Recuerdos prestados (18 page)

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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Le doy un beso en la cabeza casi calva y voy hasta la cocina. Una vez más, huele a humo.

—Lamento mucho que mi próstata no te deje dormir —dice, estudiándome el semblante—. ¿Qué tienes en los ojos?

—Mi matrimonio se ha ido a pique y por eso he decidido pasarme la noche llorando —explico con total naturalidad, los brazos en jarras, olfateando el aire.

Se ablanda un poco, pero eso no le impide ensañarse conmigo:

—Creía que era lo que querías.

—Sí, papá, tienes toda la razón del mundo, estas últimas semanas han sido el sueño de cualquier chica.

Avanza subiendo y bajando, subiendo y bajando hasta la mesa de la cocina, se sienta en su sitio de costumbre, donde le da el sol, se pone las gafas en la punta de la nariz y reanuda su Sudoku. Le observo un rato, fascinada por su simplicidad, y luego continúo con mi misión olfativa.

—¿Se te han vuelto a quemar las tostadas? —le pregunto, pero no me oye y sigue garabateando. Compruebo la tostadora—. Está bien regulada, no entiendo que aún esté ardiendo. —Miro dentro. No hay migas. Abro el cubo de la basura y no veo ninguna tostada quemada. Vuelvo a olisquear, empiezo a sospechar y espío a papá con el rabillo del ojo. Se mueve inquieto en la silla.

—Eres como la señora Fletcher o el inspector Monk, husmeando de esa manera. Aquí no vas a encontrar ningún cadáver —dice sin levantar la vista del Sudoku.

—Ya, pero algo encontraré, ¿verdad?

Levanta la cabeza de golpe. Está nervioso. Ajá.

—¿Puede saberse qué pasa contigo? —pregunta.

No le hago caso y recorro la cocina abriendo armarios, buscando dentro de ellos.

Parece preocupado.

—¿Has perdido el juicio? ¿Qué estás haciendo? —insiste.

—¿Has tomado las pastillas? —pregunto al abrir el botiquín.

—¿Qué pastillas?

Con una respuesta semejante, está claro que oculta algo.

—Las del corazón, las de la memoria, las vitaminas —le digo.

—No, no y… —lo piensa un momento— no.

Se las llevo, las alineo encima de la mesa y se relaja un poco. Luego sigo buscando en los armarios y percibo su inquietud. Agarro el picaporte del armario de los cereales…

—¡Agua! —grita, y del susto pego un bote y cierro el armario de un portazo.

—¿Estás bien?

—Sí —dice con calma—. Sólo necesito un vaso de agua para tomar las pastillas. Los vasos están en ese armario de ahí.

Señala al otro extremo de la cocina. Con recelo, lleno un vaso de agua y se lo doy antes de regresar al armario de los cereales.

—¡Té! —grita—. Claro, vamos a tomarnos una taza de té. Siéntate aquí mientras lo preparo. Las has pasado canutas y lo has llevado increíblemente bien. Has sido muy valiente. De campeonato. Ahora siéntate aquí y te serviré una taza. Y un buen trozo de tarta, también. Battenburg; de pequeña te encantaba. Siempre intentabas quitarle el mazapán cuando no había nadie mirando, ¡mira que eras glotona!

Quiere despistarme.

—Papá, deja de disimular —le advierto, y suspira dándose por vencido.

Abro la puerta del armario y miro dentro. Nada extraño, nada fuera de sitio, sólo las gachas que tomo cada mañana y los Sugar Puffs que no toco nunca. Papá se muestra satisfecho, carraspea ostensiblemente y vuelve junto a la mesa. Un momento. Me vuelvo para abrir el armario otra vez y alargo el brazo hacia los Sugar Puffs que nunca toco y que nunca he visto comer a papá. Nada más hacerlo sé que el paquete está vacío y miro dentro.

—¡Papá!

—¿Qué ocurre, cielo?

—¡Papá, me lo habías prometido!

Sostengo la cajetilla de cigarrillos delante de sus narices.

—Sólo me he fumado uno, cielo.

—No te has fumado sólo uno. Ese olor a humo que noto cada mañana no es de ninguna tostada quemada. ¡Me has mentido!

—Uno al día no va a matarme.

—Eso es exactamente lo que va a hacerte. ¡Te han hecho una operación de
by-pass
, se supone que no deberías fumar en absoluto! Hago la vista gorda a las fritadas que preparas para el desayuno, pero esto, esto es inaceptable —le digo. Pone los ojos en blanco, levanta la mano como si fuese la boca de una marioneta y me imita abriéndola y cerrándola—. Se acabó, voy a llamar a tu médico.

Abre la boca y se levanta de un salto.

—No, cielo, no hagas eso —suplica mientras salgo hecha una furia hacia el recibidor, y viene detrás de mí. Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…—. Vamos, no me hagas esto. Si los cigarrillos no me matan, lo hará ella. Es una sargenta, esa mujer.

Cojo el teléfono que está al lado del retrato de mi madre y marco el número de emergencia que he memorizado. Es el primer número que me viene a la cabeza cuando tengo que ayudar a la persona más importante de mi vida.

—Si mamá supiera lo que has estado haciendo se pondría hecha un basilisco… —le espeto, y me interrumpo un momento—. Oh. ¿Por eso escondes la fotografía?

Papá se mira las manos y asiente apenado.

—Me hizo prometerle que lo dejaría. Si no por mí, al menos por ella. No quería que me viera —añade en un susurro como si pudiera oírnos.

—¿Diga? —Alguien contesta al otro lado de la línea—. ¿Diga? ¿Eres tú, papá? —dice una chica con acento americano.

—Oh. —Vuelvo en mí y papá me mira suplicante—. Perdón —digo al teléfono—. ¿Hola?

—Oh, perdón, he visto un número de Irlanda y he pensado que era mi padre —explica la voz.

—No pasa nada —añado, un poco confundida.

Papá junta las manos como para rezar.

—Estaba buscando… —Papá empieza a menear la cabeza con vehemencia y no termino la frase.

—¿Entradas para el espectáculo? —pregunta la chica.

Frunzo el ceño.

—¿Para qué espectáculo?

—En la Royal Opera House.

—Perdón, ¿con quién hablo? Estoy confundida.

Papá vuelve a poner los ojos en blanco y se sienta en el primer escalón.

—Soy Bea —dice la chica.

—Bea. —Lanzo a papá una mirada inquisitiva y se encoge de hombros—. ¿Bea qué?

—Vaya, ¿con quién hablo? —pregunta con cierta aspereza.

—Me llamo Joyce. Perdona, Bea, creo que me he confundido al marcar. ¿Has dicho que has visto un número irlandés? ¿He llamado a América?

—No, no te preocupes. —Contesta en un tono más amistoso—. Has llamado a Londres —explica—. Al ver el número irlandés pensé que serías mi padre. Regresa esta noche para asistir a mi espectáculo mañana y estaba preocupada porque aún estoy estudiando y todo esto me viene un poco grande y se me ha ocurrido que él… Perdón, no sé por qué te estoy contando todo esto pero es que estoy muy nerviosa. —Ríe y suspira profundamente—. Técnicamente, éste es un número de emergencia.

—Qué gracia, yo también he marcado mi número de emergencia —digo con un hilo de voz.

Ambas nos echamos a reír.

—Vaya, qué raro —dice Bea.

—Tu voz me suena, Bea. ¿Es posible que te conozca?

—Lo dudo. No conozco a nadie en Irlanda aparte de mi padre, que es americano, o sea que si no eres mi padre intentando gastarme una broma…

—No, no, no es ninguna broma… —Me tiemblan las rodillas—. Esto te va a perecer una pregunta estúpida, pero ¿eres rubia?

Papá se coge la cabeza con las manos y le oigo gruñir.

—¡Sí! ¿Por qué, acaso tengo voz de rubia? A lo mejor no me conviene. —Se ríe.

Se me hace un nudo en la garganta y me cuesta hablar.

—He acertado por casualidad —me obligo a decir.

—Pues te felicito —contesta con curiosidad—. Bueno, espero que todo vaya bien. Me has dicho que llamabas a un número de emergencia…

—Sí, gracias, todo en orden.

Papá se muestra aliviado. La chica del teléfono ríe.

—Bueno, esto es un poco raro —dice—. Tengo que colgar. Ha sido un placer hablar contigo, Joyce.

—Lo mismo digo, Bea. Que tengas mucha suerte con el ballet.

—Gracias.

Nos despedimos y cuelgo con mano temblorosa.

—Mira que eres tonta. ¿Has llamado a las Américas? —suelta papá, poniéndose las gafas para pulsar un botón del teléfono—. Joseph, el vecino de la esquina, me enseñó a hacer esto cuando recibía aquellas llamadas tan raras. Puedes ver quién te ha llamado y también a quién has llamado tú. Resultó que era Fran, que le daba sin querer al teléfono de mano. Los nietos se lo regalaron por Navidad y lo único que ha hecho con él ha sido despertarme a todas horas. En fin, aquí está. Los primeros números son 0044. ¿Dónde es eso?

—Es el Reino Unido.

—¿Por qué demonios lo has hecho? ¿Querías engañarme? Jesús, con el susto que me he llevado podría haber tenido un infarto.

—Perdona, papá. —Me siento a su lado en el primer escalón, un poco temblorosa—. No sé de dónde he sacado ese número.

—Bueno, desde luego ha servido para que aprendiera una buena lección —dice sin mucha convicción—. Nunca volveré a fumar. No señor. Dame esos cigarrillos, que los voy a tirar.

Se los paso, todavía aturdida. Se levanta y guarda la cajetilla en el bolsillo del pantalón.

—Espero que pagues esa llamada —añade—, porque si crees que con mi pensión… —se interrumpe y entorna los ojos al mirarme—. ¿Qué te pasa?

—Me voy a Londres —suelto de repente.

—¿Qué? —Los ojos por poco se le salen de las órbitas—. Por Dios Todopoderoso, Gracie, lo tuyo es un sinvivir.

—Tengo que hallar algunas respuestas a… algo. Tengo que ir a Londres. Ven conmigo —le animo—. Si vas a fumar, también podrías salir de Irlanda antes de matarte.

—Hay un número al que puedo llamar para denunciar que me hablas así. ¿Crees que no estoy al corriente de los malos tratos que los hijos dan a sus padres ancianos?

—No te hagas la víctima, sabes de sobra que lo hago por tu bien. Ven a Londres conmigo, papá, por favor.

—Pero, pero… —Comienza a retroceder, con los ojos como platos—. No puedo saltarme el Club de los Lunes.

—Saldremos mañana por la mañana, volveremos antes del lunes, te lo prometo.

—Pero es que no tengo pasaporte.

—Sólo necesitas un carné con foto.

Nos levantamos y empezamos a caminar hacia la cocina.

—Pero no tenemos dónde alojarnos —prosigue papá, cruzando el umbral.

—Iremos a un hotel.

—Eso es muy caro.

—Compartiremos habitación.

—Pero no sé dónde está nada en Londres.

—Yo lo conozco; he ido un montón de veces.

—Pero… pero… —Choca con la mesa de la cocina y ya no puede retroceder más. Su rostro es una máscara de terror—. Nunca he ido en avión.

—No tiene ningún secreto. Seguramente lo pasarás bomba volando. Y yo estaré a tu lado, dándote conversación todo el rato.

Se muestra indeciso.

—¿Qué pasa? —pregunto con delicadeza.

—¿Qué voy a llevarme? ¿Qué necesito para ir allí? Tu madre siempre me hacía la maleta cuando íbamos a alguna parte.

—Te ayudaré a hacer el equipaje. —Sonrío entusiasmada—. Esto va a ser la mar de divertido. ¡Tú y yo de vacaciones en el extranjero por primera vez!

Papá parece entusiasmarse a su vez, pero acto seguido su entusiasmo se desvanece.

—No, no voy a ir —dice—. No sé nadar. Si el avión se cae, no sé nadar. No quiero cruzar el mar. Cogeré un avión contigo a donde sea, pero no quiero cruzar el mar.

—Papá, vivimos en una isla; vayas a donde vayas, para salir del país no hay más remedio que cruzar el mar. Y en el avión hay chalecos salvavidas.

—¿En serio?

—Sí, todo irá bien —le aseguro—. Te enseñan qué hay que hacer en caso de emergencia, pero, créeme, no habrá ninguna. He volado decenas de veces sin el menor contratiempo. Lo pasarás en grande. ¿Te imaginas todo lo que podrás contar a la pandilla del Club de los Lunes? No darán crédito a sus oídos, nunca se cansarán de oír tus aventuras.

Los labios de papá van dibujando lentamente una sonrisa y al final accede:

—El bocazas de Donal tendrá que escuchar a otro explicar una historia más interesante que la suya, para variar. Me parece que Maggie podrá encontrarme un hueco en la agenda.

18

—Fran está esperando fuera, papá. ¡Tenemos que irnos!

—Un momento, cielo, sólo quiero asegurarme de que todo esté bien.

—Todo está bien —se lo aseguro—. Ya lo has comprobado cinco veces.

—Nunca está de más un último repaso. Siempre andan dando noticias de televisores que funcionan mal y tostadoras que explotan y gente que vuelve de sus vacaciones y encuentra un montón de cenizas humeantes donde antes estaba su casa.

Comprueba los enchufes de la cocina por enésima vez. Fran vuelve a tocar el claxon.

—Juro que cualquier día de éstos voy a estrangular a esa mujer. ¡Que te den bocinazos a ti! —le grita como si fuera a oírle, y me echo a reír.

—Papá —le cojo la mano—, tenemos que irnos ya, en serio. A la casa no va a pasarle nada. Tus vecinos y amigos cuidarán de ella. Basta un ruidito en la calle para que se amorren a la ventana. Lo sabes de sobra.

Asiente y mira en derredor con ojos llorosos.

—Vamos a pasarlo muy bien, de verdad —lo tranquilizo—. ¿Qué te preocupa tanto?

—Me preocupa que ese maldito gato de peluche se meta en mi jardín para mearse en mis plantas. Me preocupa que la hiedra asfixie a mis pobres petunias y bocas de dragón, y que no haya nadie que vigile mis crisantemos. ¿Y si sopla viento y llueve mientras estamos fuera? No los he arrodrigado todavía y las flores pesan y se pueden romper. ¿Sabes cuánto tardó en arraigar el magnolio? Lo planté cuando eras una mocosa, mientras tu madre tomaba el sol en las piernas y se reía del señor Henderson, Dios lo tenga en su gloria, que la miraba a hurtadillas entre las cortinas desde la casa de al lado.

Observo cómo se balancea camino de la puerta. Vestido de domingo: traje con chaleco, camisa y corbata, zapatos superlustrosos y la gorra de
tweed
, por supuesto, sin la cual nunca se ha dejado ver fuera de casa. Es como si hubiera saltado de las fotos que hay en la pared junto a él. Se detiene ante la mesa del recibidor y alarga la mano para coger el retrato de mamá.

—¿Sabes que tu madre siempre me insistía en que fuera a Londres con ella? —pregunta.

Finge que limpia una mancha del cristal, pero en realidad acaricia el rostro de mamá con el dedo.

—Llévatela, papá.

—Ni hablar, qué tontería —niega con seguridad, pero me mira indeciso—. ¿No te parece?

—A mí me parece una gran idea. Nos vamos los tres y lo pasamos en grande.

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