Ríos de Londres (27 page)

Read Ríos de Londres Online

Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

—Ese tal… Henry Pyke… ¿va a estar mucho tiempo en cartelera? —pregunté.

—Digamos que ha comprado el teatro —dijo Nicholas.

—Esto tiene buena pinta —señalé—. ¿Piensas que yo podría ver una función?

—Ah, mi señor agente, yo en tu lugar no estaría tan deseoso de participar en sus asuntos —indicó Nicholas—. El señor Pyke puede ser extrañamente duro con las estrellas que comparten el escenario con él, y me atrevería a decir que tiene un papel pensado para ti.

—Con todo, no me importaría verle… —dije, pero, de pronto, Nicholas desapareció.

El pentagrama estaba vacío y tan sólo mi luz fantasma ardía en su centro. Antes de que pudiera apagarla, noté que algo me sujetaba por la cabeza y trataba de arrastrarme físicamente hasta el interior del pentagrama. Sentí pánico y me puse a dar tirones y forcejear histéricamente en un intento por escapar. Nightingale había insistido en que no pisara el interior del pentagrama, y yo no tenía ninguna intención de descubrir el porqué. Eché la cabeza hacia atrás, pero me di cuenta de que mis talones arañaban el césped, porque había algo que me arrastraba hacia delante… hacia el pentagrama. Fue entonces cuando lo vi. Bajo mi propia luz fantasma, en el centro del pentagrama, había una sombra oscura, como la boca de un pozo excavado en tierra. Vi las raíces de la hierba y los gusanos que hacían frenéticos intentos por volver a hundirse en la tierra. Las diversas capas de tierra y de arcilla de Londres se desprendían de las paredes del pozo y se hundían en la oscuridad.

Estaba casi en el borde cuando me di cuenta de que la fuerza que me arrastraba se valía de mi propio hechizo. Traté de apagar la luz fantasma, pero siguió activa, si bien se había vuelto de un apagado color amarillo. Empujé hacia atrás con los hombros, con tanta fuerza que quedé casi horizontal, y, sin embargo, mis talones seguían avanzando.

Oí gritar a Nightingale y, al volverme para verle, vi que corría a toda velocidad hacia mí. Tuve la horrible sensación de que no iba a llegar a tiempo. En mi desesperación, me quedaba una última cosa por intentar. No es fácil concentrarse mientras lo arrastran a uno hacia la aniquilación, pero me obligué a mí mismo a respirar hondo y hacer la
forma
correcta. De repente, la luz fantasma ardió con un color rojo de fuego. La transformé con el cerebro para darle una configuración en la que esperaba que fluyese la magia, pero no sabía si iba a funcionar de verdad. Mis talones se hundían en el suelo junto a los bordes del pentagrama y sentí que me asaltaba la ira, un hambre de violencia, una oleada de vergüenza y humillación, y de ansias de venganza.

Dejé caer la bola medio metro y la arrojé.

El impacto que se oyó entonces fue decepcionante por suave: como el sonido de un pesado diccionario al caer al suelo. La tierra se elevó bajo mis piernas y me derribó de espaldas. Me estrellé contra las ramas del cerezo que tenía detrás y vislumbré una columna de tierra que se elevaba hacia lo alto como un tren de carga que saliera de un túnel, y a continuación me caí del árbol y el suelo me arreó un buen sopapo.

Nightingale me agarró por el cuello de la camisa y me arrastró mientras las flores del cerezo y los grumos de tierra llovían sobre nosotros. Un buen terrón chocó contra mi cabeza y se deshizo, y se me formaron reguerillos de tierra en la nuca.

Entonces se hizo el silencio; no se oía nada, salvo el lejano tráfico rodado y una alarma de coche cercana que acababa de dispararse. Aguardamos medio minuto para recobrar el aliento, por si sucedía algo más.

—¿Sabe una cosa? —dije—, me ha dado un nombre.

—Ha sido una grandísima suerte que aún tengas la cabeza sobre los hombros —dijo Nightingale—. ¿Qué nombre es ése?

—Henry Pyke —respondí.

—No lo había oído nunca —dijo Nightingale.

Como era de esperar, la linterna que llevaba en la frente se había averiado, por lo que Nightingale se arriesgó a encender una luz fantasma. Donde antes se había abierto el pozo, había quedado una ligera depresión circular de unos tres metros de diámetro. El césped estaba totalmente destruido, transformado en una mezcla de hierba muerta y tierra pulverizada. Me fijé en que tenía una cosa redonda, sucia y blanca al lado del pie. Era una calavera. La recogí.

—¿Eres tú, Nicholas? —le pregunté.

—Suelta eso, Peter —dijo Nightingale—. No sabes de dónde ha salido. —Contempló el desastre que habíamos provocado en el jardín—. El párroco no se lo va a tomar nada bien —aseguró.

Dejé el cráneo en el suelo y entonces me di cuenta de que había otra cosa hundida en la tierra. Era una insignia de peltre con la figura de un esqueleto bailarín. Me di cuenta de que era la misma que «llevaba» Nicholas Wallpenny. Debían de haberla enterrado con él.

—Le hemos dicho que nuestra intención era capturar a unos vándalos —observé.

Recogí la insignia y me asaltó un flash de humo de tabaco, cerveza y caballos.

—Ya —dijo Nightingale—. Pero no creo que esa explicación le sirva.

—¿Y una fuga de gas? —pregunté.

—No pasan grandes conductos de gas bajo la iglesia —dijo Nightingale—. Tal vez sospechara.

—Pero podríamos decirle que la fuga de gas sólo es una cortina de humo para ocultar que buscamos una bomba enterrada en el jardín —dije.

—¿Una bomba que no ha estallado? —preguntó Nightingale—. ¿Y por qué una excusa tan complicada?

—Porque así podríamos hacer venir a un excavador profesional y buscar por todas partes —aclaré—. Trataríamos de desenterrar a Henry Pyke y reducir a polvo su cadáver.

—Tienes una mente retorcida, Peter —indicó Nightingale.

—Gracias, señor —dije—. Hago cuanto puedo.

Aparte de una mente retorcida, también tenía un moretón grande como un plato en la espalda y un par de adornos adicionales en el pecho y en las piernas. Le dije que había tenido una discusión con un árbol al médico de emergencias que me atendió. Me miró con extrañeza y se negó a recetarme un analgésico más fuerte que el Nurofén.

Ya teníamos un nombre: Henry Pyke. Nicholas había insinuado que Pyke no estaba enterrado en la iglesia de los Actores, pero, por si acaso, lo comprobamos en los registros. Nightingale llamó a la Oficina General del Registro, en Southport, mientras yo buscaba el apellido Pyke en Genepool, Familytrace y otras páginas web especializadas en genealogía. Ninguno de los dos llegó muy lejos, aparte de descubrir que se trataba de un apellido frecuente y que era extrañamente popular en California, Michigan y el estado de Nueva York. Quedamos en las cocheras. Yo iba a trabajar con Internet y Nightingale vería el rugby.

—Nicholas me explicó que había sido actor —dije—. Podría ser, incluso, que hubiera organizado espectáculos de Punch y Judy. Que hiciera de «profesor». El guión de Piccini se publicó en 1827, pero Nicholas me dijo que el espíritu de Pyke era más antiguo, así que me imagino que debió de vivir a finales del
XVIII
y principios del
XIX
. Pero no hemos encontrado nada en los registros de ese período.

Nightingale vio que los All Blacks arrollaban al zaguero de los Lions y estaban a punto de marcar y, a juzgar por su cara larga, las posibilidades de estos últimos de alzarse con la victoria debían de ser muy escasas.

—Si pudiéramos hablar con personas que en esa época fueran al teatro… —dijo.

—¿Querría usted invocar más fantasmas? —pregunté.

—Pensaba más bien en alguien que siga vivo —dijo—. Por decirlo de algún modo.

—¿Se refiere usted a Oxley? —le pregunté.

—Y a su esposa por cohabitación, Isis, también conocida como Anna Maria de Burgh Coppinger, querida de John Montagu, cuarto conde de Sandwich, y concubina de Henry Ireland, el célebre estudioso de la obra de Shakespeare. Abandonó este valle de lágrimas en 1802, presumiblemente por los pastos más verdes de Chertsey.

—¿Chertsey?

—Allí es donde se encuentra el río Oxley —dijo.

Ya que tenía que volver a ver a Oxley, se me ocurrió que podía matar dos pájaros de un tiro. Llamé al móvil sumergible de Beverley y le pregunté si le apetecía hacer una excursión por el campo. Había pensado que si la prohibición de su madre seguía vigente, le diría que nuestra salida había de contribuir a «resolver» el problema con Padre Támesis, pero no fue necesario.

—¿Iremos con el Jaguar? —preguntó—. No te lo tomes mal, pero tu otro coche es una mierda.

Le dije que sí, y quince minutos más tarde llamaba al interfono. Era evidente que en el momento de telefonearla rondaba ya por el West End.

—Mamá me había enviado a meter las narices por aquí —dijo mientras subía al Jaguar—. Por si encontraba a tu
revenant
.

Se había puesto un bolero de color negro con bordados sobre un jersey rojo de cuello alto, y
leggings
también negros.

—¿Serías capaz de reconocer a un
revenant
sólo con verlo? —le pregunté.

—No lo sé —me contestó—. Siempre hay una primera vez.

Yo tenía muchas ganas de mirar mientras colocaba esas piernas tan largas bajo el salpicadero, pero pensé que la temperatura ya era bastante elevada. Mi padre me dijo en cierta ocasión que el secreto para vivir una vida feliz consiste en no empezar nada con ninguna muchacha si no estás dispuesto a llegar hasta donde eso te lleve. Es el mejor consejo que me dio jamás y, probablemente, el motivo por el que nací. Me concentré en sacar el Jaguar del garaje y poner rumbo al sudoeste, y dirigirme de nuevo a la orilla mala.

En el año 671 d. C. se fundó una abadía en una elevación que se encuentra al sur del río Támesis, en lo que hoy es Chertsey. Era la típica colonia anglosajona, mitad escuela de saberes, mitad centro económico y refugio para los hijos de los nobles que creían que la vida no consistía tan sólo en pasar a cuchillo a sus congéneres. Doscientos años más tarde, los vikingos, que no se hartaban de pasar a cuchillo a sus congéneres, saquearon la abadía y le prendieron fuego. Se reconstruyó, pero sus habitantes debieron de hacer algo que jodió al rey Edgar el Pacífico, porque, en el año 964 d. C., los sacó de allí y puso a unos benedictinos en su lugar. Dicha orden monacal creía en la vida contemplativa, en la plegaria y en los buenos ágapes, y, como les gustaba comer bien, no había trecho de tierra arable del que no quisieran sacar un mayor rendimiento. Una de las mejoras que introdujeron, allá por el siglo
XI
, consistió en abrir una canalización para el agua del Támesis desde Penton Hook hasta Chertsey Weir, a fin de que el agua impulsara sus molinos. He dicho que los monjes la «abrieron», pero, por supuesto, reclutaron a varios campesinos para que se encargasen de la labor. Así nació un afluente artificial del Támesis que figura en los mapas como Abbey River, en otro tiempo conocido como el riachuelo de los Molinos de Oxley.

No le había dicho a Beverley adónde íbamos, pero ella cayó en la cuenta en cuanto hubimos pasado la rotonda de Clockhouse y seguimos por la London Road en dirección a la gloriosa Staines.

—Yo no puedo ir por aquí —informó—. Estamos saliendo de mi territorio.

—Cálmate —le dije—. Esta salida está autorizada.

Es raro: aunque nací y crecí en Londres, no he estado jamás en muchas de las zonas de esta ciudad. Una de ellas era Staines, aunque en teoría no forme parte de Londres, y la vi empobrecida y rústica. Tras pasar por el puente de Staines, me encontré en un trecho de carretera anónimo, con setos altos y vallas que me impedían la visión por ambos lados. Reduje la velocidad mientras nos acercábamos a una rotonda y pensé que ojalá hubiera invertido en un sistema GPS.

—Gira a la izquierda —dijo Beverley.

—¿Por qué?

—¿Buscas a uno de los Hijos del Anciano? —preguntó.

—Oxley —le dije.

—Pues entonces gira a la izquierda —insistió, con absoluta firmeza.

Tomé la primera salida de la rotonda con ese extraño sentido de dislocación que nos asalta cuando conducimos bajo la dirección de otro. Vi una marina a mi izquierda: hileras de pequeños yates de motor blancos y azules que se mecían sobre las aguas, y la ocasional embarcación a vela que quebraba la monotonía.

—¿Es el Oxley? —pregunté.

—No seas imbécil —me dijo—. Es el río Támesis. Sigue en la misma dirección.

Pasamos por un puente corto y moderno sobre lo que Beverley me aseguró que era el Oxley y llegamos a una rotonda pequeña y rara. Era como entrar en el país de Munchkin: una zona compuesta de pequeñas calles en las que se alineaban bungalows estucados de color rosa. Giramos a la derecha, en la misma dirección que el río. Conducía a poca velocidad, por si algún pequeño imbécil saltaba a la calzada y se ponía a cantar.

—Es aquí —afirmó Beverley, y aparqué el coche. Yo salí, pero ella no se movió de su asiento—. No creo que sea una buena idea.

—Son muy agradables —le dije.

—No dudo de que sean muy civilizados y tal —contestó—. Pero esto no le va a gustar a Ty.

—Beverley… —le expliqué—. Tu madre me dijo que arreglara esta situación, y eso es lo que estoy haciendo. Y tú tienes que ponérmelo fácil. Sólo que no me vas a facilitar nada si no sales del coche.

Beverley suspiró, se desabrochó el cinturón de seguridad y salió del coche. Se desperezó y arqueó la espalda, y el contorno de sus pechos se hizo peligrosamente visible en el jersey. Se dio cuenta de que miraba y me guiñó un ojo.

—Me estaba poniendo a punto —dijo.

Nightingale me había reprendido por comerme el bizcocho Battenberg que me había ofrecido Isis y, lógicamente, tampoco vería bien que confraternizara con las ninfas acuáticas del lugar. Así que me quedé con los ojos puestos en el orondo trasero de Beverley y traté de pensar en los asuntos de la profesión. Además, siempre me quedaría Lesley, o, mejor dicho, la remota esperanza de que Lesley quisiera algo conmigo en el futuro.

Llamé al timbre y retrocedí educadamente.

Oí que Isis respondía desde dentro.

—¿Quién es?

—Peter Grant —dije.

Isis abrió la puerta y me sonrió.

—Peter —dijo—, qué agradable sorpresa. —Vio a Beverley detrás de mí y, aunque la sonrisa no desapareciera de su rostro, afloró a sus ojos cierta prevención—. ¿Y quién es ésa? —preguntó.

—Te presento a Beverley Brook —dije—. Creo que es el momento de las presentaciones formales. Beverley, te presento a Isis.

Beverley tendió una mano recelosa e Isis se la estrechó.

—Encantada de conocerte, Beverley. ¿Por qué os quedáis aquí fuera? Pasad, por favor.

Other books

Ringer by C.J Duggan
Alien Sex 102 by Allie Ritch
Double the Heat by Lori Foster, Deirdre Martin, Elizabeth Bevarly, Christie Ridgway
Under the Apple Tree by Lilian Harry
Talk to Me by Cassandra Carr
Dressed To Kill by Lynn Cahoon
The Quietness by Alison Rattle
God Loves Haiti (9780062348142) by Leger, Dimitry Elias