Conor y yo dimos el primer golpe directo a los árboles y metimos la pelota en el hoyo con un golpe más de los fijados en el par: el batacazo.
El dinero de la casa vamos a repartirlo a medias entre los dos. Tendré que ponerme a buscar un sitio más pequeño, más barato. No tengo ni idea de qué va a hacer él, y me resulta curioso constatarlo.
Paro delante de nuestra antigua casa y levanto la vista hacia los ladrillos rojos, hacia la puerta por cuya elección de color discutimos tanto, las flores que tanto estudiamos antes de plantar… Ya ha dejado de ser mía, pero los recuerdos sí lo son: los recuerdos no se venden. El edificio que antaño albergó mis sueños ahora pertenece a otros, tal como perteneció a otras personas antes que a nosotros, y me hace feliz desprenderme de ella. Feliz de que aquél fuese otro tiempo y de poder comenzar de nuevo, de cero, aunque llevando las cicatrices de ese antes. Representan heridas que se han curado.
Es medianoche cuando regreso a casa de mi padre y detrás de las ventanas todo está a oscuras. No hay una sola luz encendida, cosa inusual, ya que por lo general deja la luz del porche encendida, sobre todo si yo he salido.
Abro el bolso para sacar las llaves y veo mi móvil, que emite señales para avisar de que ha recibido diez llamadas, ocho de ellas desde casa. Lo tenía puesto en silencio en la ópera y, como sabía que Justin no tiene mi número, no se me ha ocurrido mirarlo. Por fin doy con las llaves, pero la mano me tiembla cuando intento meter la llave en la cerradura. Se me caen al suelo y el ruido resuena en la calle silenciosa y oscura. Me pongo de rodillas sin preocuparme por mi vestido nuevo y busco por el suelo a tientas. Finalmente las encuentro y entro a la casa como una exhalación, encendiendo todas las luces.
—¿Papá? —llamo desde el recibidor. El retrato de mamá está en el suelo, debajo de la mesa. Lo recojo y lo pongo de nuevo en su sitio, procurando no perder la calma aunque mi corazón está teniendo ideas propias.
No hay respuesta.
Entro en la cocina y acciono el interruptor. Una taza llena de té encima de la mesa. Una tostada con mermelada, con la marca de un único mordisco.
—¿Papá? —digo levantando más la voz; entro en la sala de estar y enciendo la luz.
Sus pastillas están desparramadas por el suelo, todos los frascos abiertos y vaciados, todos los colores mezclados.
Ahora me entra el pánico, corro de regreso a la cocina, atravieso el recibidor y subo la escalera, enciendo todas las luces mientras grito a pleno pulmón:
—¡Papá! ¡Papá! ¿Dónde éstas? ¡Papá, soy yo, Joyce! ¡Papá!
Las lágrimas me resbalan por la cara; apenas puedo hablar. No está en su dormitorio ni en el cuarto de baño, no está en mi dormitorio ni en ninguna otra parte. Hago una pausa en el descansillo, procurando escuchar el silencio para oír si me está llamando, pero lo único que oigo es el latido de mi corazón en los oídos y en la garganta.
—¡Papá! —chillo, respirando agitadamente, pues el nudo de la garganta amenaza con asfixiarme. No queda ningún otro sitio donde buscar. Me pongo a abrir armarios, miro debajo de su cama… Finalmente agarro una almohada de su cama, la estrecho entre mis brazos y la empapo en lágrimas. Me asomo al jardín por la ventana de atrás: ni rastro de él.
Las rodillas no me sostienen de pie, tengo la cabeza demasiado embotada para pensar. Salgo al descansillo, me dejo caer en el primer escalón y trato de imaginarme dónde puede estar.
Entonces pienso en las pastillas derramadas por el suelo y doy el alarido más fuerte que he dado en mi vida.
—¡¡¡Papáaa!!!
Me contesta el silencio y nunca me he sentido tan sola. Más sola que en la ópera, más sola que en un matrimonio desgraciado, más sola que cuando mamá se murió. Completa y absolutamente sola, pues me han arrebatado a la última persona que tengo en mi vida.
Entonces:
—¿Joyce? —Una voz me llama desde la puerta de la calle, que he dejado abierta—. Joyce, soy Fran.
Y ahí está, en bata y zapatillas, con su hijo mayor detrás de ella con una linterna en la mano.
—Papá se ha ido —digo con voz temblorosa.
—Está en el hospital, he intentado llamarte…
—¿Cómo? ¿Por qué? —Me levanto y corro escaleras abajo.
—Ha creído que sufría otro infarto…
—Tengo que ir. Tengo que ir con él. —Busco a toda prisa las llaves del coche—. ¿En cuál está?
—Joyce, cálmate, cielo, cálmate. —Viene hasta mí y me da un abrazo—. Yo te llevo.
Corro por los pasillos, examinando cada puerta, tratando de encontrar la habitación correcta. Me entra el pánico, las lágrimas me nublan la vista. Una enfermera me detiene y me ayuda, intenta calmarme. Sabe al instante de quién le estoy hablando. No debería dejarme pasar a estas horas, pero al verme tan angustiada decide serenarme demostrándome que está bien. Me deja entrar unos minutos.
La sigo por una serie interminable de pasillos y por fin llegamos a su habitación. Veo a papá en la cama con tubos conectados a las muñecas y la nariz, la piel de una palidez mortal, el cuerpo muy menudo debajo de las mantas.
—¿Eras tú la que armaba todo ese alboroto ahí fuera? —pregunta con la voz debilitada.
—Papá. —Procuro mantener la calma pero la voz me sale apagada.
—Todo va bien, cielo. Sólo ha sido un desmayo, nada más. Pensé que el corazón me la estaba jugando otra vez, fui a por mis pastillas pero entonces me mareé y se me cayeron. Es por algo del azúcar, según me han dicho.
—Diabetes, Henry —dice la enfermera, sonriendo—. El médico pasará por la mañana para explicárselo todo.
Me sorbo la nariz, procurando mantener la compostura.
—Ea, ven aquí, tontaina —dice levantando los brazos hacia mí.
Corro a su lado y lo abrazo con fuerza, notando su cuerpo frágil pero todavía protector.
—No tengo intención de marcharme a ninguna parte. Cálmate. —Me acaricia el pelo y me da unas palmaditas en la espalda para tranquilizarme—. Espero no haberte arruinado la velada. Le he dicho a Fran que no te molestara.
—Pues tendrías que haberme llamado —digo con la cabeza en su hombro—. Pasé mucho miedo cuando llegué a casa y no estabas.
—Bueno, estoy bien. Aunque tendrás que ayudarme con esto —susurra—. Le he dicho al médico que lo entendía todo, pero en realidad no he entendido nada —dice un poco preocupado—. Es un tipo muy estirado —agrega, arrugando la nariz.
—Pues claro que lo haré. —Me enjugo los ojos y me recompongo.
—Dime, ¿cómo te ha ido? —pregunta, más animado—. Dame buenas noticias.
—Pues… —frunzo los labios— no se ha presentado.
Se me saltan las lágrimas otra vez.
Papá no dice nada; triste, luego enfadado, luego otra vez triste. Me vuelve a abrazar, con más fuerza esta vez.
—Ay, cielo —dice con ternura—. Es tonto de remate.
Justin acaba de relatar su desastroso fin de semana a Bea, que está sentada en el sofá, boquiabierta.
—No puedo creer que me haya perdido todo esto —comenta ella decepcionada—. ¡Menudo chasco!
—Bueno, no te lo habrías perdido si no me hubieses retirado la palabra —bromea Justin.
—Gracias por disculparte con Peter. Te lo agradezco. Y Peter también.
—Me estaba portando como un idiota; no quería admitir que mi niña ya es toda una mujer.
—Más te vale creerlo —responde Bea sonriendo—. Dios —piensa en la historia que su padre acaba de contarle—, sigo sin poder imaginarme que alguien te enviara esas cosas. ¿Quién sería? Sea quien sea, te habrá estado esperando en la ópera.
Justin se tapa la cara y hace una mueca.
—Basta, por favor, esto me está matando.
—Pero, de todos modos, elegiste a Joyce. —Justin asiente y sonríe apenado—. Debía de gustarte mucho.
—Lo que está claro es que en realidad yo no le gustaba, porque no se presentó. No, Bea, sanseacabó. Ahora toca seguir adelante. He hecho daño a demasiadas personas intentando averiguarlo. Si no recuerdas habérselo dicho a nadie más, pues bueno, nunca lo sabremos.
Bea reflexiona.
—Sólo se lo conté a Peter, a la supervisora de vestuario y a su padre. ¿Qué te hace pensar que no fuera ninguno de ellos?
—Conocí a la supervisora de vestuario esa noche. No se comportó como si me conociera y, además, es inglesa. ¿Por qué habría ido a Irlanda a hacerse una transfusión de sangre? La llamé y le pregunté sobre su padre. No preguntes. —Acalla a Bea con la mirada—. De todos modos, su padre es polaco.
—Un momento, ¿de dónde sacas eso? No era inglesa, era irlandesa. —Bea frunce el ceño—. Ambos lo eran.
Pum-pum… Pum-pum…
En ese momento Laurence entra en la sala con tazas de café para él y Bea.
—Justin —dice—, estaba pensando que cuando tengas un momento tendríamos que hablar…
—Ahora no, Laurence —lo interrumpe Justin, sentándose en el borde del asiento—. Bea, ¿dónde está el programa de tu ballet? Sale su foto.
—Francamente, Justin —Jennifer aparece en el umbral con los brazos cruzados—, podrías ser un poco más respetuoso, para variar. Laurence tiene algo que decir y tú tienes el deber de escucharle.
Bea sale corriendo a su habitación, abriéndose paso entre los adultos enfrentados, y regresa agitando el programa en la mano sin hacerles el menor caso. Al verlo, Justin lo coge y se pone a hojearlo a toda prisa.
—¡Aquí! —Clava el dedo en la página.
—Chicos —dice Jennifer interponiéndose entre ellos—, realmente tenemos que arreglar esto ahora.
—Ahora no, mamá. ¡Por favor! —chilla Bea—. ¡Esto es importante!
—¿Y esto no?
—No es ella. —Bea agita la cabeza con vehemencia—. Esta no es la mujer con quien hablé.
—De acuerdo, ¿qué aspecto tenía?
Justin se ha puesto de pie. Pum-pum… Pum-pum…
—Deja que piense, deja que piense. —A Bea le entra pánico—. ¡Ya lo tengo! ¡Mamá!
—¿Qué? —Jennifer mira confundida a Justin y a la joven.
—¿Dónde están las fotos que sacamos la noche de la actuación? —pregunta ésta al cabo.
—Oh, eh…
—Deprisa.
—Están en el armario del rincón de la cocina —dice Laurence, arrugando la frente.
—¡Muy bien, Laurence! —Justin sacude el puño en el aire—. ¡Están en el armario del rincón de la cocina! ¡Ve a por ellas, rápido!
Alarmado, Laurence corre a la cocina ante la mirada atónita de Jennifer. Le oyen revolver papeles mientras Justin da vueltas por la sala a toda velocidad y las dos mujeres le miran.
—Aquí están —anuncia Laurence a su regreso, y Bea se las arranca de la mano.
Jennifer intenta protestar, pero Bea y Justin hablan y se mueven a cámara rápida. Bea comienza a pasar fotografías a toda velocidad.
—Tú no estabas en el bar en ese momento, papá. Te habías esfumado, pero sacamos una foto de grupo y ¡aquí está! —Corre al lado de su padre—. Son ellos. La mujer y su padre, al fondo. —Señala.
Silencio.
—¿Papá?
Silencio.
—¿Papá, estás bien?
—¿Justin? —Jennifer se acerca—. Se ha puesto muy pálido, tráele un vaso de agua, Laurence, deprisa.
Laurence sale corriendo hacia la cocina otra vez.
—Papá. —Bea chasquea los dedos delante de sus ojos—. Papá, ¿estás aquí?
—Es ella —susurra Justin.
—¿Ella, quién? —pregunta Jennifer.
—La mujer a la que le salvó la vida —explica Bea saltando de excitación.
—¿Tú le salvaste la vida a una mujer? —pregunta Jennifer, impresionada—. ¿Tú?
—Es Joyce —susurra Justin.
Bea da un grito ahogado.
—¿La mujer que me llamó por teléfono?
Justin asiente.
Bea da otro grito ahogado.
—¿La mujer a la que diste plantón?
Justin cierra los ojos y se maldice en silencio.
—¿Le salvaste la vida a una mujer y luego le diste plantón? —Jennifer se ríe.
—Bea, ¿dónde tienes el teléfono?
—¿Por qué?
—Te llamó, ¿recuerdas? Su número estaba memorizado en tu teléfono.
—Ay, papá, de eso hace siglos. Mi teléfono sólo guarda los últimos diez números. ¡Eso pasó hace semanas!
—¡Mecachis!
—Se lo di a Doris, ¿te acuerdas? —prosigue la hija—. Lo apuntó. ¡Llamaste a ese número desde tu piso!
«¡Lo tiraste al contenedor, capullo! ¡El contenedor! ¡Aún está allí!»
—Toma. —Laurence regresa presuroso con el vaso de agua, jadeando.
—Laurence. —Justin alarga los brazos, lo coge por las mejillas y le da un beso en la frente—. Tienes mi bendición, Jennifer —hace lo propio con su ex mujer, pero el beso se lo da en los labios—, buena suerte.
Sale corriendo del apartamento mientras Bea lo vitorea, Jennifer se frota los labios con asco y Laurence se sacude el agua de la ropa.
Justin va corriendo de la estación del metro a su casa bajo una lluvia que cae de las nubes como si las estuvieran escurriendo. Le trae sin cuidado, levanta la mirada al cielo y se ríe, gozando del contacto del agua en su rostro, incapaz de creer que Joyce fuese la mujer en cuestión desde el principio. Tendría que haberlo adivinado. Ahora todo tiene sentido; que le preguntara si estaba seguro de querer cambiar de planes para ir a cenar con ella, que su amiga hubiera asistido a la conferencia, ¡todo!
Dobla la esquina de su calle y ve el contenedor lleno a rebosar. Salta a su interior y comienza a buscar.
Al otro lado de la ventana, Doris y Al dejan de hacer la maleta y le observan preocupados.
—Maldita sea, pensaba que realmente volvía a ser normal —dice Al—. ¿Crees que deberíamos quedarnos?
—No lo sé —contesta Doris—. ¿Qué diablos está haciendo? Son las diez de la noche. Seguro que los vecinos avisan a la poli.
Justin tiene la camiseta gris empapada, el pelo peinado hacia atrás, la nariz le chorrea, los pantalones se le pegan a la piel. Al y Doris le ven gritar de júbilo mientras arroja el contenido del contenedor al suelo.
Estoy tumbada en la cama, mirando el techo, tratando de poner mi vida en orden. Papá sigue en el hospital, tenían que terminar de hacerle pruebas, pero mañana volverá a casa. Al verme sola me he visto obligada a pensar acerca de mi vida y he pasado por la desesperación, la culpabilidad, la tristeza, la ira, la soledad, la depresión y el cinismo hasta que por fin he hallado el camino a la esperanza. Igual que un adicto con mono, he recorrido los suelos de estas habitaciones, presa de cada emoción que se adueñaba de mí. He hablado sola en voz alta, he chillado, he gritado y he llorado.