Las horas diurnas de junio eran muy largas, mientras que las nocturnas resultaban muy cortas. En diciembre ocurría justamente lo contrario. La hora central del día, sobre la que pivotaban todas las demás, era la séptima, correspondiente a mediodía («meridiem»). El trabajo, para los que se deslomaban de sol a sol, comenzaba al amanecer y terminaba en la hora novena («nona»), es decir, entre la una y media y las dos y media, dependiendo de la estación.
El primer calendario romano se basó en el año agrícola y sólo tenía en cuenta el periodo comprendido entre un equinoccio de primavera y el siguiente. No se contaba el invierno, en el que la tierra está muerta. Este curioso año tenía diez meses, que sumaban 305 días. Eran los siguientes: Treinta y un días de Martius (marzo), consagrado a Marte, el dios de la guerra.
Treinta días de Aprilis (abril), por el jabalí («aper») o por la apertura de los brotes vegetales («aperire» es abrir).
Treinta y un días de Maius (mayo), por la pléyade Maia. Treinta días de Junius (junio), por Juno, esposa de Júpiter.
Los seis meses restantes no tenían denominación propia y se designaban por el ordinal correspondiente: quinto («quintilis»); sexto («sextilis»); séptimo («september»); octavo («october»); noveno («november») y décimo («december»). Más adelante, en tiempos de Numa Pompilio, se añadieron otros dos meses para el periodo invernal: «Januarius» (enero), por Jano, el dios de los dos rostros; y «Februarius» (febrero), por los ritos de purificación («februalia»). De este modo el calendario completó seis meses de treinta días y otros seis de veintinueve, todos ellos lunares, que sumaban tan sólo 355 días, lo que obligaba al sumo pontífice, responsable del calendario sagrado, a intercalar un mes suplementario («mensis intercalaris») cada dos años, para evitar que el desfase del año oficial respecto al natural provocase graves desajustes.
Pero, a pesar de todo, los desajustes se producían, particularmente cuando, en el descontrol que trajeron las guerras civiles, se dejó de actualizar el calendario. En el año 45 a. de C. existía ya una diferencia de setenta días entre el año natural y el oficial.
Julio César impuso entonces una radical reforma (motivo por el cual aquel año sería conocido como «annus confusionis») consistente en aumentar el año a 365 días más uno bisiesto que se añadiría cada cuatro años. Este calendario juliano tampoco coincidía exactamente con el natural, puesto que ahora pecaba por exceso, motivo por el cual hubo de ser revisado en 1582 por el papa Gregorio XIII, pero básicamente continúa siendo hoy el calendario de los países cristianos.
Después de la muerte de Julio César se decidió honrar su memoria dando su nombre a un mes. El quinto, antes «quintilis», pasó a llamarse «Julius», julio; Augusto, el sucesor de César, también se hizo merecedor de tal distinción y «sextilis» se llamó desde entonces «Augustus», agosto.
Por cierto que este cambio suscitó algunos problemas protocolarios. Algún avisado señaló que el mes dedicado a Augusto tenía un día menos que el de César, lo que parecía engendrar cierto menoscabo hacia la figura del emperador. El problema fue prontamente resuelto: aumentaron a 31 el número de días de agosto y redujeron, para compensar, a 28 el de febrero. Reajustaron, además, el número de días de los meses restantes.
Al sucesor de Augusto, Tiberio, le propusieron denominar a septiembre con su nombre pero él rechazó sensatamente la idea: «¿Qué haréis —dijo— cuando se os acaben los meses y siga habiendo emperadores?». Los romanos no conocieron la semana hasta época muy tardía. Ellos dividían el mes en tres períodos de duración variable llamados «Nonas», «Idus» y «Kalendas». Nuestra palabra «calendario» se deriva de «kalendarium», que era el cofre donde los usureros romanos (profesión entonces tan respetable como la del actual banquero) guardaban el libro en el que tenían asentados los vencimientos de sus préstamos.
Con el tiempo se fue abriendo camino la denominación de los días a partir de su dedicación astrológica.
Como reconocían siete planetas, la semana adoptaría ese número de días: «Lunae», por la luna; «Martis», por Marte; «Mercurii», por Mercurio; «Jovis», por Júpiter; «Veneris», por Venus; «Saturni», por Saturno, y «Solis», por el Sol. Estos dos últimos evolucionaron en nuestro idioma para aproximarse al hebreo «Sabaoht», que da «sábado» y el «dominus», latino «señor», que da domingo, cuando el culto al Sol se hizo eje de la religión oficial identificándose con el emperador o «dominus».
De autores y lecturas
L
a biblioteca particular de nuestro amigo Marco Cornelio contiene, además del inexcusable lote de clásicos griegos, de cuya directa inspiración nunca se apartaron los escritores latinos, una atinada selección de obras producidas por ingenios locales o por extranjeros que escriben en latín.
Abundan los autores de la denominada Edad de Oro que, según nos aseguran los intelectuales republicanos, terminó en cuanto el imperio dio al traste con las antiguas libertades. Casi todos coinciden en que el periodo más brillante fue el de Cicerón (106-43 a. de C.) y a él le adjudican el mérito de haber elevado el latín a la categoría de lengua literaria. Probablemente llevan razón, aunque no estamos tan convencidos como ellos de que el primero y más sublime de los géneros sea la elocuencia. Notamos, también, que sólo a regañadientes admiten que Julio César fue el mayor prosista de su tiempo y el círculo de Mecenas la más brillante escuela, con figuras de la talla de Virgilio, Horacio y Propercio.
Incurren en la curiosa manía de clasificar los productos del ingenio humano de acuerdo con las calidades del metal, y al imperio propiamente dicho le adjudican la Edad de Plata (18 a. de C.-133). En poesía destaca Virgilio (70-19 a. de C.), el poeta nacional, cuya excelente «Eneida» intenta ser la epopeya de Roma, a imitación de los inimitables modelos homéricos. Como esta magna obra la traíamos ya leída de Hispania, en esos días exploramos con placer otras producciones del poeta de Mantua: las «Bucólicas» y las «Geórgicas», en las que expresa, con claros cristales, la romana añoranza de la vida en el campo.
Como procedemos de Hispania, Marco Cornelio nos da a leer una epopeya histórica de nuestro comprovinciano Lucano (39-65), la «Farsalia», que narra, de manera un tanto declamatoria, la guerra civil entre Pompeyo y César. Durante algunas tardes nos deleitamos con su lectura, si bien advertimos que, debido a sus simpatías republicanas, el autor presenta una imagen negativa y parcial de Julio César. Nada más distinto a nuestro también comprovinciano el pícaro y chusquero Marcial (40-104), cuyos «Epigramas» satíricos resultan deliciosamente desvergonzados pero también chispeantes juegos de ingenio. Y puestos a mencionar a los hispanos, no dejaremos en el tintero nuestra antigua y profunda admiración por Séneca (4 a. de C.-65), sabio cordobés que hizo del estoicismo la regla de su vida, aunque algunos malévolos detractores le reprochan que escribe sus alabanzas de la pobreza sobre una mesa de oro.
Más placer hallamos en el profundo y filosófico Horacio (65-8 a. de C.), el cantor del «carpe diem», cuyas «Odas» releímos alguna vez, siempre con renovado placer, en las suaves umbrías de los jardines romanos. Asimismo también conocimos al sin par Ovidio (43 a. de C.-18), cuyas barrocas e inadvertidamente profundas «Metamorfosis» conocíamos ya de Hispania. En Roma encontramos sus conmovedoras «Pónticas», en las que expresó el dolor de su forzado destierro, y el delicioso manual para enamorados «Ars amandi», que tantos y tan buenos consejos da para los que quieren debatirse en las redes de la dulce Venus. Nos conmovieron las elegías de Tibulo (48-19 a. de C.), un romántico de su tiempo, fogoso y tierno, y los poemas de Propercio (47-16 a. de C.), cuyo imposible amor por Cintia, seductora, ardiente y casada con otro, extrañamente continúan habitando los misteriosos aposentos de nuestra memoria.
En la dilatada sobremesa de un banquete al que asistían ilustradas personas, alguien leyó los pasajes más picantes de una curiosa novela, el «Satiricón», obra de un tal Petronio, «arbiter elegantiae» de la corte de Nerón y víctima suya, que debió de ser una especie de dandy de su tiempo.
Lo que nos trae a la memoria otra novela igualmente digna de reposada y regocijada lectura: «El asno de oro» del africano Apuleyo (125-170), que narra las divertidas y a veces escabrosas peripecias de un pobre hombre mágicamente convertido en burro.
Cuando supo de nuestro gusto por la historia, Cayo Sulpicio, el noble socio de Marco Cornelio, nos llevó a visitar la biblioteca latina de Trajano. Allí pudimos consultar una cuidada edición de las obras de Tito Livio (59-17 a. de C.), cuya «Ab urbe condita» es un meritorio monumento a las glorias de Roma y una notable obra de creación pues está trufada de elocuentes discursos y entretenidas anécdotas. También conocimos los escritores del secretario de Adriano, nuestro amigo Suetonio (75-166), y los de Tácito (55-120), cuyo nombre significa «callado», que fue el más locuaz de todos.
De muchos otros autores oímos hablar, no siempre abiertamente, pues, al parecer, en la Roma imperial existe una rigurosa censura. Algunos afirman que esta limitación se refleja oprobiosamente en ingenios tan prometedores como Ovidio. Cuando se suaviza, señalan, la literatura parece rejuvenecerse (Tácito, Juvenal), pero en cualquier caso su peso es observable en la obra de Lucano, Séneca, Persio, Marcial, Quintiliano, Plinio, Suetonio y los otros grandes del periodo. «En tiempos de la república —asegura Cayo Sulpicio sin disimular sus simpatías por la antigua forma de gobierno— nuestro ideal era la "libertas"; ahora lo hemos trocado por la "securitas" y a ella sacrificamos, vergonzosamente, las claras virtudes de nuestros abuelos».
Los más radicales sostienen que desde que Augusto metió en cintura al Senado se ha percibido una notable decadencia de la literatura, excepto en los géneros clandestinos que están en auge. Se refieren al panfleto anónimo («libelli»). Los defensores de Augusto y de sus sucesores alegan que el empobrecimiento de la literatura se debe achacar a la corrupción de las costumbres y no a la censura.
Como somos forasteros preferimos no tomar partido en la enconada discusión. Los dejamos enzarzados en la cada vez más caldeada controversia y, aunque aparentemos estar atentos, nos refugiamos en nuestras propias lucubraciones. Lo último que acertamos a oír son estas memoriosas palabras, pronunciadas por no sabemos quién: «Los hombres del momento, por vivir en servidumbre, aunque sea justa, no han bebido en su niñez las aguas fecundas de la libertad, fuente de elocuencia, y hablan con la timidez innata de los esclavos».
Un poema de amor romano:
Vivamos, Lesbia mía, y amémonos, y las habladurías de los viejos demasiado serios, todas, valorémoslas menos que un as.
El sol puede ponerse y volver a salir; nosotros, una vez que se pone nuestra breve luz, hemos de dormir una sola noche perpetua.
Dame mil besos, luego, ciento; luego otros mil segundos; luego, ciento. Después, cuando nos hayamos dado muchos miles, enredaremos la cuenta para no saberla, y para que ningún cabrón pueda aojarnos al saber que fueron tantos los besos.
Cátulo (87-54 aprox.), traducido por Bartolomé Segura.
Termas y deportes
E
sta tarde, nuestro amigo Marco Cornelio nos invita a las termas o baños públicos. Antiguamente las termas eran lugar de aseo y de ejercicio, pero hoy día se han convertido, además, en los casinos de Roma, en los lugares donde la vida mundana se desarrolla. Cuando un romano tiene sus otras necesidades cubiertas, procura pasar las tardes en las termas, en amable tertulia con sus amigos. También, por supuesto, venir a las termas los obliga a hacer un poco de ejercicio, a sudar y a someterse al saludable masaje, lo que contribuye a eliminar las grasas y toxinas que los frecuentes banquetes acumulan en torno a la cintura.
Las termas («thermae») figuran entre los edificios de uso público más cuidados por el Estado. Los emperadores rivalizan en construir termas palaciegas, catedralicias construcciones que pregonan su magnificencia y poder. Además, contribuyen a subvencionarlas para que su disfrute resulte asequible a cualquier mediana economía. Lo acostumbrado es que un empresario privado («balneaticum») explote su servicio por contrata. Atravesamos los jardines y llegamos a las termas. Marco Cornelio se acerca a la puerta hurgando en su monedero, pues hay que pagar la entrada a un portero, pero resulta que hoy la entrada es libre. Estamos de suerte: un adinerado senador ofrece a sus conciudadanos el baño gratuito porque está celebrando el nombramiento de su hijo en una importante sinecura de la administración provincial.
Penetramos. El edificio está caldeado. Hace dos horas que los esclavos encendieron los hornos de leña («hypocausis») que han de calentar el agua y caldear el ambiente de las salas. Las puertas interiores permanecen cerradas pero ya hay una muchedumbre esperando delante de ellas, cada cual con su toalla al hombro. A la hora acostumbrada suena el gong («discus») de la entrada y se abren las puertas. El personal que esperaba penetra atropelladamente.
La entrada principal comunica con un amplio patio interior con piso de tierra donde se pueden realizar ejercicios («palaestra»). Pero nosotros, poco inclinados a los fatigosos deportes, pasamos de largo lo más rápidamente posible, no sea que recibamos un balonazo, y penetramos en el edificio por una puerta lateral. Un breve y oscuro vestíbulo, decorado con frescos que representan los trabajos de Hércules, nos conduce a un amplio vestuario («apodyterium»). Los muros están cubiertos, hasta media altura, por casilleros de mampostería que sirven para dejar la ropa. Hay varios esclavos de guardia que velarán por nuestras pertenencias a cambio de una pequeña propina. Es una precaución muy necesaria pues, lamentablemente, en estos lugares abundan los rateros.
Nos desvestimos, plegamos cuidadosamente nuestras togas y túnicas y dejamos el hatillo en uno de los casilleros altos. Observo que algunos bañistas esconden sus vergüenzas tras un sucinto taparrabo, pero lo normal es que cada cual se exhiba en sus cueros.
Pasamos a una especie de vestíbulo cuyo suelo, anegado de agua hasta la altura de los tobillos, es una artesa azul decorada con peces. «Es —me explica Marco— para que la gente se lave los pies antes de entrar en la piscina». La piscina o baño frío («frigidarium») está en la estancia contigua. Me da la impresión de que tendrá las medidas olímpicas y es lo suficientemente profunda como para que se pueda nadar y bucear sin molestar ni estorbar al vecino. Nos zambullimos, le damos un par d largos, nos echamos una carrera, exhibimos nuestras habilidades en los distintos estilos, hacemos el muerto, y cuando nos sentimos algo fatigados salimos del agua y nos retiramos a descansar a la sala caldeada.