Rescate en el tiempo (3 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

—Excepto cuando dormía —añadió Liz.

—¿Ha perdido el conocimiento?

—No.

—¿Ha tenido náuseas o vómitos?

—No.

—¿Y dónde lo han encontrado? ¿Cerca de la cañada de Corazón?

—Unos diez o quince kilómetros más allá.

—No hay gran cosa por esa zona —comentó la doctora.

—¿La conoce?

—Me crié por allí. —La doctora Tsosie esbozó una sonrisa—. En Chinle. —Antes de desaparecer junto con el anciano y los camilleros por una puerta de vaivén, agregó—: Si son tan amables de esperar, vendré a hablar con ustedes en cuanto sepa algo. Probablemente me llevará un buen rato. Quizá entretanto les apetezca ir a comer.

Beverly Tsosie tenía un puesto en plantilla en el hospital universitario de Albuquerque, pero últimamente pasaba dos días por semana en Gallup para hacerle compañía a su abuela, y esos días trabajaba un turno en la unidad de traumatología del McKinley para redondear sus ingresos. Le gustaba el McKinley, con su moderno exterior pintado a franjas de colores crema y rojo intenso. Era un hospital totalmente al servicio de la comunidad. Y se sentía a gusto en Gallup, una población de menor tamaño que Albuquerque, y un lugar donde su origen étnico le creaba menos inseguridades.

Por lo general, la unidad de traumatología permanecía en relativa calma, de modo que la llegada de aquel anciano, agitado y ruidoso, estaba causando un gran revuelo. Beverly Tsosie apartó las cortinas y entró en el cubículo, donde los camilleros ya habían descalzado y despojado del hábito marrón al anciano. Sin embargo, éste seguía forcejeando, resistiéndose, así que optaron por no soltarle aún las correas. En ese momento estaban cortándole los vaqueros y la camisa de cuadros para desnudarlo.

Nancy Hood, la enfermera jefa, comentó que no importaba estropearle la camisa porque tenía ya una tara muy visible; a la altura del bolsillo se advertía una línea irregular donde los cuadros no coincidían.

—Hay ya un zurcido —dijo—, y francamente desastroso.

—No —corrigió uno de los camilleros, sosteniendo en alto la camisa—. No está zurcida; es una única pieza de tela. ¡Qué raro! El dibujo no casa porque una parte es más grande que la otra…

—En cualquier caso, no será una gran pérdida —aseguró Nancy Hood, cogiendo la camisa y tirándola al suelo. Se volvió hacia la doctora Tsosie—. ¿Quieres examinarlo ya?

El anciano estaba aún fuera de sí.

—Todavía no. Ponedle un gota a gota en cada brazo. Y registradle los bolsillos por si lleva documentación. Si no encontráis nada que permita identificarlo, tomadle las huellas y enviadlas por fax a Washington; quizá allí conste en alguna base de datos.

Veinte minutos después Beverly Tsosie examinaba a un niño que se había fracturado un brazo al deslizarse hacia la tercera base para anotar una carrera. Con gafas y aspecto de empollón, casi parecía orgulloso de su lesión deportiva.

Nancy Hood se acercó y dijo:

—Hemos registrado al desconocido.

—¿Y?

—Nada útil. Ni cartera, ni tarjetas de crédito, ni llaves. Sólo llevaba encima esto. —Entregó a Beverly un papel doblado. Parecía papel de impresora y mostraba una extraña cuadrícula con líneas de puntos. Al pie de la hoja se leía: MON.STE.MERE.

—¿«Monstemere»? ¿Te suena de algo?

Nancy Hood negó con la cabeza.

—Si quieres saber mi opinión, ese individuo es un demente.

—Bueno, no puedo administrarle sedantes sin saber si hay lesiones en la cabeza —dijo Beverly Tsosie—. Mejor será sacar unas placas del cráneo para descartar cualquier traumatismo o hematoma.

—Radiología está en remodelación, Bev, ¿recuerdas? Tardarán mucho en tener las radiografías. ¿Por qué no le haces una resonancia magnética? Con un escáner de todo el cuerpo conocerás su estado general.

—Pídelo —convino la doctora Tsosie.

Nancy Hood se volvió para marcharse, pero antes de salir anunció.

—Ah, y sorpresa, sorpresa: ha venido Jimmy, de la policía.

Dan Baker empezaba a impacientarse. Tal como había previsto, tendrían que pasar horas sentados en la sala de espera del hospital McKinley. Después del almuerzo —burritos rellenos de chile colorado— regresaron al hospital, y en el aparcamiento vieron a un policía que examinaba el Mercedes, pasando la mano por la chapa de las puertas. La simple visión produjo un escalofrío a Baker. Pensó en acercarse a hablar con él, pero abandonó la idea, y fueron directamente a la sala de espera. Telefoneó a su hija y le avisó de que llegarían tarde; de hecho, quizá no volvieran a Phoenix hasta el día siguiente.

Y esperaron. A eso de las cuatro, Baker se aproximó a la ventanilla de información y preguntó por el anciano.

—¿Es usted pariente? —quiso saber la mujer.

—No, pero…

—Entonces haga el favor de esperar allí. La doctora enseguida saldrá.

Regresó a la sala y, dejando escapar un suspiro, se sentó. Se levantó de nuevo, caminó hasta la ventana y miró el coche. El policía se había ido, pero un papel ondeaba bajo una de las varillas del limpiaparabrisas. Baker tamborileó con los dedos en el antepecho de la ventana. En aquellos pueblos perdidos cuando uno se metía en un lío, podía pasar cualquier cosa. Y cuanto más se prolongaba la espera, más se desbocaba la imaginación de Baker, concibiendo temibles desenlaces: el viejo entraba en coma, y no podían marcharse de allí hasta que despertara; el viejo moría, y los acusaban de homicidio; no los acusaban, pero tenían que comparecer ante el juez de instrucción cuatro días más tarde.

Finalmente no fue la médica sino el policía quien acudió a hablar con ellos. Era un hombre de menos de treinta años y cabello largo. Llevaba un uniforme impecable, y una placa de identificación prendida del pecho en la que se leía: J
AMES
V
AUNEKA
. Baker se preguntó cuál sería el origen de ese apellido. Hopi o navajo, probablemente.

—¿Los señores Baker? —dijo Wauneka. Muy cortésmente, se presentó y añadió—: Acabo de ver a la doctora. Ha terminado ya el reconocimiento del paciente y tiene los resultados de la resonancia magnética. No existe la menor señal de que fuera atropellado. Y yo mismo he examinado su coche. Tampoco presenta indicios de colisión. Posiblemente han pasado por algún bache y les ha dado la impresión de que habían golpeado a ese hombre.

Baker se volvió hacia su esposa con expresión iracunda, y ella eludió su mirada.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Liz.

—Sí, eso parece.

—¿Podemos irnos, pues? —dijo Baker.

—Cariño, ¿no querías darle eso que has encontrado? —recordó Liz.

—Ah, sí. —Baker extrajo el pequeño objeto de cerámica—. He encontrado esto cerca de donde él estaba.

El policía dio vueltas entre sus dedos al trozo de cerámica.

—ITC —dijo, leyendo las letras grabadas en el ángulo—. ¿Dónde ha aparecido esto exactamente?

—A unos treinta metros del camino. He pensado que quizá ese hombre viajaba en coche y se había salido del camino, así que he ido a comprobarlo. Pero no he visto ningún coche.

—¿Alguna otra cosa?

—No. Eso es todo.

—Bien, gracias —dijo Wauneka, guardándose el objeto en su bolsillo. Tras un breve silencio, agregó—: Ah, casi me olvidaba. —Sacó una hoja de papel y la desplegó con cuidado—. Ese hombre llevaba esto encima. ¿Lo habían visto antes?

Baker echó una ojeada al papel: líneas de puntos dispuestas en cuadrícula.

—No —respondió—. Es la primera vez que lo veo.

—¿No se lo han dado ustedes, pues?

—No.

—¿No se les ocurre qué puede ser?

—No —contestó Baker—. No tengo la menor idea.

—Me parece que yo sí sé qué es —dijo Liz.

—¿Lo sabe? —preguntó el policía.

—Sí. ¿Me permite…? —Y cogió el papel de la mano del policía. Baker suspiró. Liz había adoptado su pose de arquitecta, observando la hoja con los ojos entornados y aire experto, dándole la vuelta para examinar los puntos del derecho y del revés y de lado. Y Baker conocía la razón. Liz pretendía desviar su atención del hecho de que se había equivocado, de que el coche, después de todo, se había sacudido a causa de un bache y habían perdido allí un día entero. Pretendía justificar aquella pérdida de tiempo, encontrar algún pretexto que de algún modo le diera importancia.

—Sí, sé qué es —afirmó finalmente—. Es una iglesia.

—¿Eso es una iglesia? —dijo Baker, contemplando las líneas punteadas del papel.

—Bueno, la planta de una iglesia, para ser más exactos —precisó Liz—. ¿Ves? Aquí está el eje mayor de la cruz, la nave principal… ¿Lo ves? Sin duda es una iglesia, Dan. Y el resto del plano, unos cuadrados dentro de otros, todos rectilíneos, parece…, en fin, podría ser un monasterio.

—¿Un monasterio? —preguntó el policía.

—Eso creo. Y además aquí abajo pone: «mon.ste.mere». ¿No es «mon» la abreviatura de «monasterio»? Juraría que sí. Francamente, diría que esto es un monasterio. —Devolvió el papel al policía.

Baker lanzó una elocuente mirada a su reloj.

—Tendríamos que irnos ya.

—Sí, naturalmente —dijo Wauneka, captando el mensaje. Les estrechó la mano—. Gracias por su ayuda y perdón por la demora. Buen viaje.

Baker rodeó firmemente con un brazo la cintura de su esposa y la guió hacia la salida. A pesar de que aún lucía el sol de la tarde, había refrescado. Al este, flotaban unos globos aerostáticos en el cielo. En Gallup había a menudo concentraciones de aficionados al vuelo en globo. Llegaron junto al coche. El papel que ondeaba bajo una de las varillas del limpiaparabrisas era publicidad de una tienda del pueblo donde se vendían a bajo coste joyas de turquesas. Baker lo retiró del parabrisas, lo arrugó y se sentó al volante. Su esposa, junto a él, con los brazos cruzados ante el pecho, miraba al frente. Baker puso el motor en marcha.

—De acuerdo, lo siento —dijo Liz con tono malhumorado.

Baker supo que ahí terminaban sus disculpas. Se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla.

—No —respondió—. Has hecho lo que debías. Le hemos salvado la vida a ese anciano.

Liz sonrió.

Salieron del aparcamiento y se dirigieron a la carretera.

Capítulo 3

En el hospital, el anciano dormía con el rostro parcialmente cubierto por una mascarilla de oxígeno. Le habían administrado un sedante suave, y estaba relajado, respirando sin dificultad. Beverly Tsosie se hallaba al pie de la cama, reconsiderando el caso con Joe Nieto, un apache mescalero especialista en medicina interna y muy certero en los diagnósticos.

—Varón blanco, alrededor de setenta años. Ha llegado confuso, aturdido y desorientado en grado sumo. Leve insuficiencia cardíaca congestiva, enzimas hepáticas ligeramente altas, pero por lo demás bien.

—¿Y el coche no lo ha atropellado? —preguntó Nieto.

—Según parece, no. Pero es extraño. Lo han encontrado vagando justo al norte de la cañada de Corazón. Por allí no hay nada en quince kilómetros a la redonda.

—¿Y?

—Este hombre no presenta síntomas de haber estado expuesto al sol del desierto, Joe. Ni deshidratación, ni acidosis. Ni siquiera quemaduras.

—¿Crees que alguien lo ha abandonado allí? ¿Alguien que se ha cansado de que el abuelo se adueñara del mando a distancia?

—Sí, eso me temo.

—¿Y qué le pasa en los dedos?

—No lo sé —respondió Beverly—. Es algún problema circulatorio. Tiene las puntas de los dedos frías y cada vez más amoratadas; incluso existe riesgo de gangrena. Sea lo que sea, se ha agra vado desde su ingreso en el hospital.

—¿Es diabético?

—No.

—¿Tiene el síndrome de Raynaud?

—No.

Nieto se acercó a la cama y examinó los dedos.

—Sólo están afectadas las puntas. Se advierte únicamente deterioro distal.

—Exacto —convino Beverly—. Si no lo hubieran encontrado en el desierto, diría que es síntoma de congelación.

—¿Has comprobado los índices de metales pesados, Bev? Porque eso podría deberse a una exposición tóxica a metales pesados. Cadmio o arsénico. Eso explicaría el estado de los dedos y también la demencia.

—He extraído unas muestras. Pero los análisis para la detección de metales pesados se hacen en el hospital universitario de Albuquerque. No recibiremos el informe en menos de setenta y dos horas.

—¿Tienes su historial médico, algún documento de identidad, algo? —preguntó Nieto.

—Nada. Hemos dado su descripción a la policía por si coincide con la de alguna persona desaparecida y hemos enviado las huellas a Washington para que las contrasten con las bases de datos, pero tardaremos como mínimo una semana en saber algo.

Nieto asintió con la cabeza.

—Y cuando estaba exaltado y balbuceando, ¿qué decía?

—Hablaba en pareados y repetía siempre lo mismo, algo sobre Gordon y Stanley. Y luego decía: «En las plumas quanti quam estoy, y sin rumbo voy».

—¿Quanti quam? ¿Eso no es latín?

Beverly se encogió de hombros.

—Hace mucho tiempo que no pongo los pies en la iglesia.

—Creo que «quanti quam» son unas palabras en latín —insistió Nieto.

—Perdonen —los interrumpió de pronto una voz. Era el niño de gafas, sentado junto a su madre en la cama contigua.

—El cirujano aún no ha venido, Kevin —le informó Beverly—. En cuanto llegue, nos ocuparemos de tu brazo.

—No decía «en las plumas quanti quam» —corrigió el niño—. Decía «en la espuma cuántica».

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