el coche —comento a Kate.

Estamos delante de la National Gallery, detrás de los coches del otro lado de la calle, a la sombra de los árboles que se asoman por encima de la verja de Merrion Square.

—¿Has pagado eso? —dice Kate—. Estás loca de atar.

—Dime algo que no sepa. En realidad sólo he pagado la mitad. El chófer es el tío de Frankie; dirige la empresa. Si nos mira, haz como que no le conoces.

—No le conozco.

—Vaya, qué convincente.

—Joyce, no he visto a ese hombre en mi vida.

—Caray, eso está mejor.

—¿Hasta cuándo piensas seguir con esto, Joyce? Lo de Londres me pareció divertido pero, francamente, lo único que sabemos es que donó sangre.

—A mí.

—Eso no lo sabemos.

—Yo sí lo sé.

—No puedes saberlo.

—Sí puedo. Eso es lo más divertido.

Kate parece dudarlo y me mira con tanta compasión que la sangre me bulle en las venas.

—Kate, ayer tomé hinojo y carpaccio para cenar, y me pasé la noche cantando casi todas las letras del
Ultimate Collection
de Pavarotti.

—Sigo sin comprender por qué piensas que Justin Hitchcock es el hombre responsable de eso. ¿Te acuerdas de aquella película,
Phenomenon
? John Travolta se convertía en un genio de la noche a la mañana.

—Tenía un tumor cerebral que le aumentaba la capacidad de aprender —le recuerdo.

El Mercedes se detiene ante la verja de la Gallery. El chófer se apea y le abre la puerta a Justin, que aparece, maletín en mano, con una sonrisa de oreja a oreja, y me alegra constatar que el próximo pago mensual de mi hipoteca ha tenido un buen uso. Me preocuparé de eso, y de todos los demás asuntos pendientes de mi vida, cuando llegue el momento.

Todavía tiene el aura que percibí el primer día que le vi en la peluquería, una presencia que hace que mi estómago suba varios tramos de escaleras y luego trepe hasta la plataforma de salto de los diez metros en la final olímpica. Levanta la vista hacia la Gallery, echa un vistazo al parque y sonríe con esa poderosa mandíbula suya, una sonrisa que hace que mi estómago dé un bote, dos botes, tres botes antes de intentar la zambullida más difícil de todas, un triple salto mortal hacia atrás con uno, dos, tres giros y medio antes de entrar en el agua dándome un planchazo. Mi nada elegante zambullida demuestra que no estoy acostumbrada a tener los nervios destrozados. El chapuzón, aunque aterrador, ha sido bastante agradable y estoy dispuesta a repetirlo cuando se tercie.

Las hojas susurran al soplar otra ráfaga de brisa y creo imaginar que me trae el aroma de su loción para después del afeitado, la misma fragancia que en la peluquería. Tengo un breve flash de él cogiendo un paquete envuelto en papel verde esmeralda que relumbra bajo las luces del árbol de Navidad y las velas. Está atado con un gran lazo rojo y mis manos son momentáneamente las suyas mientras lo desata despacio y arranca con cuidado el celo del papel procurando no rasgarlo. Me choca la ternura con que trata el paquete, que ha sido envuelto con cariño, hasta que sus pensamientos pasan a ser los míos y descubro sus planes de aprovechar el papel para envolver los regalos que tiene guardados en el coche. Dentro hay un frasco de loción y un kit de afeitado. Un regalo de Navidad de Bea.

—Es guapo —susurra Kate—. Apoyo al cien por cien tu campaña de acoso, Joyce.

—No es una campaña de acoso —digo entre dientes—, y habría hecho lo mismo si hubiese sido feo.

—¿Puedo entrar a escuchar la conferencia? —pregunta Kate.

—¡No!

—¿Por qué no? No me ha visto nunca; no va a reconocerme. Por favor, Joyce, mi mejor amiga cree que está conectada con un perfecto desconocido. Lo menos que puedo hacer es entrar y escucharle para ver cómo es.

—¿Y qué pasa con Sam?

—¿Te importa cuidarlo un momento?

Me quedo de una pieza.

—Huy, olvídalo —se retracta inmediatamente—. Me lo llevo conmigo. Procuraré quedarme en el fondo y si molesta nos iremos.

—No, no, está bien. Puedo cuidar de él.

Trago saliva y me obligo a sonreír.

—¿Estás segura? —Parece poco convencida—. No me quedaré hasta el final. Sólo quiero ver cómo es.

—Estaremos bien. Anda, ve. —Le doy un empujoncito—. Ve y pásalo bien. Nosotros estaremos la mar de bien, ¿verdad?

Sam se mete un dedo del pie en la boca a modo de respuesta.

—Prometo no tardar —dice Kate. Se inclina sobre el cochecito para darle un beso a su hijo y luego cruza la calle a la carrera hacia la Gallery.

—Bueno… —Miro nerviosa en derredor—. Por fin solos, Sean.

Me mira con sus ojazos azules y los míos se llenan de lágrimas al instante.

Vuelvo a mirar a mi alrededor para asegurarme de que nadie me haya oído. Quería decir Sam.

Justin ocupa su sitio en el estrado del auditorio de la National Gallery. Una sala llena de rostros le mira con atención y se siente en su salsa. Una mujer joven llega tarde, entra en la sala, se disculpa y enseguida toma asiento entre el público.

—Buenos días, damas y caballeros, y muchas gracias por su asistencia en una mañana tan lluviosa. Estoy aquí para hablar sobre este cuadro:
Mujer escribiendo una carta
, de Terborch, artista barroco holandés del siglo
XVII
que fue en gran medida responsable de la popularización del tema de las cartas en la pintura. Este cuadro, bueno, no este cuadro solo, el género de la correspondencia en general es uno de mis favoritos, sobre todo en la época actual, cuando parece que las cartas personales casi se han extinguido.

«Casi, pero no del todo, pues hay alguien que me está enviando notas.»

Hace una pausa, se aparta del atril, da un paso hacia el público y mira a la concurrencia con la sospecha pintada en el rostro. Repasa las filas entornando los ojos, sabiendo que alguno de los presentes podría ser el misterioso escritor de notas.

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