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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (47 page)

—Muy bien, señor.

—La Brigada espera que les limpiemos la casa. Pensaba que algunos de esos holgazanes a medio afeitar, que veo tumbados por todas partes en el cuartel general, podrían habernos ahorrado la molestia; en fin… Ryder, reúna un grupo de faena de unos cincuenta hombres y preséntese al comandante de acuartelamiento a las 10.45. Él le indicará lo que podemos ocupar.

—Muy bien, señor.

—Nuestros predecesores no parecen haber tenido mucha imaginación. El valle ofrece grandes posibilidades para pista de asalto y un campo de tiro de mortero. Oficial de entrenamiento de armas, haga un reconocimiento esta mañana y tenga algo preparado antes de que llegue la Brigada.

—Muy bien, señor.

—Yo mismo voy a salir con el ayudante para hacer una inspección de reconocimiento de las posibles áreas de entrenamiento. ¿Alguno de ustedes conoce, por casualidad, la región?

No dije nada.

—Eso es todo, entonces. Vamos, andando.

—Ese viejo caserón tiene su propio encanto —dijo el comandante de acuartelamiento—. Sería una pena dañarlo demasiado.

Era un viejo teniente coronel retirado y reincorporado que vivía a unas millas de distancia. Nos encontramos delante de las puertas principales, donde estaba formada mi media compañía, a la espera de órdenes.

—Pase. Le enseñaré la casa. Será cosa de un momento; es como una gran madriguera, pero sólo hemos requisado la planta baja y media docena de dormitorios. Todo lo demás, en la planta alta, sigue siendo propiedad privada, está en gran parte atestada de muebles; nunca había visto cosas parecidas, algunas de valor incalculable.

»Viven aquí el ama de llaves y un par de viejas criadas, arriba; no las molestarán para nada; y un padre católico víctima del bombardeo de Londres, a quien lady Julia acogió: un viejo raro y muy nervioso, pero que no da problemas. He abierto la capilla; las tropas disponen de autorización para ir, y le sorprendería ver cuántos asisten.

»Esto pertenece a lady Julia Flyte, como ahora se hace llamar. Estuvo casada con Mottram, ministro de no sé qué. Está en el extranjero, en algún servicio de mujeres. En la medida de mis posibilidades estoy tratando de cuidar la propiedad. Encuentro muy raro eso de que el viejo marqués se lo dejara todo a ella. Debió resultar duro para los hijos.

»Aquí metió a sus secretarios el último mando; al menos hay mucho espacio. Me encargué de que cegaran con listones las paredes y chimeneas. Debajo hay material de artesanía muy antiguo y valioso. ¡Vaya! Parece que alguien ha estado haciendo el animal aquí. ¡Sinvergüenzas! ¡Pero qué bárbaros son esos soldados! Suerte que lo vimos a tiempo, si no los habrían culpado a ustedes.

»Aquí hay otra habitación bastante grande; antes estaba llena de tapices. Yo le aconsejaría emplearla para conferencias.

—Yo sólo he venido a hacer la limpieza, señor. Alguien de la Brigada distribuirá las habitaciones.

—Ah, bueno; usted tiene un trabajo fácil. Los que estaban aquí eran tipos decentes; aunque no deberían haber hecho eso en la chimenea. ¿Cómo se las han arreglado? Parece muy sólida. Me pregunto si podré repararla.

»Me imagino que el brigadier instalará aquí su despacho; el último lo hizo. No puede trasladarse la decoración pintada en la pared. Como puede ver, la he tapado lo mejor posible, pero los soldados son capaces de arrancarlo todo, como ha hecho el brigadier en aquel rincón. Había otra habitación ahí afuera con las paredes pintadas, debajo de las columnas; obra moderna, pero si quiere saber mi opinión, lo más bonito de la casa; la utilizan como sala de radio y la destrozaron por completo. Una pena.

»Esta atrocidad servía de comedor y sala de oficiales; por esto no la cubrí, aunque no importaría mucho que resulte dañada; me recuerda a un burdel de lujo, ya sabe:
Maison Japonaise
… Y ésta se usó como antecámara…

No tardamos en finalizar nuestro recorrido por las habitaciones pobladas de ecos. Luego salimos afuera, a la terraza.

—Aquello son las letrinas y lavabos para las restantes tropas; no entiendo por qué los montaron allí precisamente. Lo hicieron antes de que me ocupara de todo esto. Abrimos un camino entre los árboles para unirlo al camino principal; no es muy bonito, pero resulta muy práctico: entran y salen cantidad de vehículos… Eso también causa muchos destrozos: fíjese, por ahí un fulano despistado atravesó limpiamente el seto de boj y se llevó todo ese trozo de balaustrada; y con un camión de tres toneladas; cualquiera pensaría que llevaba por lo menos un tanque Churchill.

»La dueña de la casa tiene mucho cariño a esta fuente; los jóvenes oficiales solían juguetear aquí las noches de fiesta y estaba bastante maltrecha, así que la rodeé con esos alambres y cerré el agua. Ahora está algo sucia: todos los chóferes tiran dentro las colillas y restos de bocadillos, y no se puede limpiar desde que coloqué el alambre de protección… Algo recargada sí que es, ¿no le parece…?

»Bueno, si no me necesita más, le dejo. Que pase un buen día.

Su chófer arrojó un cigarrillo al cuenco seco de la fuente; saludó y abrió la portezuela del coche. Saludé, y el comandante de acuartelamiento se alejó por el camino metalizado y recién abierto entre los limeros.

—Hooper —dije, cuando me cercioré de que mis hombres habían emprendido el trabajo—. ¿crees que puedo dejarte a cargo del grupo de faena durante media hora?

—Me estaba preguntando dónde podríamos conseguir un poco de té.

—Por el amor de Dios, ¡si acaban de empezar su tarea! —Están rendidos.

—Que sigan.

—Bueno, está bien.

No me demoré en las desoladas habitaciones de la planta baja; subí las escaleras y paseé por los pasillos familiares, probando puertas que estaban cerradas con llave, abriendo otras que daban a habitaciones atiborradas de muebles hasta el techo. Por fin, encontré a una vieja criada que llevaba una taza de té.

—Vaya —dijo—, ¡pero si es el señor Ryder!

—Sí, soy yo. Me estaba preguntando cuándo encontraría a alguien conocido.

—La señora Hawkins está arriba, en su habitación de siempre. Ahora mismo le iba a llevar un poco de té.

—Yo se lo llevaré —dije, y pasé por la puerta de bayeta, subí las escaleras sin alfombrar y llegué a la antigua habitación de los niños.

Nanny Hawkins no me reconoció hasta que empecé a hablar, mi llegada la dejó perpleja. No recobró su antigua serenidad hasta que yo llevaba un rato sentado al lado de la chimenea. Ella, que había cambiado tan poco en tantos años desde que la conocía, había envejecido muchísimo en los últimos tiempos. Los cambios de los últimos años habían llegado a su vida demasiado tarde para ser aceptados y comprendidos; su vista disminuía, me dijo, y sólo era capaz de realizar los bordados más toscos. Su dicción, agudizada por años de conversación refinada, había recobrado los tonos suaves de su origen campesino.

—…aquí sólo estamos yo, las dos muchachas y el pobre padre Membling, al que bombardearon la casa, dejándole sin techo y ni una triste silla hasta que Julia le recogió, con el buen corazón que tiene; él tenía los nervios destrozados; es una vergüenza… Y le pasó lo mismo a lady Brideshead, bueno ahora es lady Marchmain, y debería llamarle señora, pero no me sale… Primero, cuando Julia y Cordelia se marcharon a la guerra, ella vino aquí con los dos hijos, y los militares los echaron; se fueron a Londres. No llevaban ni un mes en su casa (y Bridey estaba lejos, con el mismo cuerpo de voluntarios de caballería al que perteneció el señor, que en paz descanse), cuando también la bombardearon. No quedó nada; perdió todos esos muebles que había traído y luego guardado en la cochera. Luego consiguió otra casa en las afueras de Londres y los militares también se la quitaron, y allí la tienes, según lo último que he oído, en un hotel de la costa, que nunca es lo mismo que la casa propia ¿verdad? No me parece justo.

»…¿Has oído el discurso del señor Mottram anoche? Habló requetemal de Hitler. Le dije a esa muchacha, Effie, que me ayuda: "Si Hitler estuviera escuchando, y si entiende el inglés, cosa que dudo, debe de sentirse como una piltrafa". ¿Quién habría pensado que las cosas le fueran tan bien al señor Mottram? Y a tantos amigos suyos, que venían aquí tan a menudo. Le dije al señor Wilcox, que viene a verme desde Malstead regularmente dos veces al mes, en el autobús, amabilidad que yo aprecio mucho, pues le dije: "Teníamos ángeles bajo nuestro techo sin saberlo", porque al señor Wilcox nunca le gustaron los amigos del señor Mottram; yo nunca los vi, pero todos vosotros hablabais de ellos, y a Julia tampoco le gustaban, aunque han hecho muchas cosas buenas ¿verdad?

Por fin le pregunté:

—¿Ha tenido noticias de Julia?

—A través de Cordelia, la semana pasada precisamente. Siguen juntas como siempre, y Julia me manda recuerdos al final de la carta. Ambas están bien, aunque no podían decirme dónde estaban, pero el padre Membling, leyendo entre líneas, dijo que era Palestina, que es donde está la compañía de Bridey, y eso es muy agradable para los tres. Cordelia dijo que esperaban con ilusión volver a casa después de la guerra, y yo diría que es lo que todos esperamos, aunque no sé si viviré para verlo, eso ya es otra historia.

Me quedé con ella media hora más, y al marchar prometí volver a menudo. Al llegar al vestíbulo, no advertí la menor señal de que hubieran limpiado nada, y descubrí a Hooper con expresión culpable.

—Han tenido que ir a recoger paja para el jergón. No lo he sabido hasta que me lo ha dicho el sargento Block. No sé si van a volver.

—¿Que no lo sabes? ¿Qué órdenes diste?

—Bueno, le dije al sargento Block que volviera a traerlos si juzgaba que valía la pena: o sea, si les queda tiempo antes de comer.

Eran casi las doce.

—Han vuelto a tomarte el pelo, Hooper. Había tiempo para recoger esa paja a cualquier hora antes de las seis de la tarde.

—Vaya, lo siento, Ryder. El sargento Block…

—Ha sido culpa mía por haberme marchado… Manda formar el mismo grupo inmediatamente después de comer, tráelo aquí y que nadie se vaya hasta que el trabajo esté terminado.

—Muy bien, de acuerdo. Oye, ¿dijiste que conocías este sitio?

—Sí, lo conocí muy bien. Pertenecía a unos amigos míos.

Y al pronunciar estas palabras, sonaron tan raras a mis propios oídos como las de Sebastian cuando, en vez de decir «es mi hogar», dijo: «es donde vive mi familia».

—No tiene mucho sentido; una sola familia en un lugar tan grande… No comprendo.

—Bueno, supongo que a la Brigada le parece muy adecuada.

—Pero no la construyeron para eso, me figuro.

—No —dije—, no fue para eso. Quizá consista en eso uno de los placeres de construir, como tener un hijo y preguntarse cómo será de mayor; no lo sé. Nunca he construido nada, y perdí el derecho de ver crecer a mi hijo. Aquí me tienes, Hooper, sin hogar, sin hijos, sin amor y convertido en un hombre maduro. —Me miró bien para ver si estaba bromeando, decidió que sí, y se rió—. Ahora vete al campamento, y manténte alejado del comandante si ha vuelto de su inspección de reconocimiento, y no digas a nadie que hemos desperdiciado la mañana.

—Claro, Ryder.

Quedaba una parte de la casa que todavía no había visitado, y me encaminé hacia ella. La capilla no ofrecía muestras de su largo abandono; las pinturas modernistas estaban tan frescas y brillantes como siempre; la lámpara modernista volvía a estar encendida delante del altar. Recé una oración, una fórmula de palabras antiguas, recién aprendida, y salí para dirigirme al campamento. Por el camino, y mientras oía sonar el toque de fajina, pensé:

«Los arquitectos no sabían a qué fin se destinaría su tarea; hicieron una casa nueva con las piedras del viejo castillo; año tras año, generación tras generación, la enriquecieron y ampliaron; año tras año, la gran plantación de árboles del parque fue creciendo hasta alcanzar la madurez; hasta que, en una helada repentina, llegó la era de Hooper; el lugar quedó desierto y todo aquel esfuerzo no sirvió para nada.
Quomodo sedet sola civitas
. Vanidad de vanidades, todo es vanidad.

»Y, sin embargo —seguí pensando, al tiempo que aligeraba el paso hacia el campamento, en donde, después de una pausa, la corneta repetía el toque de fajina—, sin embargo ésa no es la última palabra; ni siquiera es válida; es una palabra muerta desde hace diez años.

»Ha surgido algo totalmente ajeno al proyecto inicial de los arquitectos y a la pequeña y violenta tragedia humana en la que yo desempeñé un papel; algo que ninguno de nosotros pensaba entonces. Una llamita rojiza… Una lámpara de cobre batido, de diseño deplorable, encendida de nuevo ante las puertas de cobre de un sagrario…, la llama que los antiguos caballeros vieron desde sus tumbas, y que vieron apagar; esa llama vuelve a encenderse para otros soldados, lejos del hogar, más lejos en su corazón que Acre o Jerusalén. No habría sido posible encenderla si no fuera por los arquitectos y los actores de la tragedia, y aquí la encuentro esta mañana, de nuevo prendida entre las viejas piedras. »

Apresuré el paso y llegué al barracón que servía de antesala.

—Hoy pareces mucho más contento que de costumbre —dijo el segundo comandante.

Arthur Evelyn St. John Waugh, conocido como Evelyn Waugh, nació el 28 de octubre de 1903. Fue un famoso novelista británico de la primera mitad del siglo XX.

Aunque de niño supo gozar de una buena relación con su madre, no sucedió con su padre, un famoso editor y crítico literario. Al terminar sus estudios, que cursó primero en Heath Mount, luego en el Lancing College de Sussex y, posteriormente, en la Universidad de Oxford (donde estudió historia), Evelyn Waugh, tal como se hizo conocido, se convirtió en un joven aventurero que utilizó sus viajes como inspiración literaria.

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