Rescate en el tiempo (27 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Se había resquebrajado, y la brecha dejaba a la vista los componentes electrónicos del interior.

Chris la recogió. La oblea se hizo pedazos en su mano, esparciéndose por el barro los fragmentos blancos y plateados. En ese momento tuvo clara conciencia de su situación.

Sus dos guías estaban muertos. Habían perdido una máquina. El marcador de regreso estaba hecho añicos.

—Lo cual implicaba que se hallaban atrapados en aquel lugar, perdidos, sin guías ni ayuda alguna. Y sin la menor esperanza de poder regresar jamás.

Jamás.

36.30.42

—Preparados —avisó un técnico—. Ya llega.

En el centro del espacio delimitado por las paredes curvas del blindaje de agua, sobre el suelo de goma, se inició una serie de diminutos destellos de luz.

Gordon miró a Stern.

—Enseguida sabremos qué ha ocurrido.

Los destellos cobraron intensidad, y sobre la goma empezó a dibujarse la silueta de una máquina. Tenía poco más de un metro de altura cuando Gordon exclamó:

—¡Maldita sea! ¡Ese tipo no da más que problemas!

Stern dijo algo, pero Gordon ni siquiera lo oyó. Mantenía la vista fija en Baretto, sentado dentro de la jaula, recostado contra una barra, obviamente muerto. La máquina alcanzó su tamaño natural. Gordon vio la pistola en la mano de Baretto y dedujo qué había sucedido. A pesar de que Kramer le había advertido expresamente al respecto, el hijo de puta había llevado armas modernas al pasado. Y naturalmente Gómez lo había obligado a volver, y…

Un pequeño objeto oscuro rodó hasta el suelo.

—¿Qué es eso? —preguntó Stern.

—No lo sé —respondió Gordon, observando la pantalla—. Parece una gra…

Con el fogonazo de la explosión, las pantallas quedaron en blanco por un momento. En la sala de control, la detonación llegó extrañamente distorsionada, como si fuera sólo una ráfaga de estática. Un humo blanquecino llenó de inmediato la sala de tránsito.

—¡Mierda! —exclamó Gordon, golpeando la consola con el puño.

En la sala de tránsito se oían los gritos de los técnicos. Un hombre tenía el rostro cubierto de sangre. Al cabo de un segundo lo levantó del suelo el súbito torrente formado por el agua que escapaba de las paredes de cristal rotas por la metralla. Un metro de agua se agitaba en la sala como un mar encrespado. Pero al cabo de un momento desapareció, absorbida por el sistema de desagüe. El suelo, ya despejado, humeaba y chirriaba.

—Son las baterías —informó Gordon—. Ha habido una fuga de ácido fluorhídrico.

Desdibujadas por el humo, varias figuras con máscaras de gas entraron rápidamente en la sala para socorrer a los técnicos heridos. Empezaron a desplomarse algunas vigas del techo, destruyendo el resto del blindaje de agua. Otras vigas cayeron en el centro de la sala de tránsito.

En la sala de control, alguien entregó una máscara de gas a Gordon y otra a Stern. Gordon se la puso y dijo:

—Ahora tenemos que salir de aquí. El aire está contaminado.

Stern permanecía atento a las pantallas. A través del humo, vio las otras máquinas destrozadas, volcadas, emanando vapor y un gas de color verde pálido. Sólo había una intacta, a un lado, y mientras Stern observaba la escena, una viga de unión se desprendió del techo y la aplastó.

—No queda ninguna máquina —susurró Stern—. ¿Quiere eso decir…?

—Sí —confirmó Gordon—. De momento, por desgracia, sus amigos tendrán que valerse por sí solos.

36.30.00

—Procura calmarte, Chris —dijo Marek.

—¿Calmarme? ¿Calmarme? —Chris hablaba casi a gritos—. Pero, André, por Dios, fíjate: el marcador de navegación está destrozado. No tenemos marcador, y eso significa que no tenemos cómo volver, y eso significa que estamos jodidos, André. ¿Y quieres que me calme?

—Exacto, Chris —respondió Marek con voz firme y serena—. Eso es precisamente lo que quiero. Quiero que te calmes, por favor. Quiero que te controles.

—¿Por qué? —dijo Chris—. ¿Para qué? Afronta la realidad, André: vamos a morir todos aquí. Lo sabes, ¿verdad? Van a matarnos, maldita sea. Y no hay manera de salir de aquí.

—Sí la hay.

—No tenemos comida, no tenemos nada. Estamos atrapados aquí, en este pozo de mierda, sin siquiera un clavo ardiendo al que agarrarnos, y… —Interrumpiéndose, se volvió hacia Marek—. ¿Qué has dicho?

—He dicho que sí hay una manera de salir de aquí.

—¿Cuál?

—No usas la cabeza. La otra máquina ha regresado. A Nuevo México.

—¿Y qué?

—Allí verán en qué estado llega…

—Muerto, André —corrigió Chris—. Verán que llega
muerto
.

—La cuestión es que sabrán que ha ocurrido algo grave y vendrán a rescatarnos. Enviarán otra máquina por nosotros.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque es lo lógico —contestó Marek. Se dio media vuelta y se marchó camino abajo.

—¿Adónde vas?

—A buscar a Kate. Tenemos que permanecer juntos.

—Yo me quedo aquí.

—Como quieras, siempre y cuando no te muevas de ahí —advirtió Marek.

—Descuida; aquí me encontrarás. —Chris señaló al suelo—. Éste es el punto adonde ha llegado antes la máquina, y aquí esperaré.

Marek se alejó al trote por el camino y desapareció tras el recodo. Chris estaba solo. Casi al instante dudó si debía quedarse allí o echar a correr detrás de Marek. Quizá no fuera prudente quedarse solo. Quizá convenía más «permanecer juntos», como había sugerido Marek.

Avanzó un par de pasos camino abajo y se detuvo. No, pensó. Había dicho que esperaría allí, y eso haría. Inmóvil en medio del camino, trató de respirar acompasadamente.

Bajó la mirada y vio que estaba pisando la mano de Gómez. Se apartó de un brinco. Subió por la cuesta unos cuantos metros, buscando un lugar desde donde no se viera el cadáver. Respiraba ya casi con normalidad y era capaz de pensar con calma. Marek tenía razón, decidió. Enviarían otra máquina, y probablemente muy pronto. ¿Aparecería justo allí? ¿Era aquél un punto de destino establecido? ¿O lo era toda la zona?

En cualquier caso, Chris estaba convencido de que debía permanecer exactamente allí.

Miró camino abajo, hacia el recodo por donde había desaparecido Marek. ¿Dónde estaría Kate? Posiblemente en el camino, no muy lejos. A doscientos metros, o poco más.

Se moría de ganas de volver al presente.

Oyó entonces el crujido de una rama a su derecha, en el bosque.

Alguien se acercaba.

Se puso tenso, consciente de que no tenía arma alguna. De pronto se acordó de la bolsa que llevaba al cinto, bajo la ropa. En ella se hallaba el bote de gas. Era mejor que nada. Torpemente, se recogió el jubón y buscó…

—Tsss.

Se volvió.

Era el muchacho, que salía del bosque. Tenía la cara suave e imberbe; sin duda no contaba más de doce años, advirtió Chris.


¡Hya, vos, hibernés!

Chris frunció el entrecejo, sin comprender, pero al cabo de un instante oyó una vocecilla dentro de su oído: «Eh, irlandés». El auricular estaba traduciendo sus palabras, dedujo.

—¿Qué?


Venid vos muy privado.

A través del auricular, Chris oyó: «Venid, deprisa».

Con expresión tensa y apremiante, el muchacho le hacía señas para que lo siguiera.

—Pero…

—Venid. Sir Guy no tardará en darse cuenta de que ha perdido el rastro, y entonces volverá aquí para seguirlo de nuevo.

—Pero…

—No podéis quedaros ahí. Os matará. ¡Venid!

—Pero… —dijo Chris, señalando con un gesto de impotencia hacia donde se había marchado Marek.

—Vuestro criado ya os encontrará. ¡Venid!

Chris oyó retumbar a lo lejos los cascos de los caballos, cada vez con mayor claridad.

—¿Estáis sordo? —preguntó el muchacho, mirándolo fijamente—. ¡Venid!

El ruido se aproximaba.

Chris se quedó paralizado, sin saber qué hacer.

El muchacho perdió la paciencia. Moviendo la cabeza en un gesto de enojo, se volvió y se echó a correr por el bosque. De inmediato desapareció en la espesura.

Chris, solo en el camino, miró hacia abajo. No vio a Marek. Miró cuesta arriba, en dirección al sonido de los caballos. El corazón se le aceleró de nuevo.

Tenía que decidirse. Sin pérdida de tiempo.

—¡Voy! —dijo al muchacho, y se adentró rápidamente en el bosque.

Kate estaba sentada en un tronco caído, con la peluca ladeada, palpándose la cabeza con cuidado. Tenía las yemas de los dedos manchadas de sangre.

—¿Estás herida? —preguntó Marek, acercándose a ella.

—Creo que no.

—Déjame ver.

Levantando la peluca, Marek vio sangre seca y una brecha de ocho centímetros en el cuero cabelludo. Taponada por la malla de la peluca, la sangre había empezado a coagularse y la herida estaba prácticamente restañada. Hubiera requerido puntos de sutura, pero podía pasar sin ellos.

—Sobrevivirás —dictaminó, y volvió a encasquetarle la peluca.

—¿Qué ha pasado? —dijo Kate.

—Los dos escoltas han muerto. Nos hemos quedado solos. Chris está un poco asustado.

—Chris está un poco asustado —repitió Kate, asintiendo con la cabeza como si ya lo hubiera supuesto—. Mejor será, pues, que vayamos a buscarlo.

Repecharon por el camino. Mientras caminaban, Kate preguntó:

—¿Qué ha sido de los marcadores de navegación?

—El tipo, Baretto, ha vuelto al presente, llevándose el suyo. Y un caballo ha pisoteado el cuerpo de Gómez, aplastando su marcador.

—¿Y el otro?

—¿Qué otro? —dijo Marek.

—Gómez llevaba uno de reserva.

—¿Cómo lo sabes?

—Ella misma lo ha dicho —contestó Kate—. ¿No te acuerdas? Al volver del viaje de reconocimiento, o comoquiera que lo llamen, ha dicho que todo estaba en orden y que debíamos prepararnos para salir cuanto antes. Y luego ha añadido: «Voy a registrar la información en el marcador de reserva», o algo parecido.

Marek arrugó la frente.

—Es lógico que haya uno de reserva —agregó Kate.

—Bueno, Chris se alegrará de saberlo —comentó Marek.

Doblaron el recodo del camino y, tras mirar hacia arriba, se detuvieron.

Chris no estaba allí.

Abriéndose paso apresuradamente entre la maleza, indiferente a las espinas que se le enganchaban en las calzas y le arañaban las piernas, Chris Hughes avistó por fin al muchacho, que corría a unos cincuenta metros por delante de él. Pero el muchacho, sin prestarle atención, siguió avanzando. Se dirigía al pueblo. Chris hizo lo posible por alcanzarlo.

A sus espaldas, en el camino, se oía piafar y resoplar a los caballos, junto con las voces de los hombres.

—¡En el bosque! —gritó uno.

Y otro lanzó una maldición.

Pero, fuera del camino, una densa vegetación cubría el terreno. Chris debía superar continuos obstáculos: árboles caídos, troncos podridos, ramas rotas del grosor de un muslo, zarzales casi impenetrables. ¿Era un terreno demasiado difícil para los caballos? ¿Desmontarían los hombres? ¿Desistirían en su empeño? ¿Continuarían la persecución?

Sí, sin duda irían en busca de ellos.

Siguió corriendo. En ese momento atravesaba un cenagal. Apartaba matorrales que le llegaban a la cintura y despedían un fétido olor a mofeta, resbalaba en el barro, más profundo a cada paso. Oía el sonido de su propia respiración anhelante y el chapoteo de sus pies en el cieno.

Pero no oía a nadie tras él.

No tardó en hacer pie de nuevo en una zona seca, y allí pudo avanzar con mayor rapidez. El muchacho, todavía en veloz huida, le llevaba sólo unos diez pasos de delantera. Chris, jadeando, se esforzó por reducir diferencias, pero el muchacho mantuvo su ventaja.

Mientras corría, oyó un chasquido en su oído izquierdo.

—Chris.

Era Marek.

—Chris, ¿dónde estás?

¿Cómo podía contestar? ¿Había un micrófono? Recordó entonces que les habían explicado algo referente a la conducción ósea. De viva voz, dijo:

—Estoy… estoy corriendo…

—Ya lo oigo. ¿Adónde corres?

—El muchacho… el pueblo…

—¿Vas al pueblo?

—No lo sé. Eso creo.

—¿Eso crees? Chris, ¿dónde estás?

De pronto, a sus espaldas, oyó ruido: las voces de los hombres y los relinchos de los caballos.

Los caballeros iban tras él. Y había dejado un rastro de ramas rotas y huellas de pies embarrados. Sería fácil seguirlo.

Mierda, pensó.

Chris apretó el paso, corriendo al límite de sus fuerzas. Y de repente advirtió que había perdido de vista al muchacho.

Se detuvo, sin aliento, y miró en todas direcciones.

El muchacho había desaparecido.

Chris estaba solo en el bosque.

Y los caballeros se acercaban.

En el embarrado camino que descendía al monasterio, Marek y Kate escuchaban inmóviles por los auriculares. La comunicación se había cortado. Kate abocinó la mano en torno a la oreja para oír mejor.

—No recibo nada.

—Puede que esté fuera de cobertura —comentó Marek.

—¿Por qué va al pueblo? Parece que sigue a ese muchacho —dijo Kate—. ¿Por qué será?

Marek miró el monasterio. Se encontraba a menos de diez minutos de allí.

—Probablemente el profesor está ahora ahí abajo. Podríamos haber ido a buscarlo y volver al presente. —Irritado, lanzó un puntapié contra el tocón de un árbol—. Habría sido tan fácil…

—Pero ya no lo es —dijo Kate.

Los dos hicieron una mueca al oír un agudo chirrido de interferencia estática en los auriculares. Un instante después se escuchó de nuevo el jadeo de Chris.

—Chris, ¿estás ahí? —preguntó Marek.

—Ahora no… no puedo hablar —susurró Chris. Parecía asustado.

—¡No, no, no! —masculló el muchacho desde la rama de un árbol enorme.

Viendo dar vueltas a Chris aterrorizado, se había compadecido de él y, llamando su atención con un silbido, le había hecho señas para que trepase al árbol.

En ese momento Chris intentaba desesperadamente encaramarse al árbol, agarrándose de las ramas inferiores y apuntalándose en el tronco con las piernas. Pero algo en su manera de trepar molestaba al muchacho.

—¡No, no! ¡Las manos! ¡Usad sólo las manos! —musitó el muchacho, exasperado—. Sois estúpido. Fijaos en las marcas de vuestros pies en el tronco.

Suspendido de una rama, Chris miró abajo. El muchacho tenía razón. En la corteza del árbol se veían claramente las manchas de barro.

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