Sus vicios, he aquí una clave en la que los otros contertulios parecen coincidir. El también español Marcial remacha: «Si uno es honrado, no es seguro que pueda vivir en Roma».
Y Lucano se lamenta de que quede poco de la población original «puesto que aquí se ha concentrado la hez del mundo entero».
Como procedemos del municipio Urgavonense, en la hispana Bética (y estamos orgullosos de ello porque aquélla fue una de las provincias más profundamente romanizadas, que es tanto como decir civilizadas) hemos entrado en la ciudad por el puerto del Tíber, lo que quizá no nos depare el paisaje urbano más idóneo para adquirir una favorable primera impresión de Roma. Aguas cenagosas sobre las que flotan desperdicios, muelles abarrotados de silentes bultos y vociferantes esclavos, denso olor de almacenes de curtidos, hoscos volúmenes de pósitos y corrales que parecen aplastar las mínimas hileras de frágiles y destartaladas viviendas que se apiñan desde el río hasta las laderas del vecino Aventino. Por estas malolientes callejuelas pululan bandadas de niños mendigos, apenas vestidos de harapos, y mal encaradas prostitutas que nos brindan, con gritona insistencia, sus marchitos encantos. Mejor será que nos apresuremos y salgamos de aquí porque cae la tarde y Marco Cornelio nos ha advertido que por esta zona abundan los atracadores.
Al llegar a la explanada del Circo Máximo, el ambiente no mejora gran cosa. Las destartaladas y ruidosas casas de vecinos se apiñan unas sobre otras dejando apenas paso entre ellas por unas callejas húmedas y malolientes. Pasamos ante alguna barbería, donde a esta hora hacen tertulia los hombres de la vecindad. Raídas túnicas, pies descalzos, gente humilde y plebeya, artesanos, esclavos, obreros.
Algunas pobres tiendas permanecen abiertas: zapateros, abaceros, lanas. Gente de los otros barrios viene a comprar aquí porque los precios son más bajos. Observamos también la existencia de prostitutas que intentan atraer al viandante desde las ventanas de sus sórdidas alcobas.
Cediendo a los insistentes ruegos de nuestro amigo Marco Cornelio, salimos del barrio y nos encaminamos al Capitolio. Por aquí deberíamos haber empezado la visita puesto que es el centro sagrado de la ciudad y su parte más noble y antigua. El Capitolio es la primera de las siete colinas. En realidad tiene una extraña forma, con dos cimas. En la más amplia, propiamente denominada «Capitolium», está el templo de Júpiter, el más importante de la ciudad, su catedral, como si dijéramos; en la otra, el Arx, está el templo de Juno Moneta, la esposa de Júpiter. Pasamos junto a los imponentes muros del archivo estatal («Tabularium») y nos asomamos, por el escarpe meridional, a la famosa Roca Tarpeya, desde la que antiguamente se despeñaba a los condenados a muerte. Tiene una buena costalada.
Se nos ha hecho de noche y apenas nos queda tiempo para echar un vistazo al «Tullianum», donde se custodian las copias en bronce de los más solemnes tratados que Roma ha firmado con sus socios y aliados. De paso hemos podido admirar una espléndida colección de estatuas en la que vemos representados a todos los grandes hombres de la historia de Roma.
Nuestro amigo Marco Cornelio, en cuya casa nos hospedaremos, habita en el antiguo barrio del Palatino, donde están las residencias de gran parte de las más antiguas familias de la aristocracia romana. Ahora, debido a la escasez de espacio, algunos ricachones de última hora empiezan a construirse magníficas mansiones al otro lado del valle, sobre el Celio o, pasando el Foro, sobre el Viminal. En el siglo
III
las residencias ajardinadas ocuparán también el Esquilino y el Pincio. No obstante, el Palatino sigue siendo el barrio favorito de la nobleza. Aquí reside Augusto, en una casa bastante modesta, por cierto; aquí construirá Tiberio la Domus Tiberiana, que Calígula ampliará en la Domus Gaiana. Nerón, necesitado de más ambiciosos espacios, edificará al pie del Palatino, sobre la llanura adyacente, su Domus Transitoria, que después del famoso incendio de Roma hubiera dado lugar, de haberse concluido, a la desmesurada Domus Aurea. Y aquí, finalmente, instalaron los Flavios su sede imperial.
Marco Cornelio nos cuenta una anécdota referida a la casa de Nerón. El emperador, como buen megalómano, aspiraba a construirse un palacio que superara no sólo los de todos sus predecesores, sino, a ser posible, también los de sus sucesores. El proyecto de la Domus Aurea, resultado de tal empeño, ocupaba tantas hectáreas que los ingeniosos y maldicientes romanos llenaron la ciudad de pasquines en los que se podía leer:
«Roma va camino de convertirse, toda ella, en una sola mansión. ¡Ciudadanos, emigrad a Veyes!». Y una venenosa posdata añadía: «Aunque bien pudiera ocurrir que la casa de Nerón llegue también a Veyes».
En la residencia de Marco Cornelio nos están esperando su noble y distinguida esposa, la discreta Caesia, y sus dos agraciadas hijas adolescentes. Tiene también un hijo, Cayo, oficial del ejército destinado en una guarnición de Hispania. Hacemos una respetuosa venia ante la hornacina de los Lares familiares y, acto seguido, pasamos al triclinio, donde nos aguarda la opípara aunque algo tardía cena que han preparado en nuestro honor. Después de una breve sobremesa, nos retiramos a nuestro aposento. Un esclavo, el mismo que nos lavó los pies al llegar a la casa, nos ayuda a desvestirnos y luego se lleva la luz.
Al día siguiente, en cuanto amanece, la casa se llena de ruidosa actividad.
Nos aseamos y, siempre solícitamente atendidos por el esclavo de la víspera, nos ponemos la toga, una operación bastante más complicada que hacer un buen nudo de corbata. Después del copioso y reposado desayuno, nos lanzamos a la calle con el grupo de amigos que, mientras tanto, ha ido llegando a la casa. Charlando animadamente con tan excepcionales cicerones descendemos una suave cuesta flanqueada por las tapias y fachadas de hermosas residencias. Entre ellas nos señalan la del famoso Craso, que en su tiempo fue la mansión más lujosa de Roma. Cuando llegamos al llano la conversación decae un tanto. Ahora discurrimos por lóbregos callejones de humildes casitas ente las que brota de vez en cuando un destartalado bloque de apartamentos. Un hervor de vida se percibe en el barrio. Los niños de la vecindad juegan a las canicas sobre el dilapidado empedrado de la calle, profundamente surcado por las rodadas de los carros. En medio de una plazuela, un cerdo de suculentos andares hoza sobre una pila de estiércol fresco.
Lucilio, que advierte nuestra mal disimulada sorpresa, nos informa: «Si no fuera por los cerdos que vagan por las calles comiéndose los desperdicios, estos barrios olerían aún peor».
«Pero ¿a quién pertenece?», preguntamos por decir algo.
«Será de algún vecino. Seguramente uno de esos niños tiene por misión vigilarlo. Ten en cuenta que Roma está llena de ladrones y rateros». Unos minutos más tarde llegamos al Foro, que es la plaza mayor de Roma.
Ocupa el centro de la dilatada llanura que las siete colinas limitan. Por lo que estamos viendo, Roma es una ciudad concéntrica y el Foro es su corazón. Aquí está el centro de la vida oficial, la «city», si se nos permite utilizar el término anglosajón, aunque sólo sea en gracia a su origen latino. En torno al Foro, apurando la llanura, se apiñan enmarañadas callejuelas y bulliciosos barrios populares, tiendas, obradores de artesanos, mercados y mercadillos que, a nuestros ojos perversamente modernos, semejan zocos de ciudad moruna. En los límites de la llanura se alza el relieve para formar un vago semicírculo de colinas en cuyas laderas y alturas se han instalado los barrios residenciales, los monumentos y las mansiones de los ricos.
Lucilio se esfuerza en describirnos el ambiente: «De la mañana a la noche, tanto en días laborables como en festivos, todo el mundo, plebeyos y senadores, se apiña en el Foro y pasa allí el día, sin ausentarse nunca. Todos se entregan a la misma pasión y al mismo arte: el de engañarse mutuamente con sus palabras, contender en enredos, competir en lisonjas, fingirse nobles y tender trampas al prójimo como si cada uno de ellos fuese enemigo de todos…». Las seguramente exageradas palabras de nuestro amigo se pierden en el bullicio ferial de la plaza.
Desde un ángulo propicio se nos ofrece una buena panorámica del Foro: un vasto espacio irregular y alargado rodeado de magníficos templos y de edificios oficiales de noble apariencia. A pesar de lo temprano de la hora, la muchedumbre aquí concentrada es tal que no se puede dar un paso sin importunar al vecino. La algarabía es tremenda porque todos hablan a gritos.
No obstante, esta promiscuidad no parece importar a los romanos. Ya se sabe cómo es la vida aquí: «Uno me da un codazo, otro me aporrea con una viga que lleva al hombro, otro me da un coscorrón con una canasta y aquél con una tinaja». En la multitud encontramos de todo: gentes atareadas que se ocupan de mil diversos asuntos, gentes ociosas, ganapanes, pícaros, nobles Patricios, míseros mendigos, hombres de negocios, funcionarios estatales, ávidos cambistas, vociferantes abogados, ayunos literatos, geómetras, médicos, vendedores ambulantes de salchichas y empanadas de garbanzos… Todas las razas y pueblos del mosaico imperial están dignamente representados en el mar de cabezas: rubios germanos, azafranados galos, endrinos etíopes, rizosos judíos, greñosos sirios, impecables griegos, cetrinos hispanos. De vez en cuando un par de corpulentos esclavos provistos de garrotes («anteambulones» = los que caminan delante) apartan a la gente sin muchos miramientos para abrir paso a la litera de algún potentado: «Paso a mi señor, paso a mi señor», van salmodiando mientras te dan el manotazo. El que tan cómodamente atraviesa el Foro, navegando en muelle colchón sobre aquel mar humano, ha preferido correr las doradas cortinas de su lecho para ignorar las incomodidades que causa a sus conciudadanos.
Sólo alcanzamos a verle una mano blanca, ociosa y regordeta que asoma, al desmayado desgaire, fuera de los velos dorados. Hemos podido contar hasta cinco anillos de oro adornados con imponentes piedras. Con el valor de cada una de ellas muchas familias podrían vivir decorosamente por el resto de sus días.
Éste es el corazón del imperio. De esta bulliciosa fuente mana su burocracia: cartas, certificados, informes, órdenes de pago, contratas de obras públicas, nombramientos, recomendaciones, ceses. Los funcionarios estatales trabajan en jornada intensiva, desde que amanece hasta mediodía o poco menos. La tarde es para el ocio y los deportes. Es el momento de cumplir con el rito turístico de todo recién llegado.
Nos abrimos camino hasta la tribuna de los oradores, junto a los Rostra.
Aquí está el centro geográfico de Roma, señalado por una columna de piedra revestida de bronce dorado («miliarium aureum», que más adelante, con Constantino, será el «umbilicus Romae», es decir, el ombligo de Roma). Este punto es el kilómetro cero del que parten todas las calles que conducen a las puertas de la ciudad y a las carreteras que comunican la capital imperial con sus dominios.
Ahora comprendemos la justeza del dicho «todos los caminos van a Roma».
Próxima a los Rostra está la oficina de las «Acta Diurna Populi». Nuestro amigo Marco adquiere un ejemplar. Éste es el periódico de Roma, una especie de Boletín Oficial de Estado manuscrito en el que se reflejan los edictos de los magistrados, las constituciones imperiales, los bandos de la ciudad, sus actos públicos y los ecos de sociedad.
Todo el que tiene familiares en provincias lo adquiere para enviárselo, pues los que añoran Roma en tierras lejanas leen con fruición este periódico. Al pasar junto a los Rostra, Marco nos explica el sentido de estos extraños trofeos. Son unas columnas de piedra adornadas con los espolones de bronce de los navíos capturados al enemigo. En este punto se exhibieron también la cabeza y las manos de Cicerón al día siguiente de su asesinato.
Pasamos por la zona de los cambistas. Hay como una docena de ellos, parapetados detrás de sus tenderetes.
Los que no están atendiendo a algún cliente hacen tintinear, con profesional destreza, el reclamo de sus apiladas monedas. Si te ven cara de forastero, te interpelan y te abruman con sus consejos e insisten en que no pases adelante sin cambiar tus divisas. Roma, te advierten, está llena de mercaderes desaprensivos. Si no andas provisto de moneda romana te estafarán. Pasadas las oficinas de los cambistas, entre la noble arquitectura de los templos de Cástor y Pólux y de Vesta (donde los nobles romanos depositan sus testamentos al cuidado de las vírgenes vestales) está la basílica Iulia, donde los abogados defienden sus pleitos. Una muchedumbre de ociosos asiste a los juicios, pues el romano es muy aficionado a la elocuencia y a la controversia. Visitamos después el templo de César, levantado sobre el punto donde ardió su pira funeraria, y los templos de Minerva y de Augusto divinizado. Notamos un tumulto en torno a unos carteles que han colgado del muro posterior del templo. «Son —nos explica Marco Cornelio— las listas de soldados licenciados». La biblioteca de Tiberio está al lado y cuando se publican las listas no hay quien pueda trabajar allí, del ruido que se forma en la calle.
A una observación nuestra sobre la cantidad de gente ociosa que se ve en el Foro, Séneca replica:
«Roma está llena de personas inquietamente ociosas que no tienen mejor cosa que hacer que merodear y matar el tiempo. Todo el día se lo pasan por las casas, por los teatros y por los foros, entrometiéndose en los asuntos de los demás y dando la impresión de que hacen algo. Sólo buscan pasar el tiempo; son como esas hormigas que suben en largas hileras hasta la copa de los árboles para bajar luego al suelo de vacío. Si los observas detenidamente verás a los que saludan a uno que ni siquiera les devuelve el saludo, se suman al cortejo fúnebre de un desconocido, acuden al juicio de uno que pleitea todos los días, a la boda de una mujer que se casa cada dos por tres; o escoltan una litera y echan una mano para llevarla si se tercia. Luego regresan a su casa agotados y no saben decir a qué salieron ni dónde han estado, pero al día siguiente vuelven a lo mismo».
Marco Cornelio, que teme que nuestra impresión de Roma sea un tanto negativa, intenta llamar nuestra atención hacia la magnificencia arquitectónica que nos rodea razonando que la ciudad es también obra de las laboriosas generaciones que la ilustraron con tan espléndidos monumentos. Precisamente esta zona del Foro es la más monumental de la ciudad porque, al ser escaparate de la vida pública de Roma y marco de sus más solemnes ocasiones, los sucesivos emperadores han rivalizado en dotarla espléndidamente. El que inició su engrandecimiento fue César, cuando hizo construir la basílica Iulia y los Rostra. Augusto añadió el templo Divi Iulii; Tiberio, aunque era grandísimo tacaño, reedificó dos templos: el de la Concordia y el de Cástor y Pólux; Tito añadió el de Vespasiano; Trajano urbanizó la explanada levantando dos grandes parapetos junto a los Rostra; Antonino construyó el Templum Antonini et Faustinae; Septimio Severo, el arco de su nombre, y Majencio inició una espléndida basílica que completaría su rival Constantino. Como esas salas excesivamente amuebladas de las familias consumistas, el antiguo Foro de Roma acabó quedándose estrecho, y sus funciones, colapsadas por la creciente burocracia de un imperio cada vez más complejo, hubieron de extenderse a los llamados foros imperiales. Éstos constituyeron el ensanche de la nueva Roma en las cercanías del Foro antiguo. En el de Vespasiano encontramos el templo de la Paz y el de la Villa, donde admiramos un curioso plano de roma, a escala, en mármol, que adorna la fachada de la biblioteca.