Roma de los Césares (16 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

Cristianismo

A partir del siglo
II
, el cristianismo se difundió rápidamente por el imperio, favorecido por la tolerancia politeísta de los romanos y por la creciente demanda popular de religiones mistéricas orientales. Será mucho más tarde —cuando el culto oficial se afirme en torno al divinizado emperador, en un desesperado intento de robustecer un poder ya decadente— cuando se den las primeras situaciones conflictivas entre la Iglesia y el Estado. Algunos cristianos se negaban a aceptar una rutinaria obligación de todo ciudadano romano que consistía en quemar un grano de incienso en el altar del templo de Roma y Augusto, lo que, en tiempos de absolutismo imperial, constituía delito político.

Este conflicto dio lugar a algunas persecuciones, a menudo propiciadas por cristianos fanáticos a los que sus líderes habían prometido la salvación eterna si morían por su fe. Con todo, hay que advertir que la mayor parte de las Actas de los Mártires son falsificaciones muy posteriores a la época en que acaecieron los sucesos que pretenden atestiguar. Se calcula que la persecución más sangrienta, la de Diocleciano, sólo favoreció con la palma del martirio a unos tres mil cristianos. No obstante, conviene señalar que no todos los emperadores se mostraron contrarios a los cristianos; algunos, como Trajano, se inhibieron, y otros los favorecieron abiertamente, entre ellos Domiciano y Cómodo, este último probablemente influido por su concubina cristiana, la hermosa Marcia.

El número de los cristianos creció vertiginosamente. La que había comenzado siendo una oscura religión de esclavos, despreciada por la aristocracia y odiada por la plebe, ascendió hasta la cúspide del poder. En 313, los cristianos lograron que Constantino y Licinio, emperadores de Occidente y Oriente respectivamente, publicaran el edicto de Tolerancia (Edicto de Milán) que colocaba al cristianismo en la privilegiada situación de tutelar del Estado absolutista.

La civilización cristiana occidental había comenzado.

Capítulo 13

Los trabajos…

E
l romano era, por tradición, laborioso y emprendedor, como buen campesino. Incluso cuando no se dedicaba a sus trabajos («negotia»), procuraba que el ocio («otium») fuera enriquecedor.

El trabajo físico se consideraba impropio de los nobles, pero sus esclavos y clientes se empleaban en las explotaciones agropecuarias, en los diversos servicios y en la industria de fabricación de objetos exportables a provincias. A este respecto la definición del trabajo que da Plotino es reveladora: «La masa de los obreros constituye una chusma despreciable destinada a producir los objetos necesarios para la vida de los hombres virtuosos». Por lo tanto, el noble no trabaja, sólo dirige («cura»). Pero, a veces, su avidez de ganancias lo lleva a especular y a practicar la usura, actividades no consideradas trabajo. Esta ideología entronca plenamente en el ideal griego clásico que cosiste en vivir de las rentas.

La aristocracia, siempre fiel a sus orígenes campesinos, sentía un cierto desdén por la industria y el comercio.

Por lo tanto fue la clase ecuestre la que se hizo cargo de estas productivas parcelas y se enriqueció rápidamente.

Un nuevo rico, industrial o comerciante, que aspirara a que sus hijos fuesen admitidos un día en los restringidos círculos del poder, no dudaba en invertir una buena parte de su fortuna en propiedades rústicas, aunque éstas fueran menos rentables.

Sólo así comenzaba a parecerse a las exclusivas familias patricias con las que pretendía emparentar.

El imperio demandaba de la metrópoli productos manufacturados. Para atender esta demanda llegaba a Roma continuamente mano de obra especializada, particularmente griega y oriental, que se establecía en determinados barrios, un poco como hoy sucede con los emigrantes asiáticos que llegan a las grandes ciudades de Occidente.

La jornada laboral del obrero no estaba muy bien delimitada. Si en una época se trabajó de sol a sol, mientras hubiese luz, andando el tiempo las condiciones fueron mejorando y el período de trabajo se acortó hasta hacerse incluso más breve que el actual, pues se daba de mano a mediodía o poco después, lo que supone una jornada laboral de sólo seis horas en invierno y de siete u ocho en verano.

Los gremios tradicionales de Roma, instituidos en tiempos de Numa Pompilio, fueron ocho: flautistas, orífices, carpinteros, tintoreros, zapateros, curtidores, broncistas y alfareros. No obstante, en la época imperial asistimos a una gran prosperidad de los oficios relacionados con la industria edilicia. Por encima de todos está el gran patrono («redemptor») y, a sus órdenes, una legión de oficiales soladores («pavimentarii»); mosaístas («tessellarii»); vidrieros («vitrarii»); marmolistas de ventanas («speculariarii») y decoradores de interiores («pictores parietarii»), algunos de ellos grandes artistas a juzgar por las obras que nos han legado.

También existían las profesiones liberales, de las que sólo examinaremos las dos que nos parecen más peculiarmente romanas: la abogacía y la medicina.

Abogados

Sabido es que nuestro derecho es descendiente directo del derecho romano. La evolución ha sido más larga y traumática de lo que muchos admiten.

Pensemos, por ejemplo, que en Roma el hurto y el robo eran delitos pertenecientes al ámbito del derecho privado por lo que, a menudo, el demandante débil se veía impotente ante los abusos del delincuente poderoso, al que no tenía medios de hacer comparecer ante un tribunal. En un pueblo que estimaba la elocuencia por encima de cualquier otra posible virtud, es natural que la abogacía constituyese la más noble profesión. De hecho, el único camino para hacer carrera pública y ascender en la administración del Estado pasaba por el ejercicio de la abogacía. Tan noble era esta profesión que en un principio sus practicantes no cobraban un céntimo por ejercerla: se daban por satisfechos con el prestigio adquirido. Solamente a partir del principado de Nerón comenzó a considerarse lícito y razonable que el abogado percibiera una cantidad de dinero por sus servicios. No obstante hacía ya mucho tiempo que se había establecido la costumbre de que el defendido recompensara privadamente al defensor.

Claudio fijó el tope máximo de la minuta de un abogado en la respetable cantidad de diez mil sestercios. Mucho más tarde, Valentiniano III determinaría los requisitos que deben reunir los que hacen profesión de la abogacía, así como sus fines: «Defender la suerte del que está en peligro y tutelar los derechos de los oprimidos».

Aunque muchos romanos se pasaban la vida ejercitándose en la elocuencia y memorizando complicadas figuras retóricas y una casuística en la que ya se anuncian las estériles controversias bizantinas, lo cierto es que los abogados malos abundaban más que los buenos. Lógicamente los honorarios estaban en consonancia con la calidad del profesional. Los picapleitos («causadici») que sólo conseguían contar con una clientela pobre, de la que apenas podían esperar más que algún regalo de poco valor por las saturnales, eran a menudo víctimas de las sátiras de los poetas y de los chistes del pueblo. Catulo nos habla de uno de estos abogados que, después de haber discurseado deplorablemente frente al tribunal, requiere el parecer de un amigo:

—¿Cómo he estado? ¿Habré conmovido al juez?

Y el amigo le contesta, con toda la doble intención que puede interpretarse de sus palabras:

—Sin duda alguna: a todos nos ha dado mucha lástima tu discurso.

La ampulosa presentación y el artificio retórico eran procedimientos usuales a los que tanto jueces como audiencia estaban acostumbrados. Solamente a un demandante poco avisado, como el que nos retrata Marcial, se le podía ocurrir extrañarse:

—No se trata de violencia —exclama el cliente interrumpiendo a su abogado— ni de destrucción ni de veneno.

El objeto de mi pleito son tres cabras; yo sostengo que mi vecino me las ha robado y el juez pide pruebas.

Tú hablas de la batalla de Cannas, de la guerra de Mitrídates, de los perjurios, de la furia de los cartagineses, del dictador Sila, de Mario, de Mucio, levantas la voz y das puñetazos. ¡Yo te suplico que te atengas al asunto de mis tres cabras!

Los juicios, en un ángulo del Foro, eran tan espectaculares que a ellos asistía una gran cantidad de público. Ante aquella temperamental audiencia de desocupados y curiosos, cualquier ardid era válido. Demandado y demandante solían comparecer con sus peores ropas («sordidatus»), demacrados y con barba de varios días, para mover a compasión a los jueces. El juicio en sí podía ser tan pintoresco como este que nos describe el máximo abogado de Roma, Cicerón:

—Me apodero directamente de las tablas en las que estaba escrita la ley: he aquí de nuevo el alboroto y la pelea… Un tal Teomnasto, un chiflado del que todo el mundo se mofa a sus espaldas, intenta arrebatarme el documento, locura que hizo reír a muchos pero que a mí, en aquel momento, no me hizo ninguna gracia; echaba espuma por la boca y llamas por los ojos y gritaba que yo le hacía violencia. Trabados los dos al documento («copulati» es la palabra latina que emplea), llegamos ante el pretor.

Al término de un largo desarrollo, en tiempos ya de Justiniano, vemos dibujarse la abogacía romana con las características que aún hoy conserva: colegios de abogados, en los que existe un «numerus clausus», inmunidad particular e incluso escuelas de derecho similares a nuestras facultades.

Médicos

En los primeros tiempos de Roma no existió la profesión médica. Las enfermedades se curaban —cuando se curaban— con ayuda de plantas medicinales prescritas por el «paterfamilias» —que a tanto llegaba su autoridad— con arreglo a unos conocimientos («scientia herbarum») adquiridos por medios puramente empíricos. También se usaba el todavía más curioso procedimiento de la «incubatio» o sueño del templo. El enfermo pasaba la noche en el santuario del dios sanador y éste le indicaba, en sueños, el camino a seguir para recuperar la salud. Uno de estos santuarios-sanatorios, el dedicado a Esculapio, se fundó en Roma con ocasión de la epidemia de 291 a. de C. Lo construyeron sobre la isla del Tíber. Dos años antes habían llevado a la ciudad el Asclepios de Epidauro. La «incubatio» continuaría practicándose activamente hasta el final del imperio.

En la época de los Césares, muchos médicos griegos u orientales ejercieron su oficio en Roma. Algunos de ellos eran libertos que habían aprendido la profesión de sus amos médicos a los que sirvieron como esclavos.

Quizá debiéramos aclarar que eran libertos enriquecidos, porque los honorarios de un médico eran altísimos.

«No hay profesión que produzca más», dice un contemporáneo de los Césares, quizá con su punto de envidia. La posesión de un esclavo médico era uno de los signos exteriores de riqueza más apreciados por la alta sociedad romana. Lo mismo que hoy, había médicos militares, adscritos a las legiones, y los había deportivos en las escuelas de gladiadores y gimnasios.

Incluso existía la figura del médico titular de la real familia, el «medicus palatinus». A partir del siglo
IV
los habrá de la seguridad social, cuando se designe para cada barrio («región») de la ciudad un médico público («archiatra»). Serían en total catorce para una población que rebasaba el millón de habitantes, lo que parece una proporción insatisfactoria. Curiosamente, estos médicos públicos eran democráticamente elegidos a propuesta de sus propios pacientes.

Aparte de los médicos de medicina general, que serían los más, existieron también muchas especialidades: ginecología, cirugía, oftalmología («medici oculari»), garganta, masajes, hernias, ortodoncia… Algunos médicos eran también boticarios. Los oftalmólogos, por ejemplo, fabricaban sus propios colirios y los comercializaban en forma de barritas que llevaban impreso el nombre del facultativo.

En cuanto a la ortodoncia, parece que estaba muy desarrollada desde tiempos antiguos. Nos lo da a entender la ley de las XII Tablas que establece que el único oro que puede acompañar a una persona a la tumba será el que tenga en los dientes. Hubo también cirujanos estéticos capaces de borrar la huella que el hierro candente dejó en la frente del antiguo esclavo fugitivo, luego liberto rico, que podía pagar la operación. Naturalmente existían también los chistes de médicos. Catón el Censor se vanagloriaba de haber llegado a viejo porque nunca se había fiado de los matasanos, y añadía: «Vienen a echarnos al otro mundo y encima hay que pagarles para que no se descubra su juego». Nuestro compatriota Marcial, que parece anunciar a Quevedo en sus simpatías hacia la profesión, nos cuenta su caso: «Estaba indispuesto y he aquí que de pronto se presenta Símaco, el médico, que viene a visitarme acompañado de una muchedumbre de discípulos. Me palparon cien manos, todas heladas. No tenía fiebre, ahora la tengo».

El progreso de la medicina trajo aparejado el de la farmacia, que en puridad era anterior a ella. En la Roma de los Césares existían ciertas tiendas, que hoy podríamos denominar droguerías, donde el enfermo se hacía preparar sus salutíferos polvos, pomadas, tisanas y emplastos («unguentarii; aromatarii; pigmentarii»). El que confiara en un buen herborista («pharmacopola») podría acceder a un sinfín de recetas. El herbario medicinal romano es de muy prolija enumeración: para la conjuntivitis (mal muy común entonces), infusión de violetas con pizca de mirra y azafrán; para la locura, eléboro; para los cortes infectados y quemaduras, asfodelo; para el dolor de muelas, pulpa de calabaza con ajenjo y sal o jugo de tallo de mostaza; para el estómago, el «chiston» (leche de cabra hervida con hojas de higuera y un chorrito de vino); para dormir a los niños, leche con adormidera (es natural que se durmieran, los angelitos); para despertar dormidas virilidades se confiaba en la virtud afrodisíaca de la ajedrea, la pimienta, el pelitre y la ortiga, todo ello diluido en vino; pero Ovidio, que sabe mucho del amor, desaconseja su uso. Y, para cualquier mal, por encima de todas las otras hierbas, el «laserpicium», la gran panacea, cuya importación tutelaba el Estado.

Capítulo 14

… y los días

L
os romanos nunca concedieron demasiada importancia al horario, en parte quizá, por libérrima inclinación de carácter latino, y en parte porque la carencia de aparatos con los que medir el tiempo imponía esa impuntualidad.

Hay que tener en cuenta que los primeros relojes de sol («solarium») y de agua («horologium ex aqua» o «clepsydra») no se comenzaron a divulgar hasta bien entrado el siglo
II
a. de C. y aun entonces constituían más un decorativo capricho de ricos que un instrumento útil. Por lo tanto la duración del día y de la noche se calculaba por el sol. Había doce horas diurnas y doce nocturnas, lo que entrañaba que la duración de cada hora dependiese de la estación del año.

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