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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

Riña de Gatos. Madrid 1936 (37 page)

Hace una pausa para encender un cigarrillo y pasea los ojillos entrecerrados por la respetuosa audiencia. Luego continúa en un tono más vivo.

—Muchos piensan que estamos justamente en esta situación. La falta irreparable ya ha sido cometida, la flecha dejó atrás el arco; sólo nos queda esperar a que nuestros propios perros nos hagan pedazos. A mí me gustaría pensar de otra manera. Les diré más. Yo creo que la flecha que nos puede matar es precisamente el derrotismo de todos. Nunca en España ha habido un consenso tan amplio como hoy. La convicción unánime de que vamos de cabeza al desastre. Me pregunto si soy el único en desacuerdo y me respondo a mí mismo que no. Las elecciones de hace un mes lo demuestran y durante la campaña tuvimos ocasión de ver cuál era el sentir general.

Anthony, perdido en sus propias elucubraciones, ignora el dato, pero don Manuel Azaña está en lo cierto: con motivo de la campaña electoral dio varios mítines multitudinarios. Pese a su falta de atractivo personal y su fama de intelectual; pese a la erosión de muchos años de brega política en los que él y su partido han cometido errores de bulto; demonizado por la derecha y vilipendiado por la izquierda, el pueblo le ha votado y las masas lo han aclamado porque ven en Azaña la última esperanza de acuerdo y de conciliación. Al último mitin, celebrado en las afueras de Madrid, en un lugar mal comunicado, con un frío inclemente y con el boicot del Gobierno, acudió medio millón de personas. Porque su ideario es sencillo: consolidar la República, no echar por la borda lo conseguido hasta ahora, no aumentar los males del país ni el malvivir de la gente. Para conseguirlo cuenta con un amplio apoyo parlamentario y con la inmensa mayoría de los españoles, si bien, y esto él lo sabe, la mayoría que le respalda de poco sirve contra las pistolas, y menos contra los cañones. Aun así, conserva la esperanza en el triunfo del sentido común, del instinto de conservación de la nación española. También cree, porque ha visto el nacimiento y el desarrollo de la República y la conoce desde dentro, que en el fondo nadie quería llegar al punto en que se encuentran. A los socialistas, el implacable desgaste de los pactos electorales y la gestión política les ha obligado a radicalizar su postura para impedir que los obreros abandonen la UGT y se vayan a la CNT, donde los anarquistas mantienen la pureza de principios gracias al abandono de cualquier posibilismo y el ejercicio constante de la irresponsabilidad. De este modo, llevados de un discurso revolucionario que a su juicio es sólo una frivolidad, los socialistas se sienten obligados a tomar el poder como lo hicieron los bolcheviques en Rusia. Rechazan de plano cualquier forma de avenencia apelando, no sin razón, a la brutal represión de que ha sido objeto la clase obrera, tanto por parte de la Monarquía como por parte de la República. Pero su decisión, hoy por hoy, es un suicidio. En este sentido, la derecha es más sensata: defiende los intereses de los menos y en consecuencia no ha de contentar a una masa exasperada que exige resultados palpables e inmediatos. La derecha puede esperar, porque no pasa hambre, y sólo recurrirá a la rebelión armada si no ve otra salida. Los grupos extremistas de la derecha, como los tradicionalistas o los presuntos fascistas de la Falange, son cuatro gatos a los que sus amos atan corto con la correa de la tacañería. En cuanto al Ejército, Azaña le tiene tomado el pulso; no en vano fue ministro de la Guerra en el primer Gobierno republicano. En contra de la opinión más extendida, Azaña cree que los militares no desean acabar con una República que en el fondo también es la suya. Cuando pudieron defender a la Monarquía, por cuya restauración hoy abogan con la boca chica, no movieron un dedo, ni lo harán ahora para derribar la República. Dejando al margen a los militares africanistas, que le dan verdadero miedo, los demás están lastrados por la incompetencia, la holgazanería y la maraña de la jerarquía. El Ejército español en el presente es una institución caduca, indolente, desorganizada, sin medios materiales y sin moral, que hizo un triste papel en Cuba y en las Filipinas en el 98 y luego, para salvar la dignidad ante el país y ante sí mismo, se atribuye el papel de árbitro de la política española. Con todo, el equilibrio es precario, y en la confusión medran los listos.

—¿Y no podría ser de Martínez del Mazo? —pregunta.

Anthony Whitelands agradece la oportunidad y se dispone a exponer sus razones. En representación de sus compañeros rezonga el ministro de la Gobernación.

—¿No deberíamos centrar nuestra atención en asuntos más inmediatos y de más enjundia?

El presidente del Consejo de Ministros responde con amabilidad.

—Estimado Amos, habrá tiempo para todo… o para nada. De momento, ese cuadro me intriga muchísimo. En la casa donde se encuentra es huésped habitual José Antonio Primo de Rivera y por allí campan varios generales golpistas. El oscuro galerista que ha puesto en marcha la operación de venta es asesinado en un piso vacío, propiedad de una empresa suiza de importación, antes de revelar un secreto al señor Whitelands, al que ha venido siguiendo desde Londres por razones desconocidas. A la Embajada británica le interesa tanto el asunto que lo pone en conocimiento de su servicio de inteligencia, y éste envía a un pez gordo. Y hoy mismo han asesinado a un agente de seguridad, que casualmente fue visto por última vez en casa del duque de la Igualada el día de la conjura. Puede ser un cúmulo de casualidades, es verdad, pero si no lo es, ese cuadro desprende un influjo maléfico que deja en pañales a Tutankamón.

—En tal caso —insiste Amos Salvador, ministro de la Gobernación—, ¿no sería mejor coger el toro por los cuernos? Ahora mismo me hago con una orden judicial y decomisamos el cuadro. Luego veremos.

Animado por la concreción de la propuesta, el teniente coronel Marranón se pone de pie para cursar las órdenes oportunas. Azaña le indica que vuelva a sentarse.

—Confieso que la idea me ha pasado por la cabeza y me tienta por varios motivos —dice—. Para empezar, tengo muchas ganas de ver el cuadro. Y si verdaderamente es un Velázquez, me encantaría sacarlo del sótano y donarlo al Museo del Prado. Pero no podemos obrar al margen de la legalidad. En los tiempos que corren hemos de ser especialmente meticulosos. Que nos conste, don Álvaro del Valle no ha cometido ningún delito. No lo es tener un cuadro valioso, ni entrevistarse con ciudadanos de cualquier tendencia política. Extremaremos la vigilancia y si tratan de sacar el cuadro del país o si podemos imputarles cualquier irregularidad, les echaremos el guante. Hasta entonces, estamos atados de pies y manos.

—Pero han asesinado a uno de mis hombres, señor presidente —gime el teniente coronel.

—Esa desgracia nos afecta a todos —responde Azaña— y a mí por partida doble, como ciudadano y como Jefe de Gobierno. Cada muerte violenta es un paso más hacia el abismo. Si no detenemos la rueda, pronto no habrá vuelta atrás. Pero lo dicho para el cuadro vale para el asesinato. Abriremos una investigación para aclararlo y para que recaiga sobre los culpables el peso de la ley, eso es todo. No será tarea fácil. Si, como acaba de contarnos el señor Whitelands, el capitán reconoció a los conjurados, éstos son los primeros sospechosos, pero es evidente que habrán borrado todas las pistas. El hecho de que el cuerpo haya aparecido en un solar descarta una muerte accidental en un enfrentamiento callejero. Pero tampoco podemos actuar por conjeturas, y menos contra unos generales en activo que en el momento de producirse los hechos se encontraban oficialmente a muchos kilómetros de Madrid. Sea como sea, la conjura parece estar en fase final. Pero insisto en que no podemos olvidar la muerte de ese tal Pedro Teacher. Tanto él como el capitán Coscolluela seguían de cerca al señor Whitelands. Probablemente hay una conexión que se nos escapa.

Calla, enciende un cigarrillo, consulta el reloj. Es muy tarde. Constatarlo le hace consciente de su propia fatiga. También los otros están pálidos y ojerosos. Suspira y continúa.

—Señores, como acabo de decir, estamos al borde del abismo. Por ahora, nadie se decide a seguir avanzando. Pero bastará un empujón para precipitar al país a la catástrofe. Y tengo el convencimiento de que este empujón, si llega a producirse, provendrá de un hecho menor en términos históricos, de algo que las generaciones futuras considerarán anecdótico y tendrán que magnificar para entender por qué un país se lanzó a una lucha fratricida pudiendo haberlo evitado. Y no me quito ese cuadro de la cabeza, demonios.

Hace una larga pausa y añade:

—Por el momento, como les he dicho, nada podemos hacer. Ahora bien, nada nos impide pedirle al señor Whitelands, aquí presente, que continúe investigando por su cuenta. Él mismo nos ha comunicado su determinación de regresar a Londres cuanto antes, y a la vista de lo ocurrido, me parece una determinación muy razonable. Ni siquiera en mi condición de Jefe de Gobierno me atrevería a sugerirle que aplace su marcha hasta haber celebrado una última entrevista con el duque de la Igualada. Pero si lo hiciera, tal vez podría averiguar algo nuevo que nos permita desentrañar tanto misterio.

Sin poder dominar su creciente nerviosismo, el teniente coronel Marranón interrumpe en tono desabrido.

—Con el debido respeto, no me parece una buena idea. Esa misión entraña un alto riesgo. Esa gente no se para en barras y ya he perdido a un colaborador. No es así como haremos frente a la amenaza golpista, puñeta.

Anthony siente una leve emoción al interpretar, quizás erróneamente, que el teniente coronel se preocupa por su seguridad. Responde don Alonso Mallol.

—Siendo inglés, no se atreverán.

—Ésos se atreven a todo. También Pedro Teacher era inglés. Y la Embajada no se mojará por un particular entrometido. En cambio a nosotros nos puede meter en líos.

Tercia Azaña.

—Todo tiene ventajas e inconvenientes, pero la discusión es ociosa. La última palabra la tiene el señor Whitelands.

El señor Whitelands, para desconcierto de todos, empezando por él mismo, ya ha tomado una decisión.

—Iré a esa casa —anuncia— tanto si a ustedes les parece conveniente como si no. He comprendido que no me puedo ir dejando las cosas como están. Me refiero al cuadro. Soy un experto en arte, tengo una reputación. Eso pesa más que la prudencia.

Calla otros motivos, porque no son de la incumbencia de los presentes.

—Les mantendré informados como buenamente pueda —sigue diciendo—. Y no se preocupen por mi Embajada. No le diré nada ni recurriré a ella. Bien sé que no me harían caso.

La reunión concluye. Las despedidas son breves. Todo el mundo tiene sueño. Un automóvil deposita al inglés cerca de la plaza del Ángel, para que haga solo el último trecho y nadie vea quién le ha acompañado. El recepcionista duerme en su silla con la cabeza sobre el brazo y el brazo en el mostrador. Coge la llave sin despertarlo y sube a la habitación. Por el cansancio, no le sorprende encontrar en la cama a la Toñina, entregada a un plácido sueño. Se desviste y se acuesta. La Toñina entreabre los ojos y sin decir nada le acoge y suple con ternura la inexperiencia de sus pocos años. Después de la agitación emocional de Paquita y de Lilí, estas sencillas caricias le resultan un bálsamo.

Capítulo 35

Anthony Whitelands inició la jornada siguiendo lo que, no obstante su breve estancia en Madrid, ya le parecía un ritual: un desayuno en la cafetería de siempre, una lectura rápida de la prensa diaria, un deambular sin prisa hasta el palacete de la Castellana. El mayordomo le abrió la puerta con la hosca naturalidad de siempre. En su rostro agitanado no había extrañeza ni hostilidad, como si el fiero matarife de la víspera sólo hubiera existido en la imaginación del inglés.

—Tenga la bondad de pasar y aguarde en el vestíbulo mientras aviso a su excelencia.

Nuevamente a solas con
La muerte de Acteón
, Anthony se preguntaba cómo habría resuelto Velázquez la dramática escena si hubiera sido él y no Tiziano el encargado de pintarla. Impregnado del aparatoso y magnífico ceremonial que cimentaba y aglutinaba la República flotante de Venecia, Tiziano había recurrido a la abundante cultura clásica acumulada desde el Renacimiento para representar el castigo irracional y desmesurado impuesto por una diosa cautiva de su simbología y de su poder sin trabas. Diana dominaba la escena, como las fuerzas despiadadas que se abaten sobre los hombres: como la enfermedad, como la guerra, como las pasiones malsanas. Velázquez no ignoraba las calamidades que gobiernan el mundo, pero se negaba a plasmarlas en la tela. Seguramente habría elegido un testigo accidental del desgraciado destino de Acteón y habría reflejado en su rostro el asombro, el terror o la indiferencia ante el terrible suceso que le había tocado presenciar y del que ahora era depositario, sin haberlo entendido y sin saber cómo transmitir al mundo su significación y su enseñanza.

Como si también un destino bromista estuviera organizando la secuencia de sus actos, la reflexión de Anthony se vio interrumpida por una voz a un tiempo temblorosa y alegre.

—¡Tony, has vuelto! ¡Alabado sea Dios! ¿Ya no corres peligro?

—No lo sé, Lilí. Pero tenía que venir, a cualquier precio.

—¿Por mí?

—No te quiero mentir: no eres tú la razón por la que estoy aquí. Y ya que nos hemos encontrado, quiero aprovechar el encuentro para aclarar entre nosotros lo que pasó ayer.

Lilí se acercó al inglés y le puso la palma de la mano en la boca.

—No digas nada. Los protestantes os creéis en la obligación de decir cosas desagradables. Pensáis que algo amargo o hiriente o brutal, por fuerza ha de ser verdadero. Pero las cosas no son así. Los milagros y los cuentos de hadas no son un engaño, sino una ilusión. Quizás el cielo también sea sólo eso, una ilusión. Y aun así, nos ayuda a vivir. La verdad no puede ser una ilusión rota. Yo no te pido ninguna explicación, no te reprocho nada, no te exijo nada. Pero la esperanza no me la puedes quitar, Tony. No hoy, ni mañana, pero quizás algún día las cosas serán distintas. Entonces, si he sobrevivido y tú me llamas, iré adonde tú digas y haré lo que tú quieras. Hasta ese momento, real o imaginario, sólo te pido un silencio cariñoso. Y que no le cuentes nada a nadie. ¿Prometido?

Sin darle tiempo a responder, irrumpió en el vestíbulo don Álvaro del Valle, duque de la Igualada, acompañado del mayordomo. Sin que de la actitud de ambos se desprendiera ninguna intimidación, Anthony se sintió repentinamente turbado. Hasta aquel momento la decisión de acudir al palacete y enfrentarse al duque en su terreno se había mantenido tan firme como cuando la había tomado la noche anterior en el despacho del Jefe de Gobierno; sin embargo, llegada la ocasión, no acertaba a explicarse la causa de su presencia ni el procedimiento a seguir. Tampoco el duque parecía seguro de cuál había de ser su conducta. Finalmente, optó éste por abordar el diálogo sin rodeos.

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