Read Retorno a Brideshead Online

Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (45 page)

A la mañana siguiente, Brideshead y yo desayunamos con la enfermera de noche, que acababa su turno de guardia.

—Está mucho más lúcido hoy —dijo ella—. Ha dormido muy bien durante casi tres horas. Cuando Gaston ha venido a afeitarle, incluso ha charlado con él.

—Bien —dijo Brideshead—. Cordelia ha ido a misa. Traerá al padre Mackay para el desayuno.

Yo había visto varias veces al padre Mackay; era un rechoncho y jovial irlandés criado en Glasgow, de mediana edad, que tenía tendencia, cuando nos veíamos, a hacer preguntas tales como: «¿Diría usted, señor Ryder, que Tiziano era verdaderamente un pintor más artístico que Rafael?». Y, lo que todavía era más desconcertante, recordaba mis respuestas: «Y volviendo, señor Ryder, a lo que usted dijo la última vez que tuve el placer de verle, ¿sería correcto afirmar que el pintor Tiziano…?». Y acababa generalmente con un comentario como: «Ah, es una gran suerte tener el talento de usted, señor Ryder, y el tiempo de permitirse el lujo de ejercitarlo». Cordelia sabía imitarle.

Aquella mañana, el párroco desayunó con excelente apetito, echó un vistazo a los titulares del periódico y luego dijo, con eficacia profesional:

—Y ahora, lord Brideshead, si cree que esa pobre alma está dispuesta a recibirme…

Brideshead le acompañó; Cordelia les siguió y yo me quedé solo, en medio de los platos del desayuno. Al cabo de menos de un minuto, oí las tres voces cerca de la puerta.

—…debo disculparme…

—…pobre alma; ha sido el hecho de ver una cara extraña. Créanme, ha sido por eso… Un desconocido a quien no esperaba. Lo comprendo perfectamente.

—Padre, lo siento muchísimo…, haberle traído hasta aquí…

—No piense más en ello, lady Cordelia. Pero si incluso me tiraron botellas en los barrios bajos de Glasgow… Hay que darle tiempo. He conocido enfermos peores que tuvieron una muerte muy hermosa. Recen por él… Volveré… y ahora, si me disculpan, haré una pequeña visita a la señora Hawkins. Sí, desde luego, conozco bien el camino.

Cordelia y Brideshead entraron en el comedor.

—Si no me equivoco, la visita no ha sido un éxito.

—No lo ha sido. Cordelia, ¿te importaría llevar al padre Mackay a casa cuando baje? Voy a llamar a Beryl para preguntarle cuándo quiere que vuelva a casa.

—Bridey, ha sido horrible. ¿Qué vamos a hacer?

—Hemos hecho todo lo que podemos hacer por el momento.

Y salió de la habitación.

La expresión de Cordelia era sombría; cogió una lonja de bacon de la fuente, añadió mostaza y se la comió.

—Maldito sea Bridey —dijo—; yo sabía que no iba a servir de nada.

—¿Qué ha pasado?

—¿Quieres saberlo? Hemos entrado en fila india. Cara le estaba leyendo el periódico en voz alta. Bridey ha dicho: «He traído al padre Mackay». Papá ha dicho: «Padre Mackay, me temo que le han traído aquí equivocadamente. No me encuentro
in extremis
, y no he sido miembro practicante de su Iglesia durante veinticinco años. Brideshead, acompaña al padre Mackay a la salida». Y todos hemos dado media vuelta y hemos salido; he oído a Cara reanudando la lectura del periódico… y nada más, Charles, eso es todo.

Comuniqué la noticia a Julia, que estaba en la cama con su bandeja de desayuno, entre un desorden de periódicos y sobres.

—El conjuro no ha resultado —le dije—. El brujo se ha ido. —Pobre papá.

—Le está bien empleado a Bridey.

Me sentí triunfante. Yo tenía razón; todos los demás estaban equivocados; la verdad había prevalecido; la amenaza que yo sentí cernirse sobre nuestras cabezas desde aquella noche junto a la fuente se había desviado, quizá disipado para siempre; y había también —ahora puedo confesarlo— otra pequeña victoria inexpresada, inexpresable, indecente, que yo celebré furtivamente. Conjeturé que el incidente de aquella mañana habría alejado considerablemente a Brideshead de su legítima herencia.

En eso sí tuve razón. Se avisó a los abogados de Londres para que enviaran a uno de sus hombres; éste llegó un par de días más tarde. Todos los de la casa sabían que lord Marchmain había redactado un nuevo testamento. Pero me equivocaba al pensar que la controversia religiosa se había extinguido; volvió a atizarse después de la cena, la última noche que Brideshead estuvo con nosotros.

—…lo que papá dijo fue «No me encuentro
in extremis
, no he sido miembro practicante de la Iglesia durante veinticinco años».

—No «
la
Iglesia», sino «
su
Iglesia».

—No veo la diferencia.

—Es totalmente distinto.

—Bridey, está muy claro lo que quiso decir.

—Supongo que quiso decir lo que dijo. Quiso expresar que no tenía por costumbre recibir los sacramentos con regularidad, y ya que no estaba moribundo., no tenía intención de cambiar sus costumbres…
todavía
.

—Eso no es más que un subterfugio.

—¿Por qué siempre piensa la gente que uno emplea subterfugios cuando se intenta ser preciso? Quedó clarísimo que lo que pretendía decir era que no quería ver al sacerdote ese día, pero que lo haría cuando se viese
in extremis
.

—Me gustaría que alguien me explicara —dije— cuál es exactamente el significado de esos sacramentos. ¿Queréis decir que si muere sin ellos irá al infierno, y que si un sacerdote le pone aceite consagrado en la frente…?

—Oh, no es aceite —aclaró Cordelia—; eso es para reconciliarlo.

—Más curioso aún… Bueno, cuando el sacerdote haya hecho lo que tiene que hacer, entonces, ¿qué pasa? ¿Va al cielo? ¿Es eso lo que creéis?

Cara intervino entonces:

—Alguien me contó, creo que fue una niñera que tuve, que si el sacerdote llegaba antes de que el cuerpo estuviese frío, también valía. Es así ¿verdad?

Todos se volvieron hacia ella:

—No, Cara, no es así.

—Claro que no.

—Estás totalmente equivocada, Cara.

—Bueno, me acuerdo de cuando murió Alphonse de Grenet: madame de Grenet tenía un sacerdote escondido junto a la puerta —él no soportaba la presencia de un cura— y le hizo entrar
antes de que el cuerpo estuviera frío
. Me lo contó ella misma, y celebraron una misa de réquiem por él, a la que yo asistí.

—Que celebren un réquiem por ti no significa necesariamente que vayas al cielo.

—Madame de Grenet lo creía así.

—Bueno, pues se equivocaba.

—¿Alguno de los que sois católicos sabría explicarme la ventaja que implica la presencia de ese sacerdote? —pregunté—. ¿Lo que pretendéis es que vuestro padre tenga un entierro cristiano? ¿Queréis evitar que vaya al infierno? Sólo quiero que alguien me lo explique.

Brideshead me lo explicó muy detalladamente y, cuando hubo acabado, Cara, con una expresión de asombro inocente, estropeó hasta cierto punto la unidad del frente católico diciendo:

—Nunca había oído eso antes…

—Vamos a ver —dije—. El tiene que realizar un acto de voluntad; tiene que estar arrepentido y desear el perdón, ¿me equivoco? Pero sólo Dios sabe si ha hecho realmente un acto de voluntad; el sacerdote no puede saberlo; y si no hay un sacerdote presente, hará ese acto de voluntad a solas y sería tan válido como si estuviera presente el sacerdote. Y es perfectamente posible que la voluntad siga funcionando aun cuando el moribundo esté demasiado débil para hacer la menor señal exterior. ¿Estoy en lo cierto? Puede estar allí tumbado, como si estuviera muerto, y al mismo tiempo realizar un acto de voluntad y reconciliarse, y Dios lo comprende, ¿lo he entendido bien?

—Más o menos —asintió Brideshead.

—Entonces, por todos los santos, ¿para qué sirve el sacerdote?

Hubo una pausa en la que Julia suspiró y Brideshead tomó aliento como si fuera a proseguir analizando cada una de las proposiciones. En medio del silencio, Cara dijo:

—Lo único que sé es que
yo
me ocuparé muy bien de tener un sacerdote a mi lado.

—Bendita seas —dijo Cordelia—, creo que ésa es la mejor respuesta.

Y abandonamos la discusión, cada uno por razones diferentes, con el convencimiento de que había quedado inconclusa. Más tarde, dijo Julia:

—Ojalá no empezaras esas discusiones religiosas. —Yo no la he empezado.

—No convences a nadie, y en el fondo tampoco te convences a ti mismo.

—Sólo quiero saber lo que cree esa gente. Dicen que todo está basado en la lógica.

—Si hubieras dejado que Bridey acabara de explicarlo, todo te hubiera parecido perfectamente lógico.

—Erais cuatro católicos: Cara no tenía idea de nada y puede que se lo creyera o no; tú tenías cierta idea de lo que se trataba, pero no creías ni una palabra; Cordelia sabía más o menos lo mismo que tú y se lo cree a pies juntillas; sólo el pobre Bridey sabía lo que estaba diciendo y cree en ello, pero pienso que sus explicaciones dejan mucho que desear. Y luego la gente dice: «Al menos los católicos saben lo que creen». Hemos tenido una buena muestra esta noche…

—Oh, Charles, no le des tantas vueltas al asunto. Acabaré por pensar que también tú tienes tus dudas..

Pasaron las semanas y lord Marchmain seguía viviendo. En junio me concedieron el divorcio y mi exesposa se casó por segunda vez. Julia quedaría libre en septiembre. Al ir acercándose la fecha de nuestra boda, noté que Julia hablaba de ella cada vez con más deseo. La guerra también se acercaba —ninguno de los dos lo ponía en duda—, pero aquella añoranza tierna, remota, a veces desesperada de Julia, no procedía de ninguna incertidumbre exterior; a veces se oscurecía y se transformaba en breves accesos de odio, en que parecía revolverse contra las limitaciones de su amor por mí, como un animal enjaulado contra los barrotes.

Fui convocado y entrevistado por el Ministerio de Guerra, y mis datos anotados en una lista para caso de emergencia. A Cordelia también la apuntaron en otra lista. Dichas listas se convirtieron de nuevo en parte de nuestras vidas, como lo había sido en la escuela. Se estaba poniendo todo a punto para la futura «emergencia». En aquel oscuro despacho ministerial, nadie pronunciaba la palabra «guerra»; era un tabú. Se nos llamaría en caso de «emergencia»; no en caso de contienda, acto de voluntad humana; nada tan claro y simple como la furia o la venganza; una emergencia era algo que afloraba de las aguas, un monstruo de rostro ciego y cola incontrolada que brotaba de las profundidades.

Lord Marchmain no prestaba gran interés a los acontecimientos que sucedían fuera de su habitación. Todos los días le llevábamos los periódicos pero, al empezar a leérselos, movía la cabeza sobre las almohadas y seguía con los ojos los complejos diseños de su alrededor. «¿Quieres que siga?» «Te lo ruego, si no te aburre demasiado.» Pero no escuchaba; en ocasiones, al oír un nombre familiar, murmuraba: «Irwin… Le conocí; un tipo mediocre». Otras veces, algún comentario remoto: «Los checos eran buenos cocheros, nada más». Pero sus pensamientos distaban mucho de los asuntos internacionales; estaban allí mismo, replegados sobre su propia persona. No le quedaban fuerzas para ninguna otra guerra que no fuera su propia lucha solitaria por mantenerse vivo.

Comenté al médico, que acudía a diario:

—Tiene una voluntad fortísima de vivir ¿verdad?

—¿Cree usted eso? Yo más bien diría que tiene un gran miedo a la muerte.

—¿Hay alguna diferencia?

—Pues claro que la hay. No saca fuerza ninguna de su miedo, ¿comprende? Le está consumiendo.

Además de la muerte, quizá porque se parecen a ella, temía la oscuridad y la soledad. Le gustaba tenernos en su habitación, con las luces encendidas toda la noche entre las figurillas doradas. No deseaba que habláramos mucho, pero él sí hablaba, con una voz tan baja que a menudo no podíamos oírle; hablaba, creo, porque la suya era la única voz en que podía confiar cuando le notificaba que aún seguía vivo. Lo que decía no estaba destinado a nosotros ni a ningún otro oído que no fuera el suyo.

—Mejor hoy. Mejor hoy. Ahora lo veo, en el rincón de la chimenea, donde el mandarín sostiene la campana dorada y el árbol torcido está en flor a sus pies, donde ayer me confundí y creí que la torrecita era otro hombre. Pronto veré el puente y las tres cigüeñas, y sabré adónde lleva el camino de la colina.

»Mejor mañana. Los miembros de mi familia viven largos años y se casan tarde. Setenta y tres no son muchos años. La tía Julia, la tía de mi padre, vivió ochenta y ocho; nació y murió aquí, nunca se casó, vio la hoguera encendida sobre la colina del faro para la batalla de Trafalgar. Siempre la llamó "la casa nueva". Ese fue el nombre que le dieron las nodrizas, y en los campos, los hombres analfabetos que conservaban antiguos recuerdos. Se puede ver el lugar donde se erguía la casa vieja, cerca de la iglesia del pueblo. Al prado le llaman "la colina del castillo", al prado de Horlick, cuyo terreno es desigual y la mitad está abandonado, lleno de ortigas y brezo en huecos demasiado profundos para que pase el arado. Cavaron hasta los cimientos en busca de piedras para la casa nueva, que ya tenía un siglo cuando nació tía Julia. Ahí yacían nuestras raíces, en los huecos abandonados de la colina del castillo, entre el brezo y la ortiga, entre las tumbas de la vieja iglesia y la capellanía donde no canta ningún clérigo.

»Tía Julia conocía las tumbas, el caballero de piernas cruzadas y el noble con jubón, el marqués semejante a un senador romano; caliza, alabastro y mármol italiano; daba golpecitos en los escudos de armas con su bastón de ébano, hacía vibrar el casco en la cabeza del viejo sir Roger. Éramos caballeros en aquella época, barones desde la batalla de Agincourt. Los mayores honores llegaron con los reyes George. Llegaron los últimos y se irán los primeros. La baronía continúa. Cuando todos hayáis muerto, el hijo de Julia llevará el nombre que sus antepasados llevaban antes de los días de abundancia, los días de la esquila de la lana y las anchas tierras de trigo, los de crecimiento y construcción, cuando drenaron los pantanos y araron los páramos, cuando uno edificó la casa, su hijo añadió la cúpula, y el hijo de éste amplió las alas y embalsó el río… La tía Julia vio cómo armaban la fuente, que ya era vieja antes de llegar aquí, curtida durante doscientos años por el sol de Nápoles y transportada en un destructor en los tiempos de Nelson. La fuente se secará pronto, hasta que vuelva a llenarla la lluvia, haciendo flotar las hojas caídas, y el carrizo cubrirá los lagos. Mejor hoy.

»Mejor hoy. He vivido con cuidado, me he abrigado de los vientos fríos, he comido con moderación los frutos de la temporada, he bebido buen clarete, dormido en mis propias sábanas; viviré mucho tiempo. Tenía cincuenta años cuando nos quitaron los caballos y nos mandaron al frente; los viejos tenían orden de quedarse en la base, pero Walter Venables, mi comandante en jefe, mi vecino más próximo, dijo: "Eres tan fuerte como el más joven de ellos, Alex". Y lo era; también lo soy ahora, con tal de que consiga respirar.

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