Read Robin Hood, el proscrito Online

Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood, el proscrito (24 page)

—¿Cómo te sientes? —preguntó, con un curioso acento cantarín. Balbuceé que me sentía mejor y me di cuenta de que estaba hambriento y empecé a tragar la sopa a sorbos. Ella me observó mientras comía y yo sostuve su mirada y continué sorbiendo y relamiéndome como un bebé ansioso. La examiné despacio. Tendría unos veinte años de edad, a lo que me pareció, y unas facciones ovales bastante comunes, pero en las que se insinuaban ya las líneas que iban a marcarla durante el resto de su vida. Llevaba el cabello castaño estirado hacia atrás, y sujeto en la nuca en forma de cola de caballo. No llevaba capucha ni cofia y parecía vestir únicamente un saco informe de arpillera parda. Colgado al cuello de una correa de cuero llevaba un curioso amuleto, con la forma del hueso de la suerte de los pollos o de la letra «Y». La miré de nuevo a la cara y vi que tenía unos ojos amables de color avellana, y, aun que sólo tenía unos pocos años más que yo, me recordó mi propia madre.

Cuando hube acabado de comer, se llevó el tazón me dio un vaso con una infusión de hierbas ligeramente amarga pero refrescante.

—Déjame ver ese brazo —me pidió, y empezó a desatar la venda de tela blanca y limpia—. Llegamos a pensar que lo perderías, porque la infección era muy mala, pero gracias a la bendición de la Madre y a las pocas habilidades que tengo, parece que se va arreglando bien.

Retiró la última venda y yo grité alarmado. Había cuatro punzadas profundas en el brazo, cuatro heridas rojíbeteadas de negro que supuraban un líquido amarillo, y en cada una de ellas se removía un par de gusanos gordos y rosados.

—No te asustes —dijo, con una sonrisa—. Ellos te curan. Se comen la carne podrida y dejan sólo la sana. Le debes el brazo a mis gorditas preciosidades.

Con un cuidado infinito fue sacando los gusanos uno por uno y los dejó caer en una pequeña caja de madera. Luego lavó la herida con un líquido amarillento y cubrí con mucha suavidad cada una de las heridas con un emplasto de telarañas, antes de envolverlas de nuevo en vendas limpias.

—Ahora tienes que dormir —dijo—. El descanso te devolverá la salud…

Y antes de que acabara de hablar, yo ya me había dormido.

Cuando desperté de nuevo, Robin estaba allí.

—Brigid dice que te estás curando bien —me dijo con una sonrisa.

Yo me lo quedé mirando.

—¿Quién?

—Brigid, la sacerdotisa; la mujer que cuida de ti. Esa irlandesa que no ha tenido escrúpulos en hacerte comer ojos de sapo y rabo disecado de murciélago durante toda la semana pasada. —Sonreía—. Aunque debo confesar que al parecer te han sentado bien.

Sí que me sentía bien. Tenía otro vendaje limpio en el brazo y sentía un hormigueo al flexionar los músculos, pero aparte de eso me sentía curado. Un poco débil quizá, pero bien. Muy bien, incluso.

—Bueno, ya llevas demasiado tiempo calentando la cama. Lo que necesitas es aire fresco, ejercicio. —Robin me sonrió de nuevo—. Sé que eres aficionado a robar, de modo que vamos a robarle unos cuantos ciervos al rey.

Aquella tarde y muchos de los días siguientes salí a cazar ciervos con Robin. Aunque al principio me sentía débil, las fuerzas volvieron al cabo de un par de días, y me sentí muy feliz. De hecho, nunca había sido más feliz. Cabalgábamos por el bosque hasta un lugar donde los cazadores habían visto pequeños grupos de ciervos rojos, y allí continuábamos a pie; acechábamos a los animales a través de la maleza espesa, armados con arcos de batalla. Esas armas de madera de tejo tenían un alcance muy superior a la de los arcos ligeros de fresno que utilizaba la mayoría de la gente pero yo no podía ni siquiera tensarlos, debido a mi brazo herido… Para ser sincero, nunca llegué a dominar bien el arco largo, ni siquiera después de años de convivir con los mejores arqueros del mundo. En cambio, podía rastrear las piezas como si hubiera nacido en el bosque, moverme sin ruido por la maleza, vigilar cada paso para evitar quebrar una rama que crujiría bajo mis pies y ahuyentaría la caza. Nos acercábamos a los ciervos avanzando despacio, no sin dificultad, con el viento de cara para que los animales no percibieran nuestro olor. Después de cada paso hacíamos una pequeña pausa y permanecíamos inmóviles como estatuas para asegurarnos de que no nos habían detectado. Cuando nos habíamos aproximado lo suficiente para tenerlos a tiro, a una distancia de unos cincuenta metros, digamos, o menos incluso si la espesura era muy densa, entonces Robin, o a veces otro de sus hombres, disparaba una flecha, apuntando un palmo por debajo de la paletilla para alcanzar el corazón o los pulmones. Robin era un magnífico arquero, pero siempre había una desbandada cuando la pieza había sido alcanzada y se lanzaba a una carrera mortal. Cada cual a su aire, nos abríamos paso entre los arbustos siguiendo el rastro de manchas de sangre de un rojo brillante hasta que alcanzábamos al animal jadeante, exhausto, moribundo. Entonces los cazadores lo remataban con sus lanzas.

Si el animal era un macho con una gran cornamenta, los hombres separaban con cuidado los cuernos del cuerpo y los empaquetaban con especial cuidado, mientras que la carcasa, limpia del paquete de vísceras, era cargada a lomos de caballo para el viaje de vuelta a casa. Me di cuenta de que la muerte de cada ciervo afectaba a Robin de una manera especial. En cada ocasión, inclinaba la cabeza y rezaba en silencio una plegaria por el animal antes de que los cazadores empezaran a desollarlo. Es más, con cierta frecuencia, me pareció ver húmedos sus ojos delante de un ciervo muerto. Era un comportamiento extraño, habida cuenta de lo que era capaz de hacer con sus congéneres, los seres humanos. Aun así, su tristeza ante los animales abatidos nunca pareció afectar a su entusiasmo por la caza.

♦ ♦ ♦

Yo disponía de mi tiempo a mi antojo en las cuevas de Robin; no había lecciones oficiales, ni tareas que cumplir. Cuando no iba de caza con Robin, practicaba un poco de esgrima con Little John. Este había vuelto de su misión a Southwell con un saco pesado y goteante que había dejado a los pies de Robin. Yo me excusé y salí de la cueva antes de que examinaran el contenido del saco, pero oí que Robin había hecho entrega de la cabeza cortada a Murdac durante uno de sus banquetes, con un pedazo de pergamino metido dentro de la boca.

Little John pareció impresionado por mi habilidad con la espada, aunque mientras esgrimíamos con armas prestadas —porque la mía, supongo, debió de fundirse en el incendio de la granja de Thangbrand, y John solía utilizar en las batallas una enorme hacha de dos filos—, me di cuenta de que me daba ventaja y, por mucho que lo intentaba, nunca conseguía desmontar su guardia. John me imponía cierto temor, la verdad sea dicha; se había mantenido apartado de mí en anteriores encuentros, pero nuestras sesiones de esgrima en las cuevas nos aproximaron y noté que procuraba mostrarse amable. A pesar de su enorme estatura, de su rudeza y de sus aterradores juramentos blasfemos, me gustó.

Un día, sentados los dos a la gran mesa y mientras limpiábamos nuestras armaduras salpicadas de barro después de una sesión de práctica en el bosque, mientras el viento gemía fuera de la cueva y la lluvia empapaba el suelo de la entrada, John me contó la historia de cómo se había unido a las filas de los proscritos de Robin.

—Estaba al servicio de su padre, ¿sabes?, el viejo barón de Edwinstowe —me explicó mientras frotaba una mancha de orín en su cota de malla—. Era el maestro de armas del castillo, como lo había sido antes mi padre, Dios le tenga en su seno, y mi cometido era enseñar al joven Robin a combatir. Tenía más o menos tu edad, tal vez un poco más joven, y en aquella época era un pecador y un desvergonzado. —Rió por lo bajo al recordarlo—. Pero era un chico guapo, y tenía fuego en su interior…, y también coraje. Me gustan los hombres valientes, siempre ha sido así y siempre lo será. —Hizo una pausa en su relato y utilizó una navaja pequeña para rascar un pegote de orín que se resistía a desaparecer de su enorme cota de malla. Luego continuó—: Empezamos su entrenamiento de la forma correcta, con la barra. El barón puso reparos, dijo que era un arma de campesinos, un simple pedazo de madera. Pero yo insistí, porque se necesita una gran destreza para luchar con la barra; no cuesta nada hacerlo, y en una situación desesperada un bastón sólido puede salvarte la vida.

Pensé en el garrote de Ralph en la noche de los lobos, y asentí en silencio.

—Era rápido y fuerte, y aprendía deprisa. También tenía redaños. Solíamos practicar en el puente levadizo del castillo. Los dos en el puente tendido sobre el foso, con la mitad de los criados del castillo asomados a las almenas, mirándonos. Yo le arrojaba al agua nueve veces de cada diez, pero salía gateando del barro y la basura y volvía a empuñar su barra. Después de un mes más o menos, ya conseguía tirarme al foso algunas veces, y decidí que estaba listo para pasar a la lucha con el acero.

»El caso es que, aunque nos golpeábamos el uno al otro con bastante fuerza con las barras, él siempre tenía más moretones que yo cuando nos quitábamos la camisa para lavarnos después de un asalto, y a veces también tenía magulladuras en la cara. Le pregunté por ellas en alguna ocasión, y se limitó a sacudir la cabeza y a decir que era yo quien le había pegado en nuestra última sesión. "Eres un hombre cruel y brutal, John Nailor", me decía en broma. "No conoces tu propia fuerza." Mentía, por supuesto, y yo lo sabía. Pero si él no quería contármelo, no había gran cosa que pudiera hacer…

John calló, dio un gran trago de su jarra de cerveza y metió su cota de malla en un cubo de madera. Añadió dos puñados de arena, un poco de agua y de vinagre, y se puso a revolver la mezcla con un grueso bastón.

—El caso es que a mí el chico me gustaba —dijo, alzando la voz por encima del ruido de la arena al ludir con el acero—. Ya podías derribarlo una y otra vez, que volvía a levantarse en un santiamén. Nunca se quejaba, nunca. De modo que sentí curiosidad por ver quién era el que le pegaba. ¿Quién se atrevía? Era el hijo menor de un barón normando, un descendiente del gran obispo Odo, que acompañó al Conquistador. Su hermano mayor William pasaba la mayor parte del año fuera, como su padre, acompañando al rey. Hugh, que sólo era uno o dos años menor que William, ejercía el cargo de chambelán de la familia Brewister, en el Lincolnshire. No podía ser ninguno de sus dos hermanos mayores quien le pegaba. Tampoco podía ser ninguno de nuestros criados ni mesnaderos. De hecho, cuando pensé en ello, supe que sólo podía ser un hombre, pero no le creí capaz de propinar a Robin un castigo tan severo. Era el padre Walter, un sacerdote, un hombre de Dios, que había sido enviado por el obispo para ser el tutor del joven Robin.

Dejó de restregar la cota de malla en el cubo de arena, la sacó chorreante, la examinó, vio que aún quedaba una mancha de óxido rojizo y volvió a meterla en el cubo. Bebió otro trago de su jarra y empezó a revolver de nuevo el cubo moviendo el bastón en círculos regulares, con un ruido considerable.

—Un día, cuando Robin vino a entrenarse conmigo, estaba claro que le dolían las costillas. Insistió en que no era nada, pero le obligué a levantarse la camisa y enseñarme el costado. Todo el torso estaba lleno de magulladuras, y por lo menos tenía tres costillas rotas. De modo que me fui a cambiar unas palabras con el padre Walter.

»Era un hombre alto y flaco con una gran nariz curva que parecía el pico de un ave, y una expresión afligida y piadosa. Empujé la puerta de su habitación, en el piso alto del castillo, y lo encontré en oración, arrodillado sobre las frías losas de piedra del suelo, delante de un ventanal abierto y sosteniendo contra su pecho un gran crucifijo de madera. Rezaba en voz alta, y oí el final de su plegaria: "… perdona su debilidad a este miserable pecador; aparta los señuelos de la tentación de su camino y dale fortaleza para resistir. Guárdame del fuego de la condenación eterna. Te lo pido en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, el único y auténtico Hijo de Dios, amén".

»Se irguió con esfuerzo sobre sus rodillas y se volvió a mí: "¿En qué puedo ayudarte, hijo mío?". Yo vacilaba en el umbral: "Es sobre el chico, Robert", le dije y le comenté que en mi opinión estaba siendo demasiado duro con él. Le hablé de las magulladuras y de las costillas rotas y sugerí, en un tono cortés y amistoso, que debería tratarle con menos rigor en adelante.

»El padre Walter se irguió en toda su estatura, y no era mucho más bajo que yo, aunque sí muy flaco. "¿Tú, buey insolente, te atreves darme consejos a mí sobre el castigo que merece un pecador?" Me hablaba a gritos, tronaba como si fuese la ira de Dios, y admito que me desconcertó. "Cálmese, padre, únicamente sugiero que…" Pero él me avasalló: "Pobre imbécil, crees que unas pocas señales en el cuerpo tienen importancia. El es un diablo enviado por el infierno para apartar a los hombres justos del sendero de la virtud y lo castigaré hasta derramar su sangre, si así lo decido, para arrancar la horrenda mancha del orgullo de su alma". Siguió despotricando en el mismo tono, y mi paciencia empezó a agotarse. Sus gritos habían atraído a un par de criadas que se pararon para oír nuestra discusión, con la boca abierta, al otro lado de la puerta. "Por las alhajas de familia de Cristo, Padre, una cosa es castigar y otra muy distinta azotar a un muchacho un día sí y otro también hasta hacerle sangrar, y…" Me interrumpió otra vez: "¿Tú osas criticar mis actos? ¡Arrodíllate ante mí e implora mi perdón, o haré que tu alma descienda a lo más profundo del infierno donde tu carne será mordida para toda la eternidad por ríos de fuego!".

»Entonces perdí el control de mí mismo —me dijo John, con una triste sonrisa ladeada, y por fin paró de remover el cubo—. Nunca había sentido una gran admiración por los clérigos, y no me gustó que uno de ellos me amenazara. De modo que eché mano a ese fanfarrón, le hice cruzar la habitación en volandas y lo dejé colgado boca abajo fuera de la ventana, sujeto por un tobillo. Entonces sí se calló. Se quedó allí colgando, mientras yo lo sostenía por el tobillo huesudo, con los faldones de su túnica revoloteando a la altura de su cabeza y cincuenta pies de aire entre su tonsura y la piedra del patio del castillo. Abajo se había reunido una multitud, pero a ninguno de los mirones se le ocurrió extender una manta para atraparlo si se caía. Puede que también ellos lo odiaran.

»Le dije, con tanta calma como pude: "Si vuelves a ponerle un dedo encima al chico, acabaré con tu miserable vida. Y que mi alma eterna se vaya al infierno. ¿Me entiendes?". El dijo que sí con la cabeza, frenético; tenía la cara roja, congestionada por la sangre, pero juro que nunca he visto a un hombre más asustado. De modo que tiré de él y lo dejé de nuevo en su cuarto. Era incapaz de hablar, por el terror. Creo que nadie se le había enfrentado antes, en toda su vida. Entonces me despedí y él se sentó en su cama tembloroso de miedo y mirándome ofendido. Fue la última vez que le vi vivo.

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