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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood, el proscrito (20 page)

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Durante todo aquel atardecer helado, mientras nevaba cada vez con más fuerza, seguimos avanzando a través del bosque. A veces cargábamos a Goody a nuestras espaldas, y otras ella caminaba por sí misma. Nunca se quejó mientras avanzábamos por aquel paisaje blanco y silencioso. Yo estaba seguro de que nuestras huellas quedarían borradas por la nieve, y después de una hora de marcha silenciosa me atreví a suponer que los jinetes habían abandonado la caza. La única cosa viva que vi fue la figura baja y esbelta de un lobo, una sombra gris que corría a través del bosque en paralelo a nuestro grupo. En Sherwood, recordé, enero era conocido como el Mes del Lobo; había historias sobre bebés arrebatados de sus cunas por lobos hambrientos en enero, e incluso una sobre un lobo que saltó por sorpresa sobre un hombre a caballo y de una dentellada arrancó un pedazo de carne de la grupa del caballo antes de desaparecer de nuevo en el bosque.

Recogí del suelo una rama rota y la arrojé en dirección a la fiera gris y furtiva, que se apartó de un salto para desaparecer al instante en la penumbra del bosque. Seguimos adelante sin sentir apenas las piernas, a causa del frío. Estábamos calados y exhaustos. Cuando empezó a anochecer, me di cuenta de que teníamos que encontrar un lugar seguro donde descansar: los dedos y la nariz de Goody estaban azules de frío, y la cara de Bernard había adquirido un tono amarillento enfermizo. De pronto, justo delante de nosotros sonó un toque de trompeta. Azuzados por el miedo, nos tumbamos en una hondonada cubierta de nieve, ocultos detrás de las raíces blancas de un haya mientras pasaban al galope delante de nosotros dos jinetes con los colores rojo y negro de Murdac. Yo estaba seguro de que no nos habían visto y en efecto siguieron adelante como una exhalación, pero lo que me preocupó es que venían de frente, y no por detrás. Desesperado, me di cuenta de que había perdido por completo el sentido de la orientación y, en la penumbra del anochecer, debíamos de haber estado caminando en círculo. Espantado, me di cuenta de que no tenía idea de dónde nos encontrábamos ni de la dirección que debíamos tomar. El frío había nublado mi mente y, mientras la nieve seguía cayendo, llegué a la conclusión de que, a pesar de la amenaza de los hombres de Murdac, si no encontrábamos pronto un refugio caliente, tal vez no sobreviviéramos a la noche que se avecinaba.

Después de otro cuarto de hora de penoso caminar por el bosque nevado, con las últimas luces del día encontramos el lugar perfecto para acampar. No es mi intención blasfemar, pero ha habido ocasiones en mi vida en las que me he sentido como si Dios Todopoderoso hubiera ordenado el mundo exclusivamente en beneficio mío. Mientras nos tambaleábamos bajo la nevada, entumecidos por el frío, el miedo y la fatiga, llegamos a un pequeño claro en el bosque, en el centro del cual se erguía un viejo roble de varios metros de altura cuyo tronco se había ahuecado con el paso del tiempo y había dejado en su interior un espacio tubular suficiente para que durmieran tres personas. No éramos los primeros en haber utilizado aquel refugio: al apartar la nieve que cubría la entrada, encontramos los restos de una hoguera, con algunas piedras ennegrecidas colocadas para dirigir el calor, y cenizas encharcadas. También en el interior del tronco hueco, bien apilados, había un pequeño montón de leña menuda seca y otro de ramas más gruesas cortadas a un tamaño parecido. Sabíamos que representaba un riesgo y que la luz sería visible en cientos de metros en todas direcciones, pero necesitábamos el calor de un fuego. De modo que utilicé la yesca y el pedernal que llevaba en mi bolsa, nos apretujamos al resguardo del tronco de nuestro árbol y esperamos a que nuestros cuerpos entraran en calor. No teníamos comida —habíamos dejado los restos de pan y de jamón asado debajo del acebo por la mañana—, pero a medida que el calor iba invadiendo el interior del tronco hueco, mi ánimo empezó a mejorar. Goody, que no había dicho nada desde que vio a su madre y a su padre acuchillados en la granja de Thangbrand, se acurrucó a mi lado y empezó a llorar en silencio. Yo abracé su cuerpo flaco y acaricié su hermoso cabello dorado hasta que se quedó dormida. Bernard, por su parte, en lugar de relajarse, parecía ponerse más irritable y picajoso a medida que su cuerpo recuperaba el calor. Parecía haber olvidado nuestra terrible aventura y pronto se recobró lo bastante para quejarse de la falta de vino.

—Había un pellejo de vino casi lleno a la puerta de la cabaña; ¿por qué diantre no te lo llevaste cuando nos marchamos? —me preguntó, furioso. Mi estómago rugía y mi boca estaba seca, pero no teníamos nada que comer, y tampoco el vino de Bernard, de modo que mastiqué unos puñados de nieve y me quedé sentado mirando el fuego, dejando que mis ropas se secaran y pensando en aquel día terrible. ¿Había sobrevivido alguien, además de nosotros? ¿Había más personas dispersas por el bosque, heridas o incluso agonizantes en medio de aquel frío? Thangbrand estaba muerto, yo había visto aquel horror; y Freya, sin la menor duda, había sido asesinada con los demás. Pero ¿dónde estaba Hugh? ¿Había conseguido escapar?

De pronto me incorporé con un respingo. Había estado dormitando. Bernard dormía, tendido y un poco encorvado para aprovechar el respaldo curvo del interior hueco del tronco. Goody estaba acurrucada a mis pies, bajo la capa. ¿Qué era lo que me había despertado? Algún tipo de peligro. El fuego casi se había apagado, una luna casi llena brillaba en el cielo. Coloqué otro leño en el hogar y, mientras veía volar chispas y revivir la llama de entre las cenizas, vi en el borde más alejado del claro y a la luz de la luna la figura de un hombre. Se estaba acercando a nosotros.

Mi mano voló al cinto y se posó en el tranquilizador pomo del puñal. Di un puntapié a la silueta dormida de Bernard. El hombre caminó a través del claro dirigiéndose directamente al fuego. Estaba flaco como un esqueleto, tenía la cara enjuta con las mejillas hundidas y cubiertas casi hasta los ojos por una barba gris. El cabello largo y sucio le caía sobre los hombros. Sus labios se torcían en una mueca de saludo, y entre ellos asomaban unos pequeños dientes amarillos y afilados. Cuando se acercó más, pude ver que iba vestido con una especie de capa de piel de lobo y un faldellín del mismo material, y los pies envueltos en trapos grises. El pecho desnudo con las costillas salientes asomaba bajo la capa —por Dios, qué frío debía de estar pasando—, y la piel aparecía sucia y cubierta de cicatrices y arañazos a medio cerrar. Llevaba un pesado garrote de madera al hombro y, cuando llegó junto al fuego, vi que temblaba. Levantó la mano libre para saludar.

—Buenas noches, señores —dijo. Hablaba de forma vacilante, como si no estuviera acostumbrado al habla humana, pero algo en él me resultó familiar—. Tened la bondad de permitir a un pobre hombre disfrutar de vuestro fuego… y de un bocado de vuestra carne, si algo os sobra.

Miré a Bernard, que se limitó a encogerse de hombros y a apartar las piernas para que el hombre pudiera colocarse del lado de la hoguera en el que estábamos nosotros, al resguardo del viejo roble.

—No tenemos comida —dije—. Pero puedes calentarte con nuestro fuego.

Llegó al arrimo del árbol, dejó el garrote en el suelo, se agachó y tendió las manos hacia el fuego. También sus brazos eran flacos hasta un punto penoso y estaban cubiertos de viejas cicatrices y magulladuras recientes. Lo observé con suspicacia. Me daba vueltas a la cabeza la idea de que lo había visto antes. ¿En Nottingham, quizá?

Después de varios minutos de silencio, y con Bernard dormido de nuevo, el hombre dijo:

—¿Puedo preguntar, señor, qué ha traído a tres jóvenes como vosotros al bosque en una noche tan fría…, y sin comida ni caballos?

—Eso es asunto nuestro —contesté en tono seco—. No tuyo.

No quería contarle nada acerca de nosotros. Había algo en él, un salvajismo, que me puso en guardia. En silencio me juré no dormirme mientras él estuviera en nuestra compañía.

—Es asunto vuestro, señor, y yo soy sólo un invitado. Lamento mi imprudencia y os pido perdón.

Parecía tímido y desolado cuando pronunció esas palabras, y me sentí un poco culpable por haber sido tan áspero con él. Pero seguía sintiéndome incómodo por tenerle a nuestro lado en el árbol hueco. Además, cada vez estaba más seguro de haberle visto antes.

—Voy a dormir ahora, señor, con vuestro permiso —anunció el hombre. Yo asentí con un gesto e intenté sonreírle para paliar mi anterior descortesía. El me dirigió una mirada demasiado larga para resultar tranquilizadora, que me permitió fijarme en sus ojos, de un tono castaño tan claro que era casi amarillo. Luego se arrebujó en su capa de piel de lobo, que le daba el aspecto de un gran perro escuálido, y se tendió a dormir.

Bernard roncaba con suavidad y Goody no había movido un solo músculo desde que aquel hombre extraño apareció en nuestro campamento. Seguía envuelta de la nariz a los pies en un manto, tendida e inmóvil a mis pies. Puse otro leño en el fuego, me envolví los hombros en mi capa y decidí permanecer despierto.

A veces no es suficiente la voluntad de un hombre. En nuestro pequeño refugio del árbol el ambiente era templado. Las piedras del hogar irradiaban el calor hacia las paredes de madera, y los suaves ronquidos de Bernard tenían un efecto relajante. El horror, y luego el terror, de aquel largo día sin duda habían causado un fuerte impacto en mí, y pronto noté que mis párpados se cerraban. Me levanté, salí al frío del exterior del refugio y me froté la cara con nieve. Sin embargo, cuando volví a sentarme, no tardé en cabecear de nuevo y me deslicé hacia un extraño mundo de sueños.

Yo cabalgaba detrás de Robin en una columna de soldados. Cabalgaba junto a su hombro izquierdo, el lugar de honor. Delante y por encima de mí, su bandera ondeaba orgullosa al viento: una cabeza de lobo gris sobre fondo blanco. Miré hacia la estilizada imagen del lobo de la bandera que se mecía en la brisa y entonces, de pronto, la imagen cambió y el rostro del animal adquirió vida, las pinceladas negras y grises sobre la tela blanca se convirtieron en piel auténtica, con orejas puntiagudas y dientes afilados, y el animal me miraba con atención. Entonces saltó con un rugido, fuera de la bandera, directamente hacia mí. Y desperté con un sobresalto.

Garrote en mano, el hombre extraño estaba inclinado sobre el cuerpo dormido de Bernard. En el momento en que abrí los ojos, el arma descendía y fue a estrellarse contra la cabeza del
trouvere
. Di un grito inarticulado y busqué mi puñal en el cinto. El se volvió y me impresionó la transformación del hombre canijo y humilde que me había pedido perdón hacía tan sólo unas horas. Se había convertido en una bestia, una fiera: sus ojos amarillos relucían en aquel peludo hocico grisáceo, tenía la boca ligeramente abierta y un hilo de baba colgaba de sus labios.

—Carne —dijo, casi en un susurro—. Carne fresca. Ha venido hasta mi casa y, sin pedirme permiso, ha encendido fuego. Un fuego para asarse a sí misma.

Se echó a reír, una carcajada maníaca. Supe entonces que el diablo había entrado en él, y que estaba loco. Avanzó hacia mí agachado, empuñando el garrote con las dos manos, el extremo más grueso balanceándose de un lado a otro.

—Ven aquí. Ven a cenar —dijo, y soltó una carcajada.

Sentí mi mano húmeda en el pomo del puñal; me puse en pie, atento en todo momento a los movimientos del garrote. Eran hipnóticos, y sólo gracias a un esfuerzo considerable pude apartar los ojos y mirarle a la cara. Me sentía atemorizado, temblaba por horribles pavores ancestrales, pero tenía experiencia suficiente para esperar y vigilar aquellos terribles ojos amarillos hasta leer en ellos la intención de atacar.

Goody despertó y asomó la cabeza por el borde del manto. Estaba tendida en el suelo, entre el salvaje y yo. Él la miró.

—Bonita, muy bonita —susurró—. Dulce y jugosa. Bienvenida a mi cocina, señorita.

Lamió el hilo de baba que colgaba de su boca, lo tragó y chasqueó los labios. Yo avancé un paso con el puñal en mi mano derecha con la intención de proteger a Goody, pero al hacerlo tropecé y me desequilibré. Entonces él atacó, con la rapidez del relámpago. Amagó un golpe de arriba abajo a mi cabeza con el extremo más grueso del garrote, y cuando me eché atrás para esquivarlo, cambió la dirección del arma y fue a golpear mi muñeca derecha. El puñal saltó de mis manos y rebotó hacia un rincón del árbol hueco. Al acto él se abalanzó sobre mí, que tenía aún los pies enredados en el manto de Goody, y los dos rodamos por el suelo.

Era asombrosamente fuerte para ser tan flaco; tal vez la fuerza le venía de su locura, porque mientras rodábamos por el suelo me sujetó con facilidad, e intentó morderme en la cara y en el cuello. Conseguí mantenerlo a distancia, pero sólo a costa de un enorme esfuerzo. Podía oler su aliento, un extraño hedor a heces, y sus ojos amarillos brillaban como llamas en su cara demacrada. Me ayudó el miedo: así su cuello con las dos manos y, con la energía que me prestaba mi terror, apreté para salvar mi vida, mientras él se retorcía, me daba puntapiés y me arañaba la cara y el cuerpo. Aun así, era demasiado fuerte para mí, se liberó de mi presa y se me echó encima, con su boca roja abierta, babeando y buscando las grandes venas de mi cuello. Lo único que podía hacer era mantener apartados de mí sus dientes afilados, empujando hacia atrás su pecho y sus hombros resbaladizos por el sudor. Mi resistencia se debilitaba y su cara estaba cada vez más cerca de mi piel.

—¡Goody, el puñal! —grité, y con un empujón en el que puse todas las fuerzas que me restaban, lo descabalgué de mi cuerpo y conseguí inmovilizar uno de sus brazos con mi rodilla, mientras él se retorcía con la espalda en el suelo. Sujeté su brazo derecho libre con mi mano izquierda y durante un segundo miré la horrible cara de aquel hombre-bestia. Sus ojos se apartaron de pronto de los míos y miraron más allá, por encima de mí y a mi derecha, y entonces sentí un soplo de aire junto a mi cara y dos delgados brazos infantiles, que sostenían a dos manos el mango del puñal y empujaron hacia abajo la punta afilada a través de su ojo izquierdo hasta el interior de su torturado cerebro. La bestia tuvo una sacudida de todo el cuerpo, dos, y quedó inmóvil: el cuerpo flácido, los brazos extendidos en forma de cruz… y la cabeza clavada al suelo por un palmo de frío acero español.

Caí hacia atrás, jadeante y exhausto. Goody se refugió en mis brazos y la acuné con suavidad mientras miraba al hombre muerto; porque lo cierto es que, una vez muerto, ya no se parecía a un animal. Su faldellín de piel de lobo se le había subido durante la lucha y me di cuenta de que entre las piernas tenía…, no tenía nada. Sólo una fea cicatriz negra. Fue entonces cuando lo reconocí: era Ralph, el violador que había sido azotado, Castrado y expulsado de la granja de Thangbrand en las primeras semanas de mi estancia allí. Bien,
requiescat in pace
, pensé. Que Dios te haya perdonado tus terribles pecados.

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