Rescate en el tiempo (5 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Se produjo un breve silencio. Diane Kramer arrugó la frente y bajó la mirada, claramente descontenta.

—Gordon —dijo Doniger—, ¿te acuerdas de cuando Garman iba a conseguir aquel contrato y mi antigua empresa iba a perderlo? ¿Te acuerdas de la filtración a la prensa?

—Lo recuerdo —respondió Gordon.

—A ti no te llegaba la camisa al cuerpo —prosiguió Doniger con una sonrisa de suficiencia. Volviéndose hacia Kramer, explicó—: Garman estaba gordo como un cerdo. De pronto perdió mucho peso porque su mujer lo puso a dieta. Filtramos a la prensa que Garman tenía un cáncer inoperable y su empresa iba a cerrar. Él lo desmintió, pero debido a su aspecto no le creyó nadie. Obtuvimos el contrato, y le mandé a su mujer una cesta enorme de fruta. —Se echó a reír—. Pero la cuestión es que nunca llegó a conocerse la procedencia de la filtración. Todo vale, Diane. Los negocios son los negocios. Dejad en el desierto ese condenado coche.

Kramer asintió, pero mantenía la mirada fija en el suelo.

—Y luego quiero saber cómo entró Traub en la sala de tránsito —continuó Doniger—. Porque ya había hecho demasiados viajes y acumulado demasiados errores de transcripción. Había rebasado el límite. No debía hacer un solo viaje más. No tenía autorización para acceder a tránsito. En esa zona hemos extremado las medidas de seguridad. ¿Cómo entró, pues?

—Creemos que tenía un pase de mantenimiento, para revisar las máquinas —contestó Kramer—. Esperó al cambio de turno de la noche y tomó una máquina. Pero todavía nos faltan algunas comprobaciones.

—No quiero
comprobaciones
, Diane —dijo Doniger con sorna—. Quiero
soluciones
.

—Lo resolveremos, Bob.

—Más os vale —repuso Doniger—. Porque esta empresa, se enfrenta ahora con tres problemas graves, y Traub es el menos grave de ellos. Los otros dos son de la máxima importancia. De una importancia vital.

Doniger siempre había tenido el don de anticiparse a los acontecimientos. En 1984 vendió TechGate porque preveía que los chips de ordenador «tocarían techo». Por entonces parecía un temor infundado. Cada dieciocho meses la potencia de los chips se duplicaba y su coste se reducía a la mitad. Sin embargo Doniger comprendió que esos avances eran fruto de una creciente compresión de los componentes en el chip. Esa tendencia no podía continuar eternamente. Al final, los circuitos estarían impresos tan densamente que los chips se fundirían a causa del calor. Eso imponía un tope máximo a la potencia de los ordenadores. Doniger sabía que la sociedad exigiría una velocidad de procesamiento cada vez mayor, pero no veía la manera de conseguirla.

Frustrado, volvió a centrarse en uno de sus anteriores intereses, el magnetismo en los materiales superconductores. Fundó una segunda empresa, Advanced Magnetics, que en poco tiempo era propietaria de varias patentes fundamentales para los nuevos equipos de formación de imágenes por resonancia magnética que empezaban a revolucionar la medicina. Advanced Magnetics se embolsaba un cuarto de millón de dólares en concepto de derechos por cada equipo de RM fabricado. Era «una vaca lechera —comentó Doniger en una ocasión—, e igual de interesante que ordeñar a una vaca». Aburrido y deseoso de nuevos retos, vendió Advanced Magnetics en 1988. Por entonces tenía veintiocho años, y su fortuna ascendía a mil millones de dólares. Pero en su opinión no había aún destacado lo suficiente.

Un año después, en 1989, creó la ITC.

Uno de los héroes de Doniger era el físico Richard Feynman. A principios de la década de los ochenta, Feynman había especulado sobre la posibilidad de crear un ordenador usando las propiedades cuánticas de los átomos. En teoría, dicho ordenador sería millones y millones de veces más potente que cualquier ordenador construido hasta la fecha. Pero la hipótesis de Feynman implicaba el desarrollo de una tecnología «nueva» en el sentido más estricto de la palabra: una tecnología que debía partir de cero, una tecnología que cambiaría todas las reglas. Como nadie concebía un método viable para construir un ordenador cuántico, la comunidad científica pronto olvidó la hipótesis de Feynman.

Pero no así Doniger.

En 1989 Doniger empezó a desarrollar el primer ordenador cuántico. La idea era tan radical —y tan arriesgada— que ni siquiera hizo público su propósito. Eligió un nombre neutro para su nueva empresa: ITC, sigla de International Technology Corporation. Instaló la sede en Ginebra y se rodeó de físicos que habían trabajado para el CERN.

Desde ese momento no volvió a oírse hablar de Doniger, ni de su empresa, en varios años. La gente supuso que se había retirado, o al menos eso pensaban los pocos que se acordaban aún de él. Al fin y al cabo, era corriente que los empresarios prominentes del sector de la alta tecnología se perdieran de vista después de enriquecerse.

En 1994 la revista
Time
publicó la lista de las veinticinco personas menores de cuarenta años que estaban forjando el mundo. Robert Doniger no se encontraba entre ellas. A nadie le importó; nadie lo recordaba.

Ese mismo año trasladó la ITC a Estados Unidos, estableciendo un laboratorio en Black Rock, Nuevo México, a una hora de Albuquerque. Un observador atento habría advertido que había elegido otra vez un lugar donde tenía a mano un buen plantel de físicos. Pero no había observador alguno, ni atento ni desatento.

Así pues, nadie reparó en el continuo crecimiento de la ITC a lo largo de la década de los noventa. Se construyeron más laboratorios en la sede de Nuevo México, y se contrató a más físicos. El consejo de administración de Doniger pasó de seis a doce miembros. Todos eran gerentes de compañías que habían invertido en la ITC o capitalistas de riesgo. Todos habían firmado draconianos acuerdos de confidencialidad en virtud de los cuales se comprometían a dejar en depósito importantes sumas a modo de garantía personal, a someterse a la prueba del detector de mentiras en cualquier momento a petición de la ITC, y a consentir que la ITC interviniera sus líneas telefónicas sin previo aviso cuando lo considerara oportuno. Además, Doniger exigió una inversión mínima de trescientos millones de dólares por cabeza. Ése era, explicó con arrogancia, el precio de un asiento en el consejo de administración. «Si quieren saber qué me traigo entre manos, formar parte de lo que se hace aquí, les costará trescientos millones. Tómenlo o déjenlo. A mí me importa un carajo tanto lo uno como lo otro».

Pero sí le importaba. La ITC tenía un escalofriante coste de lanzamiento: habían gastado más de tres mil millones en los últimos nueve años. Y Doniger sabía que necesitaría más dinero.

—Problema número uno —dijo Doniger—: nuestra capitalización. Necesitamos otros mil millones antes de que salga el sol. —Señaló con el mentón hacia la sala de juntas—. Ellos no van a proporcionárnoslo. He de conseguir que aprueben la incorporación al consejo de otros tres miembros.

—No va a ser fácil convencerlos —advirtió Gordon.

—Lo sé —respondió Doniger—. Conocen el coste de lanzamiento, y quieren saber hasta cuándo vamos a continuar así. Quieren resultados concretos. Y eso precisamente voy a ofrecerles hoy.

—¿Qué resultados concretos?

—Una victoria. Esos capullos necesitan una victoria, alguna novedad espectacular acerca de uno de los proyectos.

Kramer respiró hondo.

—Bob, todos son proyectos a largo plazo —recordó Gordon.

—Alguno debe de estar casi a punto, por ejemplo el Dordogne.

—No lo está. Yo personalmente no te recomiendo ese planteamiento.

—Y yo necesito una victoria —insistió Doniger—. El profesor Johnston lleva tres años en Francia con sus chicos de Yale a cuenta de la ITC. Tiene que haber algo que enseñar.

—Todavía no, Bob. Además, no hemos conseguido aún todas las tierras.

—Hay tierras suficientes.

—Bob…

—Diane irá a visitarlos. Ella puede presionarlos con delicadeza.

—Al profesor Johnston no va a gustarle —dijo Gordon.

—Estoy seguro de que Diane sabrá manejar a Johnston.

Uno de los ayudantes de dirección abrió la puerta de la sala de juntas y se asomó al pasillo.

—¡Un momento, maldita sea! —protestó Doniger, pero se dirigió de inmediato hacia la sala. Volviendo la cabeza, ordenó—. Haced lo que os he dicho.

A continuación entró en la sala y cerró la puerta.

Gordon se alejó con Kramer. El taconeo de ella resonó en el pasillo. Gordon echó una ojeada al suelo y vio que, bajo el formal traje sastre de Jil Sander, calzaba unos zapatos altos sin talón. Era la característica imagen de Diane Kramer: seductora e inalcanzable al mismo tiempo.

—¿Estabas enterada de sus planes? —preguntó Gordon.

Kramer asintió con la cabeza.

—Pero no hacía mucho. Me ha informado hace una hora.

Reprimiendo su irritación, Gordon guardó silencio. Él llevaba doce años colaborando con Doniger, desde la época de Advanced Magnetics. En la ITC, había supervisado una operación de investigación industrial en dos continentes, encargándose de la contratación de docenas de físicos, químicos e informáticos. Había tenido que ponerse al día en temas como los metales superconductores, la compresión fractal, los bits cuánticos y el intercambio iónico de alta velocidad. Pese a estar metido hasta el cuello en la física teórica —y de la peor especie—, la ITC había cumplido los objetivos fijados, el desarrollo iba según lo previsto, y el presupuesto se había rebasado dentro de unos límites razonables. Sin embargo sus éxitos no le habían servido para granjearse la confianza de Doniger.

Kramer, en cambio, siempre había disfrutado de una relación especial con Doniger. Había empezado como abogada de un bufete externo al servicio de la empresa. Doniger consideró que poseía talento y clase y la contrató. Después de eso fueron amantes durante una temporada, y aunque la aventura había terminado hacía mucho, Doniger seguía teniendo en cuenta su opinión. Kramer había logrado atajar a tiempo varios desastres potenciales.

—Hemos mantenido esta tecnología en secreto durante diez años —dijo Gordon—. Si nos paramos a pensarlo, resulta milagroso. Traub ha sido el primer incidente que escapa a nuestro control. Afortunadamente, el caso ha —acabado en manos de un policía pueblerino, y no pasará de ahí. Pero si Doniger remueve el asunto en Francia, alguien empezará a atar cabos. Y ya anda tras nuestros pasos esa periodista de París. Si Bob no va con cuidado, podría destaparlo todo.

—Me consta que ha pensado en eso —respondió Kramer—. Ése es el segundo gran problema.

—¿El riesgo de que salga todo a la luz? —Sí.

—¿Y no le preocupa? —preguntó Gordon.

—Sí, le preocupa. Pero, por lo visto, tiene un plan al respecto.

—Eso espero —dijo Gordon—. Porque no podemos contar con que sea siempre un policía pueblerino quien investigue nuestros trapos sucios.

Capítulo 5

A la mañana siguiente James Wauneka llegó al hospital McKinley con la intención de ver a Beverly Tsosie para comprobar los resultados de la autopsia del anciano. Le informaron de que Beverly había subido a la unidad de resonancia magnética, y fue a buscarla allí.

La encontró en la pequeña sala de paredes beige contigua al escáner. Hablaba con Calvin Chee, el técnico en RM. Sentado ante la consola del equipo, Chee mostraba sucesivas imágenes en blanco y negro a través del monitor. Todas las imágenes contenían cinco círculos dispuestos en fila, y éstos disminuían de tamaño gradualmente a medida que Chee saltaba de una a otra imagen.

—Calvin —decía Beverly—. Es imposible. Tiene que ser un artefacto.

—Me pides que revise todos los datos, ¿y ahora no me crees? —protestó Chee—. No es un artefacto, Bev, te lo aseguro. Es real. Fíjate, aquí tienes la otra mano.

Chee introdujo una serie de instrucciones a través del teclado, y en la pantalla apareció un óvalo horizontal con cinco círculos más claros en el interior.

—¿De acuerdo? Ésta es la palma de la mano izquierda, vista en sección transversal. —Se volvió hacia Wauneka—. Poco más o menos lo mismo que verías si pusieras la mano en el tajo de un carnicero y la cortaras de parte a parte.

—Muy simpático, Calvin —reprochó Beverly.

—Sólo quiero que quede claro para todos. —Chee miró de nuevo el monitor—. Veamos, los puntos de referencia. Esos cinco círculos se corresponden con los cinco huesos del metacarpo. Esto otro son los tendones que los comunican con los dedos. Recordemos que, en su mayoría, los músculos que accionan la mano se encuentran en el antebrazo. Bien. Ese círculo de pequeño diámetro es la arteria radial, que proporciona riego sanguíneo a la mano a través de la muñeca, Bien, ahora nos desplazaremos hacia el exterior desde la muñeca, en secciones transversales. —Las imágenes cambiaron. El óvalo se estrechó, y uno a uno, los huesos se separaron, como una ameba dividiéndose. En ese momento había sólo cuatro círculos—. Muy bien. Ya hemos dejado atrás la palma de la mano y vemos únicamente los dedos. Pequeñas arterias en cada dedo, bifurcándose conforme avanzamos, reduciéndose de tamaño pero todavía visibles. ¿Las veis, aquí y aquí? De acuerdo. Ahora seguimos hacia las puntas de los dedos. Estamos aún en las falanges proximales; los huesos se ensanchan y llegamos a los nudillos. Y ahora fijaos en las arterias, mirad cómo continúan… sección a sección… y de pronto…

—Parece una falla —comentó Wauneka, frunciendo el entrecejo—. Como si se hubiera producido un salto.

—Y se ha producido un salto —confirmó Chee—. Las arteriolas están desalineadas. Hay una discontinuidad. Os lo mostraré otra vez. —Retrocedió a la sección anterior y luego avanzó de nuevo. No cabía la menor duda: los círculos de las arteriolas habían cambiado de posición, desplazándose a un lado—. A eso se debía la gangrena en los dedos. Faltaba riego porque las arteriolas estaban desalineadas. Es como si hubiera un desajuste o algo así.

Beverly movió la cabeza en un gesto de negación.

—Calvin…

—En serio. Y no sólo aquí. En otras partes del cuerpo se observa la misma anomalía. En el corazón, por ejemplo. Este hombre murió de un infarto agudo, ¿no? No es de extrañar, porque las paredes ventriculares también estaban desalineadas.

—Por el tejido cicatricial de alguna antigua intervención —dijo Beverly—. Vamos, Calvin. Tenía setenta y un años. El corazón le había funcionado toda la vida, al margen de si existía o no algún problema. Igual que las manos. Si esa desalineación de las arteriolas fuera real, habría perdido los dedos hace años. Y no los había perdido. Además, esa lesión era reciente; empeoró mientras el anciano estaba internado en este hospital.

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