Ríos de Londres (44 page)

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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

—¡Auxilio, auxilio! —gritó uno de los compañeros de Macklin—. ¡Un asesinato!

Algunas cosas son universales: las aves tienen que volar, los peces tienen que nadar, los imbéciles y los policías tienen que acudir donde hay problemas. Eché a correr y logré reprimir el impulso de gritar «¡Eh!», y, como resultado, logré acercarme a dos metros de distancia antes de que Henry Pyke me viera. Le arranqué una muy satisfactoria expresión «¡Puta mierda!», y luego su rostro se transformó. Se convirtió en la ridícula caricatura con perfil de media luna que había conocido como señor Punch, espíritu de la violencia y la rebeldía.

—¿Sabes? —chilló—, no eres tan imbécil como pareces.

Protocolo estándar para enfrentarse a hijoputas zumbados: hacerles hablar, acercarse, agarrarles en el momento en el que no te miren.

—¿Así que te hacías pasar por Nicholas Wallpenny?

—No —dijo el señor Punch—. Dejé que fuera Henry Pyke quien montara el engaño. El pobre diablo vive para representar personajes, es lo único que quiso hacer durante toda su vida.

—Pero resulta que está muerto —dije.

—Ya lo sé —dijo el señor Punch—. ¿Verdad que este universo es maravilloso?

—¿Y dónde está Henry ahora?

—Está en la cabeza de tu chica y tiene comercio carnal con su cerebro —dijo el señor Punch, y luego echó para atrás la cabeza y profirió una risa estridente.

Me arrojé sobre él, pero el cabrón era muy escurridizo, giró sobre un talón y se marchó corriendo por uno de los callejones que salían a Drury Lane.

Eché a correr tras él, y fue casi como sentir el espíritu de todos los cazadores de ladrones que ha habido en Londres fluyendo en mi interior, tratad de imaginarlo… Ambos corríamos frente al Tribunal de Bow Street, y no perseguirlo habría sido como dejar de respirar.

Salí a la carrera del callejón y me encontré con Drury Lane en invierno, con los pedestres inmersos en el anonimato, y los caballos y los hombres que llevaban los palanquines despidieron vaho. Inmersa en el frío y la nieve, la ciudad olía a limpieza y frescura, y estaba a punto de librarse de un molesto espíritu
revenant
. La primavera empezó con un movimiento ligero e intermitente, y el señor Punch me guió por lúgubres callejas laterales que yo sabía que habían dejado de existir, hasta que por fin llegamos a St. Clemens, recién construida, y a Fleet Street. El gran incendio de Londres pasó con demasiada rapidez como para que me enterara, tan sólo un soplo de aire caliente, como si hubiera salido de un horno abierto. Primero, St. Paul dominaba Fleet Street con su altura; pero de pronto, la cúpula cedió su lugar a la torre cuadrada normanda de la antigua catedral. Para un londinense como yo, aquella nueva visión era una herejía. Como encontrar de pronto a un extraño en tu lecho. La propia calle era más angosta y estaba abarrotada de casas de entramado de madera, de fachada estrecha con los pisos de arriba que sobresalían. Habíamos llegado hasta los tiempos de Shakespeare y tengo que decir que no olían ni de lejos tan mal como el siglo
XIX
. El señor Punch corría para salvar su vida de ultratumba, pero faltaba poco para que le diese alcance.

Por otra parte, Londres se encogía. Se abrían huecos en los edificios a lado y lado. Vi prados verdes con henares y rebaños de vacas. El paisaje se desdibujaba a mi alrededor. Más adelante apareció el río Fleet, y de pronto pasé a la carrera por un puente de piedra, mientras que al otro lado del valle había unas murallas, las antiguas murallas de Londres. A duras penas había logrado sobrepasar Ludgate cuando las puertas de verdad se irguieron de nuevo y me cerraron el paso. La catedral antigua había desaparecido hacía tiempo; habíamos dejado atrás a los anglosajones y lo que los historiadores petulantes llaman el período subromano y volvía a practicarse el paganismo.

Si hubiera pensado en lo que hacía, probablemente me habría detenido, habría mirado a mi alrededor y me habría hecho algunas preguntas importantes sobre la vida en Londinium, pero no lo hice, porque fue entonces cuando logré cubrir los dos metros que aún me separaban del señor Punch y derribé al difunto malnacido con un placaje de rugby.

—Señor Punch —le dije—, queda usted arrestado.

—Cabrón —me dijo—. Cabrón negro irlandés hijoputa.

—Así no va a hacer usted amigos, señor Punch —le dije. Le puse en pie, con ambos brazos sujetos tras la espalda, de manera que no podría ir a ninguna parte sin que, por lo menos, le rompiera uno de los codos.

Dejó de forcejear y volvió la cabeza hasta que alcanzó a verme con un ojo.

—Entonces,
poli
—dijo—, ¿qué vas a hacer conmigo?

Era una buena pregunta, y sentí un dolor súbito y salvaje en la garganta que hizo que me diera cuenta de que se me acababa el tiempo.

—Vamos a ver lo que decide el juez de la horca —dije.

—¿De Veil? —preguntó el señor Punch—. Sí, por favor, estoy seguro de que será delicioso.

«
Revenant
, espíritu de la violencia y la rebeldía —pensé—, ¡idiota!» Punch devoraba espectros. Tenía que encontrar algo más fuerte. Brock había escrito que los
genii locorum
, los dioses y espíritus atados a los lugares, eran más fuertes que los fantasmas. ¿Existiría un dios de la justicia? ¿Y dónde lo encontraría… o la encontraría? Entonces me acordé: en lo alto de la cúpula del Old Bailey se yergue la estatua de una mujer. Sostiene con una mano una espada y una balanza. Yo desconocía si existía una diosa de la justicia, pero habría apostado a que el señor Punch sí lo sabría.

—¿Por qué no vamos y le preguntamos a esa muchacha tan simpática del Old Bailey? —dije.

Se puso tenso y llegué a la conclusión de que mi apuesta había sido correcta. Forcejeó de nuevo y echó la cabeza para atrás. Trataba de encontrarme el mentón, pero digamos que eso no es nada nuevo para un policía, así que levanté la cabeza para que no pudiese alcanzarlo.

—Esta vez irás al patíbulo —le dije.

El señor Punch se quedó inerte —pensé que lo había derrotado—, pero entonces empezó a temblar entre mis brazos. En un primer momento me pareció que se había puesto a llorar, y luego me di cuenta de que se reía.

—Te va a resultar un poquito difícil —me dijo—. Creo que te has quedado sin ciudad.

Miré a mi alrededor y vi que tenía razón. Habíamos ido demasiado lejos y ya no quedaba nada de Londres, salvo cabañas y la empalizada de madera del campamento romano más al norte. No había edificaciones de piedra, nada, salvo el olor a madera recién cortada que se desprendía de los tablones de roble y la brea caliente. Sólo había quedado una cosa: el puente. Se encontraba a menos de cien metros de distancia y estaba construido con tablones. Parecía, más bien, un muelle de pesca que se hubiese formado una idea equivocada de su propia categoría y en un momento de entusiasmo se hubiera plantado sobre el río.

Vi a un buen número de gente al otro lado. La luz del sol se reflejaba en el armamento metálico de una hilera de legionarios en formación. Detrás de ellos había un grupo de civiles que vestían togas de una blancura deslumbrante, propias de una ocasión especial, y contemplaban a un par de docenas de hombres, mujeres y niños ataviados con los pantalones de los bárbaros y torques de latón.

De pronto me di cuenta de que era eso lo que había tratado de decirme Mamá Támesis.

Creo que el señor Punch también lo comprendió, porque no dejó de forcejear mientras lo arrastraba por el puente y lo llevaba hasta las autoridades togadas. Eran ecos del pasado, recuerdos atrapados en la urdimbre de la ciudad. No reaccionaron cuando arrojé a Punch a sus pies. Estaba en quinto curso de la escuela Primaria cuando estudiamos historia romana y no aprendimos muchas fechas, pero sí que hicimos un montón de trabajos en grupo sobre la vida en la Bretaña romana. Y así reconocí al sacerdote oficiante por la estola con franja púrpura que le cubría la cabeza. También reconocí su cara, aunque parecía mucho más joven que cuando lo había visto en carne y hueso. Además, llevaba el rostro afeitado y el cabello negro le caía sobre los hombros. Pero era el mismo que había visto apoyado en una cerca junto a las fuentes del Támesis. Era el espíritu del Anciano del Río en su juventud.

De pronto entendí muchas cosas.

—Tiberio Claudio Verica —grité.

Como un hombre ensimismado que vuelve a la realidad, el sacerdote volvió los ojos hacia mí. Al verme, sonrió con deleite.

—Tú debes de ser el regalo que me mandan los dioses —dijo.

—Ayúdame, Padre Támesis —le dije yo.

Verica arrancó un
pilum
de la mano del legionario más cercano —el soldado no reaccionó— y me lo dio a mí. Aspiré el aroma de la madera de haya recién cortada y del hierro húmedo. Sabía lo que tenía que hacer. Apunté hacia abajo con la pesada lanza y vacilé. Punch chilló y bramó con su voz extraña y aflautada, su agudísima voz.

—¿No será una pena para tu pequeña y bonita Lesley? ¿Aún la querrás cuando se le haya caído la cara?

«No es una persona», me dije a mí mismo, y clavé el
pilum
en el pecho del señor Punch. No brotó sangre, pero sentí el choque al perforarle la piel, el músculo y, al fin, los tablones de madera del puente. El espíritu
revenant
de la violencia y la rebeldía había quedado clavado como una mariposa en un expositorio.

Y luego dicen que los sistemas de enseñanza modernos son una pérdida de tiempo.

—Le había pedido al río que nos proporcionara un sacrificio —dijo Tiberio Claudio Verica—, y nos ha proporcionado un sacrificio.

—Yo creía que los romanos no aprobaban el sacrificio humano —dije.

Verica se rió.

—Los romanos todavía no han llegado —dijo.

Miré a mi alrededor. Era verdad. Aún no había ni traza de Londres… ni del puente. Por un instante, me quedé suspendido en el vacío como un personaje de dibujos animados, y luego me caí al río. El agua del Támesis era fría y saludable como la de un arroyo de montaña.

Al levantarme, me sentía espantosamente húmedo y pegajoso. Tenía el pecho sucio de sangre y me había meado encima, probablemente cuando ella me mordió. Me sentía vacío y exhausto y entumecido. Me apetecía acurrucarme e imaginar que nada de todo aquello había ocurrido de verdad.

—Esto —me dije— no arraigará como herramienta para la investigación histórica.

Alguien vomitaba, pero, sorprendentemente, no era yo. Molly estaba en cuclillas, con el rostro vuelto y oculto por el cabello, y vomitaba sangre sobre las baldosas que ella misma limpiaba con tanto esmero. Pensé que era mi sangre y logré ponerme en pie. La cabeza se me iba, pero no me caí. Debía de ser una buena señal. Di un paso hacia Molly para ver si se encontraba bien, pero levantó el brazo hacia mí, con la palma de la mano abierta, e hizo violentos gestos de rechazo y tuve que retroceder.

Acabé sentado una vez más, y no recordaba haber querido sentarme. Me faltaba el aliento y me sentía el pulso acelerado en la garganta… todos los síntomas de la pérdida de sangre. Llegué a la conclusión de que sería buena idea descansar un poco y me eché sobre las frías baldosas. Me iría bien para que no se me interrumpiera el flujo de sangre hasta el cerebro. Es sorprendente lo cómoda que puede ser una superficie dura si se está lo bastante cansado.

El frufrú de las sedas tuvo como efecto que volviera la cabeza. Molly aún estaba en cuclillas. Se había apartado del liso charco de sangre vomitada y venía hacia mí. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado y enseñaba los dientes. Estaba a punto de decirle que me encontraba bien, de verdad, y que no necesitaba su ayuda, cuando me di cuenta de que seguramente Molly no tenía intención de ayudarme.

Con un movimiento que resultó turbador por lo mucho que me recordó al de una araña, Molly levantó un brazo en alto y luego lo bajó bruscamente, y dio una manotada sobre las baldosas que tenía delante de la cara. El brazo se tensó y arrastró a Molly unos centímetros más hacia mí. La miré a los ojos y vi que eran negros del todo, sin blanco, y que estaban preñados de hambre y desesperación.

—Molly —le dije—, de verdad creo que esto no es buena idea.

Inclinó la cabeza hacia el otro lado e hizo un sonido que era medio gorgoteo y medio silbido, a medio camino entre risa y sollozo. Me senté y me encontré con que no veía bien y estaba aturdido, y tuve que combatir el impulso que me urgía a tenderme de nuevo.

—Ahora mismo ya te parece que tienes problemas —dije—. Imagínate lo que podría pasar si Nightingale se enterara de que me has devorado como cena.

El nombre de Nightingale la hizo detenerse, pero tan sólo un instante. Luego agitó la otra mano en alto y golpeó el suelo al lado de mi pierna. Me arrastré como pude y logré alejarme de ella un metro más.

Parecía que sólo hubiese logrado irritarla más y la contemplé mientras recogía las piernas bajo el torso. Recordé la velocidad con la que se había movido cuando me mordió por primera vez y me di cuenta de que en realidad ni siquiera había visto cómo se acercaba. Con todo, no me iba a quedar quieto, ni permitiría que acabase conmigo sin luchar. Empecé a configurar una bola de fuego, pero, de pronto, la
forma
se me desdibujó y no logré imaginarla.

Molly resopló y torció la cabeza hacia un lado, como si su cuello se hubiera vuelto flexible como el de una serpiente. Vi que la tensión crecía en la curva de su espalda y que sus hombros se encorvaban. Creo que se dio cuenta de que trataba de hacer magia y pensó que no podía concederme ninguna oportunidad de salirme con la mía. Abrió demasiado la boca y me enseñó demasiados dientes puntiagudos, y el pequeño mamífero chillón que se encuentra entre mis antepasados hizo que mis piernas se debatieran en un frenético intento por alejarse de ella.

Una figura parda que olía a alfombra mojada pasó por mi lado a toda velocidad y se detuvo, y sus zarpas derraparon sobre las baldosas entre Molly y yo. Era
Toby
, en su plena y primaria versión «Círculo-en-torno-a-la-hoguera-de-acampada», «Mejor-amigo-del-hombre», «Ah-es-que-para-eso-lo-domesticamos», y le ladraba a Molly con tanta fuerza que las patas delanteras se le levantaban del suelo.

A decir verdad, lo más probable es que Molly hubiese podido acercarse a él y arrancarle el hocico de un mordisco, pero, en cambio, se echó para atrás. Luego volvió a inclinarse hacia delante y silbó. En esta ocasión,
Toby
se estremeció, pero aguantó en su lugar, en honor a la larga tradición de perros pequeños y camorristas que son demasiado imbéciles como para saber cuándo les conviene huir. Molly se irguió sobre sus ancas, con la viva imagen de la ira pintada en el rostro, y entonces, como si alguien hubiera pulsado un interruptor, se derrumbó y quedó de rodillas. El cabello le cayó frente a la cara y le ocultó el rostro, y le temblaron los hombros. Tal vez sollozara.

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