Aunque no hiciera nada descortés como echar a correr, Isis andaba con el paso ligero de una esposa que quiere anunciarle a su marido la llegada por sorpresa de unos invitados. De camino hacia la cocina, vislumbré varias habitaciones pequeñas y arregladas, empapeladas con diseños florales y cretona.
El bungalow terminaba en el río, y Oxley se había construido un muelle de madera que encerraba una parte de las aguas en una especie de piscina. Un par de magníficos sauces llorones, uno en cada extremo, impedía que quedara expuesta a miradas ajenas. El ambiente tenía la misma frescura e intemporalidad que una iglesia de pueblo. Oxley estaba de pie en el agua, desnudo, y el líquido parduzco le acariciaba las caderas. Le sonrió a Isis, que desde el muelle le hacía frenéticos gestos del estilo «haz-el-favor-de-comportarte». Nos miró a Beverley y a mí cuando salimos de la casa.
—¿Qué es esto? —preguntó.
Noté cómo se tensaban sus hombros, y juro que el sol desapareció tras una nube… aunque tal vez fuera una coincidencia.
—Hola —dije—, te presento a Beverley Brook. Di «hola», Beverley.
—Hola —saludó Beverley.
—He pensado que ya era hora de que empezarais a conoceros los unos a los otros —les expliqué.
Oxley se movió incómodamente, y noté que Beverley, a mis espaldas, daba un paso hacia atrás.
—Oh, qué maravilloso —exclamó Isis con voz alegre—. ¿Por qué no tomamos una taza de té todos juntos?
Oxley abrió la boca como para decir algo, luego pareció que dudaba, y entonces se volvió hacia su mujer y le dijo:
—Sí, nos iría bien un té.
Respiré tranquilo, Beverley soltó una risita nerviosa y el sol brilló de nuevo. Tomé a Beverley de la mano y la hice avanzar hacia ellos. Oxley tenía cuerpo de bracero, flaco, cubierto de musculatura marcada y fibrosa. Estaba claro que a Isis le gustaba ese punto de tosquedad. Curiosamente, Beverley parecía más interesada en el agua.
—Es un lugar bonito —aseveró.
—¿Te apetece entrar en el agua? —preguntó Oxley.
—Sí, por favor —dijo Beverley y, ante mi total estupefacción, se quitó el jersey y el bolero con un único y sinuoso movimiento, se bajó los
leggings
y, en una memorable exhibición de su cuerpo moreno y desnudo, saltó al agua. Isis y yo tuvimos que retroceder al instante para que no nos mojara.
Oxley me guiñó el ojo y miró a su mujer.
—¿Tú también quieres zambullirte, amor mío?
Beverley salió a la superficie y se quedó quieta en el río, con el agua hasta la cintura, una sonrisa descarada en el rostro y los pechos desnudos. Sus pezones —no pude evitar mirar— eran grandes y prominentes. Se volvió hacia mí y me miró con los párpados entrecerrados, con una mirada sugerente. Si su madre había sido como la resaca del mar, Beverley era irresistible como un río de aguas claras y veloces que se precipita por su cauce en las cálidas tardes de verano.
Había empezado a desabrocharme los botones de la camisa cuando sentí la mano de Isis sobre el brazo.
—Eres el muchacho más ingenuo que he visto en mi vida —dijo—. ¿Qué vamos a hacer contigo?
Oxley desapareció bajo la superficie. Beverley me miraba con la cabeza ladeada, con una sonrisa maliciosa en los labios, y entonces se sumergió en las aguas.
Isis me invitó a sentarme frente a una mesa de plástico del jardín, y entonces, murmurando algo entre dientes, recogió la ropa que se había quitado Beverley, la dobló cuidadosamente y la colgó de un tendedero cercano a la puerta de atrás. Hacía más de un minuto que no se veía a Oxley ni a Beverley. Miré a Isis, que no parecía inmutarse.
—Tardarán por lo menos media hora en volver a aparecer —dijo, y preparó un té.
Mientras Isis se afanaba en la cocina, yo vigilaba las aguas, pero no se veía ni una burbuja. Me dije a mí mismo que debían de haber salido del muelle y habrían emergido más allá de los árboles, pero no era una explicación muy convincente. Ni siquiera a mí mismo me lo parecía. Isis me recitó las garantías que ya se habían vuelto habituales al mismo tiempo que me servía el té y me ofrecía una porción de pastel de Madeira. Yo le dije que no, gracias. Le pregunté si recordaba a un tal Henry Pyke. Me dijo que ese nombre le resultaba familiar.
—Estoy segura de que hubo un actor que se llamaba así —dijo—. Pero había siempre tantos actores, y tantos hombres apuestos… mi buena amiga Anne Seymour tenía un criado mulato que habría podido ser tu hermano. Era el terror de las mozas de la cocina. —Acercó su rostro al mío y me preguntó—: ¿Tú también eres el terror de las mozas de la cocina, Peter?
Pensé en Molly.
—La verdad es que no —dije.
—No, ya lo veo —dijo, y se arrellanó en su silla—. Lo asesinaron —añadió de pronto.
—¿Al criado?
—A Henry Pyke. Por lo menos eso fue lo que se rumoreó. Una nueva víctima del célebre Charles Macklin.
—¿Y ése quién era?
—Un espantoso irlandés —explicó Isis—. Pero estupendo actor. En cierta ocasión, mató a un hombre en el Theatre Royal por una disputa a propósito de una peluca. Le clavó el bastón en el ojo.
—Qué tío más simpático —dije yo.
—Tenía ese temperamento irlandés, ¿sabes? —dijo Isis.
Por lo visto, Macklin había sido un actor de mucho éxito durante su juventud y se había retirado en la plenitud de su carrera para invertir en una desmotadera de algodón, pero que al cabo de poco tiempo se arruinó. Se vio obligado a volver a las tablas y fue siempre una figura popular en el Theatre Royal.
—Allí lo querían mucho —me informó Isis—. Siempre se le veía en su asiento favorito, en el foso, justo detrás de la orquesta. Recuerdo que a Anne le gustaba señalarle.
—¿Y fue él quien mató a Henry Pyke?
—Si hemos de creer en las habladurías, sí, lo hizo. Si bien compareció media docena de testigos para negar que lo hubiese hecho.
—¿Esos testigos eran amigos de Macklin?
—Y también admiradores.
—¿Sabes dónde está enterrado Henry Pyke? —le pregunté.
—No, lo siento —dijo ella—. En su momento, toda esa historia fue un escándalo. Aunque me imagino que debieron de enterrarlo en St. Paul’s, porque ésa era su parroquia.
Se refería a St. Paul’s de Covent Garden, por supuesto… la iglesia de los Actores. Siempre acabábamos por volver a ese maldito sitio.
Oímos un chapoteo y Beverley subió corriendo al muelle como si hubiera una escalera oculta bajo el agua. Se la veía oscura y esbelta, y estaba tan desnuda como una nutria, y si alguien hubiera disparado una escopeta al lado de mi oído no me habría enterado. La muchacha se volvió hacia el río y se puso a dar saltos como una niña.
—He ganado —decía.
Oxley salió del río con toda la dignidad que se puede esperar en un hombre blanco de mediana edad y desnudo.
—La suerte del principiante —dijo.
Beverley se dejó caer sobre la silla que se encontraba junto a la mía. Tenía los ojos brillantes y el agua le perlaba los brazos, la tersa piel de los hombros y la curva de los pechos. Me sonrió y tuve que esforzarme para no apartar los ojos de su cara. Oxley vino y se sentó al otro lado de la mesa y, sin más preámbulos, sin prestar atención a la mirada de Isis, agarró una porción de Madeira.
—¿Os lo habéis pasado bien nadando? —pregunté.
—Ahí abajo hay cosas que no te creerías, Peter —dijo Beverley.
—Tienes el cabello húmedo —le dije yo.
Beverley se tocó el cabello alisado. Se le empezaba a encrespar. Yo no dejaba de mirarla, y entonces se acordó de que estaba desnuda.
—Ay, mierda —exclamó, y le echó una mirada de pánico a Isis—. Lo siento —dijo.
—Las toallas están en el baño, bonita —dijo Isis.
—Ahora vuelvo —dijo Beverley, y corrió hacia la puerta trasera.
Oxley se rió y tomó otra tajada de pastel. Isis le dio un golpecito en la mano.
—Ve a vestirte —le pidió—. Qué viejo espantoso.
Oxley suspiró y se metió en el bungalow. Mientras se alejaba, Isis le miró con cariño.
—Siempre están así después de nadar —dijo.
—¿A ti también te gusta nadar? —le pregunté.
—Ah, sí —dijo Isis, y se ruborizó levemente—. Pero soy una criatura de la orilla. Ellos encierran un equilibrio entre el agua y la tierra; cuanto más tiempo pasan con nosotros, más se nos parecen.
—¿Y si es uno quien pasa tiempo con ellos?
—No te apresures a lanzarte al agua —aconsejó Isis—. Para tomar esa decisión más vale no precipitarse.
Beverley estuvo callada durante el camino de vuelta hacia el oeste. Le pregunté si quería que la dejara en algún lugar.
—¿Podrías llevarme a casa? —dijo—. Creo que tengo que hablar con mami.
Así que tuve que atravesar la ciudad hasta la maravillosa Wapping. Beverley estaba demasiado abatida como para hablar, y esto último, desde luego, me incomodó. Al dejarla a la puerta de los apartamentos, se detuvo un momento antes de alejarse y me dijo que tuviera cuidado. Le pregunté con qué tenía que tener cuidado y se encogió de hombros y, antes de que pudiera impedírselo, me dio un beso en la mejilla. La vi alejarse del coche, con el dobladillo del jersey pegado al trasero, y pensé: «¿Qué coño es todo esto?»
No me malinterpretéis, Beverley Brook me gustaba, pero también me inspiraba ciertas reservas, entre otros motivos porque tanto ella como su madre podrían provocarle una erección al musgo si les apeteciera. La recomendación de Isis de no meterme en el agua con alguien que no era humano del todo sólo era la punta del iceberg.
Regresé a la Locura en la hora en que había más tráfico. El día estaba nublado y la lluvia empezaba a repiquetear en el parabrisas. Estaba convencido de que Oxley y Beverley se habían entendido. Los había visto uno al lado del otro en el río, y parecían… la palabra más adecuada sería cómodos, o tal vez familiares, en el sentido en que podrían serlo dos primos. Bartholomew, que habría podido aburrir a Inglaterra entera con el tema de los
genii locorum
, había dicho que los «espíritus de la naturaleza», como él los llamaba, adoptaban siempre algunas de las características del lugar que representaban. Padre y Mamá Támesis eran espíritus del mismo río… si lograba acercarlos el uno al otro, entonces actuaría su verdadera naturaleza.
Y si el precio por ello consistía en pasarse varios días contemplando a Beverley en el río, estaba dispuesto a pagarlo.
Pensé en llamar a Lesley, pero no: cerré el garaje y fui a pie por Russell Square hasta la estación de metro. Compré flores en un puesto de la estación y, sin motivo aparente, bajé al andén para marcharme a otro lugar.
E
L CEBO
Fui en metro hasta Swiss Cottage, y había subido una cuarta parte de la Fitzjohn’s Avenue cuando empecé a preguntarme por lo que hacía. No sólo porque había renunciado al coche para emplear el transporte público, sino que, además, estaba recorriendo a pie una de las calles más empinadas de Londres cuando habría podido ir en metro hasta Hampstead y bajar. Aún era de día y la luz vespertina se colaba por entre los árboles que flanqueaban la avenida. Las flores que tenía en la mano eran rosas, de una variedad purpúrea tan oscura que casi parecían negras. Me pregunté para quién serían.
Hacía tanto calor que me quité la corbata y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta. No quería llegar sudoroso, así que me tomé mi tiempo y di un paseo a la sombra de los plátanos plantados en la acera. Era uno de esos días en los que una melodía se te mete en el cerebro y no puedes evitar cantarla en voz alta; en este caso fue un gran éxito de mi pasado,
Digging your Scene
de los Blow Monkeys. Salió cuando aún andaba en pañales y es un milagro que recuerde la letra entera. Estaba cantando «querría volver a ser yo mismo», del tercer estribillo, cuando llegué a mi destino. La casa era alta, de estilo gótico, con una falsa torre en cada esquina y ventanas de guillotina pintadas de blanco. Tenía una escalinata de mármol por la que se llegaba a una puerta impresionante, pero pasé de largo y me dirigí a la entrada lateral. Sabía adónde iba. Comprobé que la chaqueta me cayera bien y me froté las puntas de los zapatos en las pantorrillas; satisfecho, empujé la puerta y entré.
Sobre la pared lateral de la casa se habían plantado madreselvas que impregnaban con un olor dulzón un pasaje que terminaba en un jardín amplio y soleado. El césped de dicho jardín estaba rodeado de macizos de flores: petunias surfinias, maravillas y tulipanes. Dos grandes macetas de terracota rebosantes de flores primaverales flanqueaban una escalera por la que se descendía a un patio más bajo, en cuyo centro el sol de la tarde arrojaba una mancha de luz en torno a una fuente. Ni siquiera a mí se me escapó que no se trataba de una pieza comprada en una tienda de mobiliario de jardín, ni en un hipermecado. Era una delicada pila para pájaros, de mármol, con una escultura central de una mujer desnuda que acarreaba agua; Renacimiento italiano, tal vez… mis conocimientos de historia del arte no daban para tanto. Era antigua y estaba deteriorada, el mármol se había agrietado en algunos puntos, y la ninfa tenía una franja descolorida desde el hombro hasta la ingle, producto del agua que brotaba de su calabaza.
El agua tenía un aroma dulce y tentador, lo que yo necesitaba después de la larga y lenta caminata cuesta arriba. Una hermosa mujer de mediana edad me aguardaba al lado de la fuente. Llevaba un vestido de playa de algodón amarillo, sombrero de paja y sandalias. Al acercarme, vi que tenía los ojos de su madre, negros y almendrados como los de un gato, pero las facciones más finas que Beverley, con una nariz bonita, recta, pensada para salir en pantalla.
En otro tiempo hubo un patíbulo cerca de lo que hoy en día es Marble Arch, donde se solía ahorcar a los malhechores del antiguo Londres. Ese patíbulo era conocido con el nombre de la villa donde se encontraba, cuyos habitantes sacaban tantos beneficios del siniestro espectáculo que erigieron tribunas para los mirones. La villa, a su vez, llevaba el nombre del río que la atravesaba: el Tyburn. Fue allí donde ahorcaron a la pobre Elizabeth Barton y a Jack
el Gentilhombre
, después de que éste se les escapara en cuatro ocasiones, y al reverendo James Hackman por el asesinato de la linda muchacha Martha Ray. Sabía todo eso porque, durante nuestras conversaciones, Beverley había hablado de su hermana como de la que «conocía a gente importante» y entonces quise investigar por mi cuenta.
—Me ha parecido que ya era hora de que tú y yo tuviéramos una charla —dijo Tyburn.