Rescate en el tiempo (24 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

El segundo escolta era un hombre hosco con aspecto de ex marine, fogueado y competente. La ropa de época de Baretto era más basta y holgada, de una tela semejante a la arpillera, propia de un campesino. Saludó con un parco gesto. Parecía de mal humor.

—¿Todo claro? —dijo Gómez—. ¿Alguna otra duda?

—¿Lleva allí tres días, el profesor Johnston? —preguntó Chris.

—Así es.

—¿Quién creen los lugareños que es?

—Lo ignoramos —contestó Gómez—. No sabemos siquiera por qué se alejó de la máquina. Supongo que tuvo alguna razón. Pero, dado que está en el mundo, lo más sencillo para él sería pasar por un hermano lego o un estudioso de Londres en peregrinación a Santiago de Compostela. Sainte-Mère está en el Camino de Santiago, y con frecuencia los peregrinos interrumpen su viaje por un día o una semana y se quedan allí, en especial si entablan amistad con el abad, que es todo un personaje. Quizá sea ése el caso del profesor. O quizá no. En realidad, no lo sabemos.

—Pero, un momento, ¿no cambiará su presencia allí la historia local? —dijo Chris Hughes—. ¿No influirá en el resultado de los acontecimientos?

—No.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque es imposible.

—Pero ¿y las paradojas del tiempo?

—¿Las paradojas del tiempo?

—Exacto —secundó Stern—. Como, por ejemplo, una persona que viaja al pasado y mata a su abuelo, de modo que no puede nacer ni, por tanto, retroceder en el tiempo para matar a su abuelo.

—Ah, eso. —Gómez movió la cabeza en un impaciente gesto de negación—. No existen las paradojas del tiempo.

—¿Cómo que no? —replicó Stern—. Claro que existen.

—No, no existen —aseguró una voz firme detrás de ellos. Todos se volvieron. Era Doniger—. No se producen paradojas en el tiempo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Stern, molesto por tan brusca refutación de su planteamiento.

—Las llamadas paradojas del tiempo no guardan relación alguna con el tiempo real —declaró Doniger—. Tiene que ver con ciertas concepciones de la historia, tentadoras pero erróneas. Tentadoras, porque nos inducen a pensar que poseemos el poder de influir en el curso de los acontecimientos; y erróneas, porque carecemos de tal poder.

—¿No podemos influir en los acontecimientos?

—No.

—Claro que podemos.

—No. No podemos. Resulta más fácil comprenderlo mediante un ejemplo contemporáneo. Imagina que vas a un partido de béisbol. Los Yankees contra los Mets, y van a ganar los Yankees, obviamente. Quieres cambiar el resultado para que ganen los Mets. ¿Qué puedes hacer? No eres más que un individuo en medio de una multitud. Si intentas llegar al banquillo, te lo impedirán. Si intentas saltar al campo, te sacarán a rastras. Cualquier acción corriente a tu alcance se frustrará y no alterará el resultado del partido.

»Supongamos que eliges una acción más extrema: disparar contra el pitcher de los Yankees. Pero en cuanto los hinchas más cercanos a ti vean el arma, probablemente te reducirán. Incluso si consigues disparar una vez, fallarás casi con toda seguridad. Y aun si la bala alcanza al pitcher, ¿qué ocurrirá? Otro jugador ocupará su puesto, y los Yankees ganarán el partido.

»Supongamos que eliges una acción todavía más extrema: lanzar bombas de gas nervioso y matar a toda la gente del estadio. Una vez más, es poco probable que lo consigas, porque, como antes, difícilmente llegarás a lanzarlas. Pero aun si logras matar a todo el mundo, no habrás cambiado el resultado del partido. Puedes aducir que has desviado la historia en otra dirección, y tal vez así sea; pero no has hecho que los Mets ganen el partido. En realidad, no puedes hacer nada para que los Mets ganen el partido. Sigues siendo lo que eras: un espectador más.

»Y ese mismo principio rige para la mayoría de las circunstancias históricas. Un individuo aislado tiene pocas posibilidades de alterar los acontecimientos de manera significativa. Las masas, claro está, sí pueden cambiar el curso de la historia. Pero ¿una sola persona? No.

—Tal vez, pero sí puedo matar a mi abuelo —insistió Stern—. Y si él muere, yo no naceré, así que no existiré y por tanto no podré matarlo. Y eso es una paradoja.

—Sí, lo es…, en el supuesto de que llegues a matar a tu abuelo. Pero eso, en la práctica, puede resultar muy difícil. En la vida se tuercen muchas cosas. Quizá no encuentres a tu abuelo en el momento oportuno. Quizá te atropelle un autobús en el camino. O quizá te enamores. Quizá te detenga la policía. Quizá lo mates demasiado tarde, cuando tu padre ya haya sido concebido. O quizá al estar cara a cara con él seas incapaz de apretar el gatillo.

—Pero
en teoría

—En lo referente a la historia, las teorías no tienen ningún valor —dijo Doniger con un gesto de desdén—. Una teoría es válida si permite predecir sucesos futuros. Pero la historia es el registro de las acciones humanas, y ninguna teoría puede predecir las acciones humanas. —Se frotó las manos—. Y ahora ¿por qué no nos dejamos de especulaciones y nos ponemos en marcha?

Un murmullo surgió del resto del grupo.

Stern se aclaró la garganta y anunció:

—En realidad, creo que no voy a ir.

Marek lo preveía. Había observado a Stern durante la reunión informativa, advirtiendo el modo en que se movía en la silla, como si no encontrara cómoda ninguna postura. El nerviosismo de Stern había ido en aumento desde el principio de la visita a las instalaciones.

Marek no albergaba la menor duda en cuanto a aquel viaje. Desde la adolescencia había vivido y respirado el mundo medieval, imaginándose en Wartburg y Carcasona, Aviñón y Milán. Había participado en las guerras gaélicas al servicio de Eduardo I. Había visto a los burgueses de Calais entregar su ciudad, y acudido a las ferias de Champaña. Había formado parte de las magníficas cortes de Leonor de Aquitania y el duque de Berry. Marek estaba resuelto a emprender aquel viaje a toda costa. En cuanto a Stern…

—Lo siento —decía Stern—, pero esto no es asunto mío. Me incorporé al equipo del profesor únicamente porque mi novia se inscribió en un curso de verano en Toulouse. No soy historiador. Soy un científico. Y además dudo de que sea seguro.

—¿Dudas de que las máquinas sean seguras? —preguntó Doniger.

—Las máquinas no, el lugar. El año 1357. Después de la batalla de Poitiers, Francia estuvo en guerra civil. Tropas descontroladas se dedicaban al pillaje. Maleantes, asesinos, anarquía en todas partes.

Marek asintió con la cabeza. Como mínimo, Stern comprendía la situación. El siglo
XIV
era un mundo en desintegración, y peligroso. Era un mundo dominado por la religión; la mayoría de la gente iba a misa al menos una vez al día. Sin embargo, era un mundo en extremo violento, donde las huestes invasoras mataban a cuantos encontraban a su paso, donde se descuartizaba de manera rutinaria a mujeres y niños, donde se destripaba a las embarazadas por diversión. Era un mundo que ensalzaba los ideales caballerescos y al mismo tiempo saqueaba y asesinaba indiscriminadamente, donde se consideraba a las mujeres seres inermes y delicados cuando en realidad administraban grandes fortunas, gobernaban castillos, tomaban amantes a su antojo, y maquinaban crímenes y rebeliones. Era un mundo de fronteras cambiantes y lealtades cambiantes, y esos cambios a menudo se producían de la noche a la mañana. Era un mundo de muerte, de epidemias devastadoras, de enfermedades, de guerras permanentes.

—Desde luego no es nuestra intención obligarle —dijo Gordon.

—Pero recuerda que no estaréis solos —añadió Doniger—. Os acompañarán dos escoltas.

—Lo siento —repitió Stern—. Lo siento.

—Déjenlo quedarse —terció Marek por fin—. Tiene razón. No es su período, ni es asunto suyo.

—Ahora que lo mencionas —dijo Chris—, eso mismo estaba yo pensando: tampoco es mi período. Mi verdadera especialidad, más que el siglo
XIV
, es el último cuarto del siglo
XIII
. Quizá debería quedarme con David…

—De eso nada —atajó Marek, echando un brazo sobre el hombro de Chris—. Tú te las arreglarás a la perfección. —Marek actuó como si tomara a broma el comentario, aunque sabía que Chris no bromeaba precisamente.

No precisamente.

Capítulo 26

La sala estaba a muy baja temperatura. Una fría neblina les cubría los pies y los tobillos, rizándose como la superficie de un estanque mientras avanzaban por ella en dirección a las máquinas.

Había cuatro jaulas conectadas por las bases y una quinta separada.

—Esa es la mía —dijo Baretto, y entró en la jaula independiente, quedándose inmóvil, con la espalda recta y la mirada al frente.

Susan Gómez entró en una de las jaulas unidas.

—Vosotros vendréis conmigo —informó.

Marek, Kate y Chris entraron en las otras tres jaulas. Provistas al parecer de muelles, las máquinas se balancearon ligeramente bajo su peso.

—¿Preparados?

Los otros respondieron con gestos y susurros de asentimiento.

—Las damas primero —dijo Baretto.

—Por una vez has acertado —respondió Gómez. Era obvio que Baretto y ella no se tenían la menor simpatía. Dirigiéndose al resto del grupo, anunció—: Muy bien. En marcha.

Chris notó que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Lo invadió una sensación de vértigo y miedo. Cerró los puños.

—Relajaos —aconsejó Gómez—, os resultará una experiencia agradable. —Introdujo la oblea de cerámica en la ranura situada a sus pies y volvió a erguirse—. Allá vamos. Recordad: en el último momento del proceso debéis estar muy quietos.

Empezó a oírse el zumbido de las máquinas. Chris percibió una ligera vibración bajo sus pies, en la base. El zumbido de las máquinas cobró intensidad. En torno a las bases, la neblina se arremolinó y dispersó. Las máquinas comenzaron a crujir y chirriar, como si el metal se retorciera. El ruido aumentó rápidamente, hasta estabilizarse en un volumen tan estridente como un grito.

—Ese sonido se debe al enfriamiento del metal a temperaturas de superconducción por efecto del helio líquido —explicó Gómez.

Súbitamente, el agudo chirrido cesó y se inició el tableteo.

—Y esto es el control de holgura mediante infrarrojos —dijo Gómez.

Un repentino temblor se apoderó de Chris. Trató de controlarlo, pero le flaqueaban las piernas. En un instante de pánico, pensó en pedir que se cancelara la transmisión, pero entonces oyó una voz grabada: «Permanezca inmóvil…, abra los ojos…». Demasiado tarde, se dijo. Demasiado tarde.

«… Respire hondo… contenga la respiración…
Ahora
».

El anillo del techo descendió en un instante hasta sus pies, emitiendo un chasquido metálico al entrar en contacto con la base. De inmediato se produjo un cegador destello de luz, envolvente, más intenso que el sol, pero Chris no sintió nada. De hecho, experimentó una extraña sensación de distanciamiento, como si contemplara una escena a lo lejos.

Alrededor, el silencio era absoluto.

Vio agrandarse la máquina de Baretto, elevándose imponente junto a él. Baretto, un gigante, su descomunal rostro salpicado de monstruosos poros, estaba inclinado, mirándolos.

Más destellos.

La máquina de Baretto no sólo aumentaba de tamaño sino que también parecía alejarse, cada vez más separada de ellos por una creciente extensión de suelo: una vasta superficie de goma oscura.

Más destellos.

El suelo de goma tenía un dibujo de círculos en relieve. De pronto esos círculos se alzaron en torno a ellos como acantilados negros. Al cabo de un momento, los acantilados negros alcanzaban tal altura que semejaban rascacielos negros e impedían el paso de la luz. Finalmente, los rascacielos se unieron en lo alto y el mundo se oscureció.

Más destellos.

Por un instante permanecieron sumidos en una total negrura. Luego Chris distinguió unos puntos de luz titilante, dispuestos en cuadrícula, extendiéndose en todas direcciones. Daba la impresión de que estuvieran en el interior de una enorme y brillante estructura cristalina. Mientras Chris observaba, los puntos de luz se hicieron más grandes y deslumbrantes, desdibujándose sus contornos hasta convertirse en esferas borrosas y resplandecientes. Se preguntó si serían átomos.

No veía ya la cuadrícula, sino sólo unas cuantas esferas cercanas. Su máquina avanzó derecha hacia una radiante esfera que parecía palpitar y cambiar de forma.

Luego penetraron en la esfera, sumergiéndose en una refulgente niebla que parecía saturada de una energía vibrante.

Y de pronto el resplandor se desvaneció.

Flotaron en una uniforme negrura. Nada.

Negrura.

Pero al cabo de un instante Chris vio que seguían descendiendo, ahora en dirección a la encrespada superficie de un mar negro en una noche negra. El mar bullía y se agitaba, formando una espuma azulada. A medida que bajaban, la espuma aumentaba de tamaño. Chris advirtió que una burbuja en particular resplandecía de un modo especial.

Su máquina se dirigió hacia ese resplandor a una velocidad cada vez mayor, y tuvo la sensación de que iban a estrellarse contra la espuma. Por fin, entraron en la burbuja y oyeron un penetrante chirrido.

Luego silencio.

Oscuridad.

Nada.

Capítulo 27

En la sala de control, David Stern observaba los destellos en el suelo de goma, que se contrajeron y debilitaron hasta extinguirse por completo. Las máquinas habían desaparecido. Los técnicos se concentraron de inmediato en Baretto e iniciaron la cuenta atrás de su transmisión.

Pero Stern mantenía la mirada fija en el punto donde segundos antes se hallaban sus compañeros.

—¿Y ahora dónde están? —preguntó a Gordon.

—Ah, ya han llegado. Ya están
allí
.

—¿Han sido reconstruidos?

—Sí.

—Sin fax en el otro extremo.

—En efecto.

—Explíqueme cómo —dijo Stern—. Cuénteme los pormenores que no interesaban a los demás.

—Muy bien —contestó Gordon—. No es ningún problema grave. Simplemente he pensado que a los otros podría resultarles…, en fin,
alarmante
.

—Ya.

—Volvamos a las figuras de interferencia, que, como hemos dicho, demostraban que otros universos influyen en el nuestro. No tenemos que hacer nada para que se produzca una figura de interferencia. Es algo que ocurre por sí solo.

—Sí.

—Y esa interacción es muy fiable: se produce siempre que proyectamos luz a través de las dos hendiduras.

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