A la muerte de Antonino Pío sucedió la diarquía de Marco Aurelio y Lucio Vero. Nuevas guerras agotan a Roma: contra los activos partos, que intentan llegar hasta el Mediterráneo, y contra las tribus rebeldes de Germania. Después de la muerte de Lucio Vero, el hijo de Marco Aurelio se convierte en corregente de su padre con el título de Augusto, en lo que parece un regreso al principio de sucesión dinástica.
Así llegamos al siglo
III
, en el que asistimos al pleno ocaso de Roma. El imperio está a merced de militares que ni siquiera son romanos de origen.
Cae en manos de bárbaros y de cínicos como Septimio Severo, cuyo lema era «enriquece a la tropa y échate a dormir». A la breve dinastía de los Severos (193-235) sucede un periodo de anarquía militar (235-276), del que Roma sólo se recupera a medias con la despótica monarquía oriental de Diocleciano. Pero esto pertenece ya plenamente a la decadencia y larga agonía del imperio romano.
El primer emperador romano fue un hombre atractivo y bien parecido, como sus numerosos retratos en piedra o metal ponen de manifiesto. Por su biógrafo Suetonio sabemos que tenía los ojos claros y los cabellos castaños y algo rizosos. También nos dice que era cejijunto y que tenía los dientes desparejos. Su cuerpo era de proporciones armoniosas pero de corta estatura, defecto que él procuraba disimular usando zapatos de suela gruesa. Quizá fuera ésta la única coquetería que se permitía, pues, por lo demás, nunca concedió demasiada importancia al arte de sus sastres y peluqueros. Fue hombre de precaria salud: sufría del hígado y del riñón y era propenso a las afecciones de garganta. Además, padecía algún defecto congénito que hacía que cojeara a veces de la pierna izquierda. Procuraba cuidarse y llevaba una vida sana: comía parcamente y apenas probaba el vino; evitaba madrugar, se abrigaba y practicaba regularmente «footing» (¿de qué otro modo se pueden interpretar las palabras de Suetonio: «Terminado el paseo, corría saltando»?). Su otro deporte era la pesca con caña.
Augusto era hombre culto. Había recibido una sólida formación humanística, en la que destacó su amor por la literatura griega. Cuando empleaba el latín incurría a veces en faltas de ortografía, quizá porque escribía mucho y no siempre con la debida atención. Este gran administrador y formidable organizador fue muy aficionado a memoriales, notas, informes y todas las otras tareas burocráticas necesarias para el funcionamiento de un Estado cada vez más complejo.
Como diplomático, fue sutil e inteligente. Revistió su poder autocrático con las viejas formas de la democracia republicana donde lustre a un domesticado Senado y supo evolucionar personalmente desde la severidad —incluso crueldad— de sus primeras actuaciones hacia la patriarcal benevolencia de su ancianidad.
En su vida privada fue muy infortunado: sus posibles sucesores morían prematuramente, y finalmente se vio obligado a confiar en su hijastro Tiberio, que le era antipático. De su segunda esposa, Escribonia, tuvo una hija, Julia, cuya vida licenciosa fue una permanente fuente de disgustos. De su tercera esposa, Livia, no tuvo hijos (o quizá Druso, del que ella llegó embarazada al matrimonio).
A todas sus mujeres fue repetidamente infiel, lo que era bastante corriente entre los romanos de la época. Su otro vicio —además de las faldas—, el juego, sólo se manifestó en los últimos años de su vida. Volviendo al tema de su descarriada familia, cuando hablaban en su presencia de las Julias, hija y nieta, a las que él denominaba «mis tumores», solía comentar: «¡Dichoso el que vive y muere sin esposa y sin hijos!». En su testamento las mencionó solamente para prohibir que las sepultaran a su lado.
Cuando iba a morir, se dirigió a los amigos que rodeaban su lecho y les preguntó: «¿Os parece que he representado bien esta comedia de la vida?».
Y añadió, en griego, la frase con que los actores terminaban y se despedían del público: «Si os ha gustado, batid palmas y aplaudid al autor». Luego expiró.
Tiberio
(42 a. de C.-37)
Tiberio era feo, grandón y sin gracia. Tenía la nariz algo ganchuda y, en su vejez, la cara se le llenó de granos. Nunca gozó de grandes simpatías, ni en vida ni después de muerto.
Incluso cuando sus biógrafos tienen que alabar alguna cualidad suya se les arreglan para que nos resulte desagradable. Por ejemplo, su fuerza: era capaz de traspasar una manzana con el dedo o de hacer sangrar la cabeza de un niño de un papirotazo. Durante toda su vida gozó de envidiable salud.
Es comprensible que su carácter huraño y reflexivo no le granjeara muchos afectos. Tampoco él los buscó.
Las desdichadas circunstancias de su vida hicieron de él una persona amargada. Para Gregorio Marañón, que analizó lúcidamente al personaje en su ensayo «Tiberio, historia de un resentimiento», la compleja personalidad del emperador fue producto de los infortunios que experimentó: todavía niño, su madre abandona a su padre y a él para casarse con Augusto; en su mocedad, ya en el palacio imperial, todas las carantoñas van para su encantador hermano Druso. Se casa enamorado, y a poco su madre y Augusto lo arrebatan de los brazos de su querida esposa para casarlo con la casquivana Julia. Finalmente, las aventuras extraconyugales de la nueva esposa son la comidilla de los mentideros de Roma, pero el marido traicionado no puede hablar porque se trata de la hija favorita de Augusto.
El emperador sentía hacia él una profunda antipatía que nunca se molestó en disimular. En cuanto lo veía aparecer, interrumpía toda conversación relajada y alegre. «Desgraciado pueblo de Roma —comentó en una ocasión— que va a ser triturado entre tan lentas mandíbulas» (quizá aludía a la forma de hablar de Tiberio, exasperantemente pausada).
Sus disposiciones de gobierno, antes de que abandonase los asuntos de Estado en manos de Sejano, fueron ilustradas y positivas. Era muy enemigo de la adulación. Impidió que el Senado le adjudicase títulos pomposos, así como la erección de estatuas suyas en lugares públicos. Tampoco aceptó que designasen al mes de septiembre con su nombre. Tomó disposiciones contra el lujo excesivo y procuró dar ejemplo: en la mesa imperial se servían las sobras de la comida anterior. A un consejero que le recomendaba aumentar los impuestos en las provincias le replicó: «El buen pastor esquila a sus ovejas, pero no las desuella».
Algunos excesos imputados a Tiberio parecen calumnias de historiadores que sentían nostalgia por el régimen republicano. Por ejemplo, no es admisible que fuera borracho y, sin embargo, el pueblo, descontento con él porque había suprimido los espectáculos circenses, lo calumniaba con diversos apodos virolentos: «Biberius», «Caldius» y «Mero» (jugando con sus nombres legales: Tiberius, Claudius, Nero). Recordemos que también en España se apodó «Pepe Botella» al benemérito pero odiado José Bonaparte, que era abstemio.
La leyenda ha ganado la partida a la historia en el manido relato de las perversiones sexuales y crueldades que practicaba Tiberio en su residencia de Capri. Todo el mundo sabe que en aquel palacio campestre, asomado a los acantilados marinos, el emperador disponía de una sala «destinada a sus desórdenes más secretos, guarnecida toda de lechos alrededor» y decorada con pinturas y bajorrelieves de tema pornográfico. Allí organizaba sus orgías con un grupo de muchachas y muchachos expertos en todas las posibles fantasías y variaciones del sexo.
Era, además de «voyeur», un repugnante pederasta si damos crédito a Suetonio cuando escribe: «Había adiestrado a niños de corta edad, a los que llamaba sus pececillos, para que jugasen entre sus piernas cuando estaba en el baño, excitándolo con la lengua y los dientes y para que mamasen sus pechos». Calumnias sobre un hombre desdichado que nunca despertó amor ni compasión.
Su muerte fue tan escasamente gloriosa como había sido su vida. Postrado por un infarto, ya lo daban por muerto cuando recobró el conocimiento, se sentó en la cama y pidió de comer entre el contrariado estupor de sus cortesanos, que imprudentemente acababan de aclamar a su sucesor. Entonces, el emperador y resuelto jefe de la guardia pretoriana, Macro, le echó unas mantas sobre la cabeza y lo asfixió con ellas. Tiberio tenía al morir setenta y ocho años.
Mesalina
(22 a. de C.-48)
El discreto diccionario de la Real Academia Española define la voz «mesalina»: «Mujer poderosa o aristócrata de costumbres disolutas». En otros idiomas cultos de Europa viene a significar lo mismo. La famosa Mesalina fue la tercera esposa del emperador Claudio y madre de Octavia, esposa de Nerón. Había nacido en el seno de una antigua familia senatorial y recibió esmerada educación.
Aunque era ambiciosa e intrigante, y posiblemente influyó en ciertas decisiones políticas de su esposo, Mesalina ha pasado a la historia por su galante y esforzada carrera de ninfómana. Se dice que satisfacía sus apetitos sexuales indiscriminadamente con secretarios y siervos del emperador, apuestos miembros del Senado, mozos de cuadra e incluso entre los rudos clientes de los prostíbulos barriobajeros con los que batía récords de resistencia como profesional del amor.
Al senador Apio Silano lo hizo condenar a muerte porque rechazaba sus proposiciones deshonestas. La misma suerte siguieron otros muchos por distintos motivos. Viéndose en peligro, los libertos de la cancillería imperial delataron su poco edificante vida al ignorante e imperial marido. Claudio, apesadumbrado, la hizo ejecutar. El poeta Juvenal puso en verso las gimnasias prostibularias de esta alta señora en su sátira seis («Sobre las mujeres»), de la que seleccionamos un fragmento en la espléndida traducción de Bartolomé Segura:
¿Por qué te preocupas de lo que hizo la casa de un particular, de lo que hizo una Epia?
Vuelve tu vista a los émulos de los dioses, escucha cuánto soportó Claudio. Cuando su mujer se percataba de que su marido dormía, la augusta meretriz osaba tomar su capucha de noche y, prefiriendo la ester a la alcoba del Palatino, lo abandonaba, acompañada por no más de una esclava.
Y ocultando su pelo moreno con una peluca rubia entraba en el caliente lupanar de gastadas tapicerías, en un cuartito vacío que era suyo; entonces se prostituía con sus áureas tetas al desnudo, usurpando el nombre de Licisca, y exhibía el vientre de donde naciste, noble Británico. Recibía cariñosamente a los que entraban y les exigía dinero.
Luego, cuando el dueño del burdel despedía a sus chicas, se marchaba triste, y hacía lo que podía: cerrar la última el cuarto, todavía ardiendo con la erección de su tieso clítoris, y se retiraba, cansada de tíos pero aún no saciada, y afeada por el humo del candil y las mejillas oscuras llevaba el olor del lupanar a su almohada.
La ciudad de las siete colinas
R
oma empezó en el monte Palatino y después se extendió por los vecinos Esquilino y Quirinal. Entre estas colinas quedaba una llanura pantanosa que desecaron (drenándola con la cloaca Máxima) para establecer en ella el mercado de la nueva ciudad, el Foro, que sería, desde entonces, centro de la vida pública. Y, al poco tiempo, todo ese conjunto se rodeó con la muralla de Servio Tulio, que abarcaba ya las siete colinas, incluyendo las de Viminal, Celio, Aventino y Capitolio.
A lo largo de seis siglos, la ciudad crece y se engrandece. Nosotros vamos a penetrar en ella en su época de mayor esplendor, cuando cuenta con más de un millón de habitantes y es cabeza de un imperio que abarca desde el abrupto Finisterre de Hispania a las llanuras Mesopotámicas y desde los húmedos bosques de Alemania al calcinado arenal del desierto líbico.
No tema el lector perderse de mi mano: un grupo de ilustres amigos romanos se ha ofrecido amablemente para mostrarnos hasta los más recónditos entresijos de su ciudad. Como ellos no son rigurosamente coetáneos, tampoco les vamos a exigir que la ciudad que nos muestran pertenezca a una misma época. Es posible que, desde esa diacrónica perspectiva, nos sea dado pasear por el Campo de Marte cuando era una llanura despejada o levemente arbolada, pero también podremos contemplar los espléndidos templos, los arcos de triunfo y el circo que vinieron a poblar su tranquila planicie.
Después de dos mil años, el tiempo anula esas distancias y nos permite abarcar, con la misma melancólica mirada, el solar, el edificio, su lenta ruina y los nuevos muros que lo suplantarán en un hipotético mañana. En esta fascinante ciudad conviven, y se yuxtaponen impúdicamente, el lujo más desenfrenado y la más afrentosa miseria. Al lado del palacio adornado con estatuas de mármol traídas de Grecia se levanta la chabola de barro, y más adelante, en el siglo
III
, cuando el suelo escasee, en apartamentos contiguos del mismo edificio habitarán el próspero tendero burgués y el pobre diablo que malvive de los subsidios y de las propinas. Un cuarto de la población padece hambre física. Los que tienen vivienda se hacinan en superpoblados edificios de los barrios bajos cuyas destartaladas ventanas dan a las lujosas mansiones rodeadas de jardines de los ricos o a las casas unifamiliares, con una docena de habitaciones, de la clase media.
Si preguntamos a uno de los atareados ediles que se esfuerzan por ordenar la caótica urbe del siglo
IV
, nos dirá que el perímetro de su recinto abarca ya veinte kilómetros. Hace siglos que rebasó aquella primitiva muralla de Servio Tulio. Las 152 fuentes de la ciudad, a las que acuden largas filas de esclavos y mujeres con cántaros, consumen más de mil millones de litros de agua diarios, que les llegan por once acueductos. Existen 1797 casas unifamiliares y 46 602 bloques de vecinos repartidos en 423 barrios («vici»). Hay 37 puertas, 8 puentes sobre el Tíber, 29 avenidas, 11 foros, 856 baños privados, 11 termas públicas y 190 graneros que surten de trigo a 254 molinos y que son abastecidos por media docena de flotas que traen trigo de Sicilia, de Hispania y de Egipto. Hay también 2 circos, 2 anfiteatros, 3 teatros y 28 bibliotecas. Y 36 arcos triunfales y 10 basílicas. Casi toda esta grandeza, que ya comienza a dar preocupantes señales de la decrepitud que precederá a su dilapidación, arranca de la época de los Césares. Augusto solía ufanarse: «Heredé una ciudad de ladrillo y la dejo de mármol».
Dispongámonos a pasear por la ciudad. No nos limitaremos, como los turistas modernos suelen, a visitar sus más famosos monumentos. Nuestra intención es conocer los distintos ambientes de la ciudad, incluso aquellos donde la miseria y el abandono constituyen una afrenta para el moderno observador, aunque no, ciertamente, para la sociedad romana. Alega nuestro amigo Marco Cornelio que de la miseria de una gran parte de la población de la ciudad no es responsable el Estado. Es que los provincianos creen que en Roma se puede vivir del cuento y, sin pensárselo dos veces, hacen el hatillo y se presentan aquí, sin oficio ni beneficio, dispuestos a vivir de la sufrida «annona» o de la caritativa nómina de algún rico («sportula»). Séneca, el filósofo cordobés, es de la misma opinión: «Muchedumbres de personas abandonan voluntariamente su país natal y llegan a Roma atraídos por su propia ambición o por necesidades de los cargos públicos que desempeñan. Otros, lo que buscan es un lugar rico en vicios para engolfarse en ellos o anhelan únicamente recrearse en los espectáculos públicos. Unos vienen a vender su hermosura, otros su elocuencia, y muchos ponen en la almoneda sus virtudes o sus vicios».