—No le hable así a mi hija —protesta papá—. No sabía que no podía traerlo. Sólo dijeron tijeras, pinzas y agua y…
—De acuerdo, lo entendemos, señor, pero vamos a tener que quitárselo —dice el guardia con calma.
—Pero es mi encendedor bueno, ¡no pueden quitármelo! ¿Y qué haré sin mi cortaúñas?
—Compraremos uno nuevo —le digo entre dientes—. Ahora haz lo que te piden.
—Vale —les dirige un gesto grosero—, quédense esas malditas cosas.
—Señor, por favor, quítese la gorra, el chaquetón, los zapatos y el cinturón.
—Es un hombre mayor —le digo al guardia en voz baja para que no nos oiga la gente que se está acumulando detrás de nosotros—. Necesita una silla para quitarse los zapatos. Y no debería hacerlo porque son ortopédicos. ¿No podrían dejarle pasar?
—El aspecto de su zapato derecho nos obliga a comprobarlo —comienza a explicar el guardia, pero papá le oye y explota.
—¿Piensa que llevo una bomba en el zapato? Seguro, ¿qué clase de idiota haría algo así? ¿Cree que llevo una bomba plantada en la cabeza, debajo de la gorra, o metida en el cinturón? ¿De verdad piensa que mi plátano es un arma? —Agita el plátano apuntando al personal y haciendo onomatopeyas de disparos—. ¿Se han vuelto todos locos, aquí? Quizá llevo una granada debajo de la… —dice cogiendo la gorra, pero no tiene ocasión de terminar la frase porque se arma un lío tremendo: se llevan a papá a empellones delante de mis propios ojos; luego me conducen a una habitación desangelada y me ordenan que espere allí.
Al cabo de un cuarto de hora de aguardar a solas en el espartano cuarto de interrogatorios, donde no hay más que una silla y una mesa, oigo que se abre y se cierra la puerta del cuarto contiguo. Chirridos de patas de silla y luego la voz de papá, como siempre más alta que la de los demás. Me acerco a la pared y pego la oreja.
—¿Con quién viaja? —dice la voz de un oficial.
—Con Gracie.
—¿Está seguro de eso, señor Conway?
—¡Por supuesto! ¡Es mi hija, pregúnteselo usted mismo!
—Según su pasaporte, se llama Joyce. ¿Nos está mintiendo, señor Conway? ¿O es usted quien miente?
—No estoy mintiendo. Quería decir Joyce.
—¿Ahora cambia su historia?
—¿Qué historia? Me he equivocado de nombre, y ya está. Mi esposa es Gracie, me he confundido.
—¿Dónde está su esposa?
—Ya no está con nosotros. La llevo en el bolsillo. Quiero decir que llevo una foto suya en el bolsillo. Al menos estaba en mi bolsillo hasta que esos muchachos de ahí fuera la han cogido y la han puesto en la bandeja. ¿Cree que me devolverán el cortaúñas? Me costó un buen pico.
—Señor Conway, le han dicho que los objetos punzantes y el líquido para mecheros no están permitidos en los vuelos.
—Ya lo sé, pero mi hija, Gracie, quiero decir, Joyce, ayer se puso como loca cuando descubrió mi paquete de cigarrillos escondido en la lata de Sugar Puffs y no quería sacar el mechero del bolsillo para que no perdiera la cabeza otra vez. Aunque les pido disculpas. No tenía intención de hacer estallar el avión ni nada por el estilo.
—Señor Conway, por favor, absténgase de emplear ese lenguaje. ¿Por qué se ha negado a quitarse los zapatos?
—¡Tengo tomates en los calcetines!
Se hace el silencio.
—Tengo setenta y cinco años, joven —prosigue papá—. ¿Poiqué diablos tengo que quitarme los zapatos? ¿Han pensado que iba a hacer estallar el avión con un zapato de goma? O a lo mejor son las plantillas lo que les preocupa tanto. Quizá lleven razón, nunca se sabe el daño que es capaz de hacer un hombre con una buena plantilla…
—Señor Conway, por favor, no use ese lenguaje y absténgase de dárselas de sabihondo o no le permitiremos volar. ¿Qué motivo tiene para negarse a quitarse el cinturón?
—¡Se me habrían caído los pantalones! No soy como esos chicos de ahora, no me pongo cinturón para estar «guay», como dicen. En mi tierra te pones cinturón para sujetar los pantalones. Y le aseguro que me arrestaría por mucho más que esto, si no lo hiciera, puede creerme.
—No está arrestado, señor Conway. Sólo tenemos que hacerle unas preguntas. En este aeropuerto, una conducta como la suya está prohibida, de modo que tenemos que asegurarnos de que usted no supone una amenaza para la seguridad de nuestros pasajeros.
—¿Qué quiere decir con lo de una amenaza?
El oficial de seguridad carraspea.
—Bueno, significa que debemos averiguar si usted pertenece a una banda o a una organización terrorista antes de reconsiderar si le dejamos pasar.
Oigo a mi padre reírse a mandíbula batiente.
—Tiene que entender que los aviones son espacios muy reducidos y que no permitimos subir a nadie de quien no estemos seguros. Tenemos derecho a elegir quién puede viajar a bordo.
—Sólo sería una amenaza en un sitio pequeño si hubiera tomado un buen curry en el indio del barrio. ¿Y organizaciones terroristas? En eso no hay problema. Sólo soy miembro del Club de los Lunes. Nos reunimos cada lunes menos si cae en festivo, que lo pasamos al martes. Sólo somos un puñado de chicas y muchachos como yo que se juntan para tomar unas cervezas y cantar un poco. Aunque si anda buscando algo jugoso, la familia de Donal estaba bastante implicada con el IRA, lo que yo le diga.
El oficial vuelve a carraspear.
—¿Donal?
—Donal McCarthy. Bah, déjele en paz, tiene noventa y siete, y estoy hablando de cuando su padre luchaba, y de eso hace un porrón de años. El único acto de rebeldía que es capaz de cometer ahora es arrearle al tablero de ajedrez con el bastón, y eso lo hace porque le tiene frustrado no poder jugar. Artritis en ambas manos. Bien podría metérselas en la boca, si quiere que le diga mi opinión. No hace más que hablar. Fastidia a Peter sin parar, pero es que nunca se han llevado bien desde que le hizo la corte a su hija y le partió el corazón. La moza ya ha cumplido los setenta y dos. ¿Alguna vez ha oído algo más ridículo? Que tenía un ojo extraviado, decía ella, pero claro, es que él no podría ser más bizco. El ojo se le mueve sin que se dé ni cuenta. Tampoco es para echárselo en cara, aunque le gusta dominar la conversación cada semana. Me muero de ganas de que me oiga contar este viaje, para variar. —Papá ríe y suspira en la larga pausa que sigue—. ¿Cree que podría tomar una taza de té?
—Ya casi hemos terminado, señor Conway. ¿Cuál es el motivo de su visita a Londres?
—Voy porque mi hija, como quien dice, me obligó de improviso. Ayer por la mañana, cuelga el teléfono y me mira con la cara más blanca que la nieve. «Me voy a Londres», me dice, como si eso fuese algo que haces de buenas a primeras. Ay, puede que ustedes los jóvenes hagan las cosas así, pero lo que es yo no estoy acostumbrado a decidir las cosas de ese modo, ni por asomo. Nunca me he subido a un avión, ¿sabe? Y va y me dice si no sería divertido que nos fuéramos juntos de viaje. Normalmente le habría dicho que no, que tengo un montón de cosas que hacer en mi jardín. Hay que plantar las azucenas, los tulipanes, los narcisos y los jacintos a tiempo para la primavera, ¿sabe?, pero ella va y me dice que viva un poco, y me vinieron ganas de zurrarla porque llevo mucho más tiempo viviendo que ella. Pero debido a ciertos… bueno, digamos problemas recientes, decidí venir con ella. Y eso no es un crimen, ¿verdad?
—¿Qué problemas recientes, señor Conway?
—Ay, mi Gracie…
—Joyce.
—Sí, gracias. Mi Joyce ha pasado por una mala racha. Perdió a su bebé hace unas semanas, ya ve. Llevaba años intentando tener un hijo con un tipo que juega al tenis con pantalones cortos blancos y parecía que las cosas por fin iban de fábula, pero tuvo un accidente, se cayó, ¿sabe?, y perdió el pequeño. También ella se perdió un poco, si quiere que le diga la verdad. También perdió al marido la semana pasada, pero no se lamente por eso. Es verdad que ha perdido algo, pero, ojo, ahora tiene algo que nunca antes había tenido. No sabría decirle qué es exactamente, pero, sea lo que sea, me parece que no es malo. En general las cosas no le están yendo muy bien y claro, ¿qué clase de padre sería si dejara que se marchase sola en ese estado? Está sin trabajo, sin bebé, sin marido, sin madre y pronto sin casa, y si tiene ganas de irse a Londres a respirar aire fresco, aunque sea de improviso, pues le digo que tiene todo el derecho a ir sin que nadie le impida hacer lo que quiere.
»Tenga, quédese mi maldita gorra. Mi Joyce quiere ir a Londres y ustedes deberían permitírselo. Es una buena chica, no ha hecho nada malo en toda su vida. Ahora mismo sólo me tiene a mí y este viaje, que yo sepa. De manera que tenga, quédesela. Si tengo que ir sin gorra, zapatos, cinturón y abrigo, pues vale, por mí no hay problema, pero mi Joyce no va a marcharse a Londres sin mí.
Vaya, a ver si eso no basta para doblegar a una chica.
—Señor Conway, ¿sabe que vamos a devolverle la ropa en cuanto haya pasado por el detector de metales?
—¡¿Qué?! —exclama—. ¿Por qué demonios no me lo ha dicho? Todo este jaleo por nada. Francamente, a veces dirías que esa chica casi desea los problemas. Vale, muchachos, quédense con mis cosas. ¿Creen que aún estamos a tiempo para coger el avión?
Si me había asomado alguna lágrima a los ojos, se me ha secado en un instante.
Finalmente se abre la puerta de mi encierro y asoma un policía. Con un único gesto de asentimiento, vuelvo a ser una mujer libre.
—Doris, no puedes cambiar los fogones de sitio. Díselo, Al.
—¿Por qué no?
—Cariño, de entrada, porque pesan mucho, y luego, porque son de gas. No estás cualificada para cambiar de sitio aparatos de cocina —explica Al, y se dispone a hincarle el diente a un donut.
Doris se separa de él y lo deja lamiéndose los hilos de mermelada que le pringan los dedos.
—Me parece que vosotros dos no entendéis que es mal Feng shui tener los fogones enfrente de una puerta —asevera—. La persona que esté cocinando puede tener ganas de volverse instintivamente para echar un vistazo a la puerta, lo cual crea una sensación de desasosiego, lo cual puede causar accidentes.
—Quizá dejar la cocina sin fogones sería una opción más segura para papá —interviene Bea.
—Tenéis que darme un respiro. —Justin suspira y se sienta a la mesa nueva de la cocina, en una de las sillas nuevas—. Lo único que necesita este sitio son muebles y una mano de pintura, no que os pongáis a reestructurar el apartamento entero con arreglo al Yoda.
—No es con arreglo al Yoda —dice Doris enfurruñada—. Donald Trump sigue el Feng shui, por si no lo sabéis.
—Ah, entonces bien —dicen Al y Justin al unísono.
—Sí, entonces bien. Quizá si tú hubieses hecho lo mismo que él, ahora serías capaz de subir la escalera sin tener que hacer una pausa para almorzar a mitad de camino —le espeta a su marido—. Que vendas neumáticos no significa que debas tenerlos en el vientre.
Bea abre la boca pasmada y Justin procura no reír.
—Venga, corazón —le dice a su hija—, larguémonos de aquí antes de que la situación se ponga violenta.
—¿Adónde vais? ¿Puedo ir con vosotros? —pregunta Al.
—Yo voy al dentista y Bea tiene ensayo para esta noche.
—Buena suerte, rubia. —Al le revuelve el pelo—. Te estaremos animando.
—Gracias. —Bea aprieta los dientes y se recompone el peinado—. Hombre, eso me recuerda otra cosa sobre la mujer del teléfono. ¿Joyce?
«¿Qué, qué, qué?»
—¿El qué? —jadea Justin.
—Sabe que soy rubia.
—¿Por qué lo sabía? —pregunta Doris sorprendida.
—Me dijo que lo había adivinado. Pero eso no es todo. Antes de colgar me dijo: «Que tengas mucha suerte con el ballet.»
—Debe de ser adivina —comenta Al, encogiendo los hombros.
—Veréis, es que luego lo estuve pensando y no recuerdo haberle dicho que mi espectáculo fuera de ballet.
Justin se vuelve de inmediato hacia Al, un poco más preocupado ahora que su hija está implicada, pero aún lleno de adrenalina.
—¿Qué te parece?
—Me parece que deberías guardarte las espaldas, tronco. A lo mejor está chiflada.
Desanimado, Justin mira esperanzado a su hija.
—¿Te pareció que estuviera chiflada?
—No sé —responde encogiéndose de hombros—. ¿Cómo se reconoce a una chiflada?
Justin, Al y Bea se vuelven a la vez para mirar a Doris.
—¿Qué pasa? —exclama ella.
—No. —Bea mira a su padre y menea la cabeza—. Nada que ver, en absoluto.
—¿Para qué es esto, Gracie?
—Es una bolsa para el mareo.
—¿Para qué sirve esto?
—Para colgar el abrigo.
—¿Por qué está eso ahí?
—Es una mesa.
—¿Cómo se abre?
—Abriendo el pestillo de la parte de arriba.
—Señor —dice una de las azafatas—, por favor, mantenga la mesa en posición vertical hasta que hayamos despegado.
Silencio.
—¿Qué hacen ahí fuera?
—Cargan el equipaje.
—¿Qué es esto?
—Un asiento eyector para personas que hacen demasiadas preguntas.
—¿Qué es en realidad?
—Es para reclinar el asiento.
—Señor —dice de nuevo la azafata—, ¿podría mantener el respaldo vertical hasta que despeguemos, por favor?
Silencio.
—¿Qué es este botón?
—El aire acondicionado.
—¿Y éste?
—Una luz.
—¿Y este otro?
—Dígame, señor, ¿necesita algo? —pregunta la azafata.
—Eh, no, gracias.
—Ha pulsado el botón de asistencia.
—Ah, ¿por eso hay una mujercita en el botón? No lo sabía. ¿Puedo tomar un vaso de agua?
—No podemos servir bebidas hasta después del despegue, señor.
—Oh, de acuerdo. Ha hecho una exhibición muy buena, antes. Era usted el vivo retrato de mi amiga Edna cuando se ha puesto la mascarilla de oxígeno. Se fumaba unos sesenta al día, ¿sabe?
La azafata forma una «o» con los labios.
—Ahora me siento más seguro, pero ¿qué pasa si caemos en tierra firme? —Levanta la voz y los pasajeros de alrededor nos miran—. Está claro que los chalecos salvavidas son inútiles, a no ser que nos pongamos a tocar el silbato mientras caemos por el aire con la esperanza de que alguien nos oiga y nos recoja. ¿No tenemos paracaídas?
—No hay motivo para preocuparse, señor, no vamos a caer sobre tierra firme —dice la azafata.
—Vale. Eso es muy tranquilizador, desde luego. Pero si lo hacemos, dígale al piloto que apunte a un pajar o algo por el estilo.