Roma de los Césares (5 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

Con Augusto (63 a. de C.-14 d. de C.) Roma torna al régimen autocrático de la antigua y odiada monarquía, aunque, después del desastrado intento de César, los emperadores romanos se guardaron mucho de adoptar el título de rey, que seguía estando muy desprestigiado. Augusto prefirió titularse príncipe («princeps», es decir, «primer ciudadano»), lo que, teóricamente, reconoce la primacía de un órgano parlamentario, el Senado.

Además de príncipe era «imperator», es decir, jefe máximo del ejército. Todos sus sucesores serán «princeps» hasta el siglo
III
. A partir de 285 (Diocleciano), el título cambia a «dominus», señor, lo que refleja, ya sin tapujos, el poder absoluto de que está investido el emperador.

Augusto se esforzó por mantener una apariencia republicana en las instituciones de Roma. De hecho, devolvió al domesticado Senado una serie de prerrogativas que quizá lograron disimular la cruda realidad:

Todos los resortes del poder se habían concentrado en la firme mano del sucesor de César. Por una parte se abrogó la potestad tribunicia, lo que lo convertía en sacrosanto valedor del pueblo y le otorgaba, además, derecho de veto frente al Senado y los cargos por él designados; por otra parte, gozaba de «imperium» proconsular, lo que reunía en sus manos los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Finalmente, también era sumo pontífice y controlaba las decisiones religiosas.

¿Cómo se gobierna la Roma de los césares?

Augusto delega parcelas de su inmenso poder en un poderoso funcionariado que designa, preferentemente, entre individuos de la clase ecuestre.

De este modo contribuye al debilitamiento de las republicanas aspiraciones de la clase senatorial, al tiempo que se crea una fiel clientela política entre los cada vez más poderosos caballeros. Las magistraturas y cargos republicanos continúan existiendo sobre el papel, pero ahora están desprovistos de sus antiguas prerrogativas. El antes poderoso Senado se reduce a mero órgano consultivo. Al principio, los seiscientos miembros que lo componen son designados personalmente por el emperador. Más adelante, en el siglo
III
, queda prácticamente reducido al papel de ayuntamiento de Roma.

La cuestión sucesoria de esta solapada monarquía nunca se planteó en términos dinásticos. Normalmente el emperador designa sucesor a un familiar suyo y lo adopta como hijo antes de morir. A partir del siglo
III
el nuevo emperador es aclamado simplemente por los soldados de la guardia pretoriana o del ejército de las fronteras, a los que los diferentes candidatos procuran sobornar con dádivas y promesas. En ocasiones el trono es prácticamente subastado por la soldadesca.

Los ministros del emperador, por lo general procedentes del orden ecuestre, son: el prefecto de pretorio o jefe de la guardia pretoriana, cuerpo de ejército establecido en Roma o en sus cercanías; el prefecto de la «annona», responsable de los abastecimientos de Roma y de la embrionaria seguridad social que suponen los periódicos repartos de trigo a los pobres; el prefecto de vigilias, responsable del cuerpo de bomberos de una ciudad proclive a los incendios; y el prefecto de la urbe, especie de alcalde que vela por la administración y policía. Éste suele proceder de la clase senatorial.

Aparte de estos altos cargos, existen una serie de ministerios u oficinas gubernativas, la cancillería imperial, entre las que encontramos los siguientes negociados: «ab epistulis», equivalente al ministerio del interior y al de asuntos exteriores; «a rationibus», hacienda; «a cognitionibus», justicia, y «a libellis», bienestar social.

A partir de Adriano (117-138) toma forma una especie de consejo de ministros («consilium principis»), que agrupa a los responsables de la cancillería imperial y viene a ejercer las funciones tradicionales del Senado.

Suele estar integrado por dos cónsules, quince senadores y algunos otros magistrados.

A las diecisiete provincias conquistadas en época republicana siguen sumándose las que Roma adquiere en época imperial hasta un total de cuarenta y cuatro. Desde el año 27 a. de C. el gobierno de estas provincias se divide entre el emperador y el Senado. El emperador se reserva todas las fronterizas («provinciae Caesaris»), donde se asienta el ejército —al que, por tanto, controlará personalmente—, y deja al Senado las provincias interiores («provinciae Senatus et populi»), desprovistas de tropas. Las ciudades de cada provincia se reúnen en un «concilium provinciae».

La justificación teórica de la autocracia imperial reside en el anhelo de paz, la «pax romana», que termina con las guerras civiles y con los estériles enfrentamientos que durante tanto tiempo han desangrado al pueblo romano y a sus provincias sometidas.

Esta «pax», solemnemente proclamada por Augusto en el 27 a. de C., perdurará hasta la dinastía de los Antoninos (año 96) y será, sin duda, muy beneficiosa para la implantación y normalización de la superior cultura romana en el imperio.

No obstante, el principado de Augusto se caracterizó por una intensa actividad militar en las fronteras: en Occidente hubo de someter a los inquietos galos e hispanos, en Oriente guerreó contra los belicosos partos; en el Norte extendió los límites imperiales hasta las líneas del Danubio y del Elba. La guerra contra los germanos fue dirigida por el hijo adoptivo de Augusto, Druso, cuya temprana muerte, por un accidente de equitación, cuando sólo contaba 31 años, quizá frustró el firme establecimiento de la frontera en el Elba.

A los pocos años, una rebelión indígena aniquiló a tres legiones romanas y obligó a Augusto a replegar sus tropas hasta el Rin, de donde ya no volverían a progresar. Si Roma hubiese permanecido en el Elba, los germanos habrían sido civilizados y romanizados, lo que, a la postre, hubiese redundado, si bien se mira, en beneficio tanto de sus actuales descendientes como del resto de Europa.

El drama personal de Augusto fue el de su sucesión. Augusto no tuvo hijos varones, y la única hembra, Julia, le salió tan disoluta que quizá hubiera deseado no tenerla. Con angustiosa lucidez era consciente de que toda la obra de su vida podría irse a pique si no encontraba a un sucesor capaz de continuarla. Primero pensó en su amigo y colaborador Agripa, al que casó con Julia, pero aquél falleció en el año 12. Entonces puso su mirada en Druso, el vencedor de los germanos, al que adoptó como hijo. Ya hemos visto que también éste murió tempranamente. Sólo quedaba Tiberio, hijo de su esposa Livia y hermano de Druso, al que Augusto profesaba mal disimulada antipatía. No obstante, a falta de más idóneo pretendiente, lo adoptó y lo designó sucesor.

Capítulo 5

Luces y sombras del imperio

L
a vida de Tiberio (14 a. de C.-37 d. de C.), el sucesor de Augusto, es como una novela. Su madre, la bella Livia, tenía trece años de edad cuando lo dio a luz. Era Tiberio todavía niño cuando Augusto, enamorado de Livia, la obligó a divorciarse de su marido para casarse con él. Tiberio recibiría la esmerada educación propia de un miembro de la familia imperial y, por lo tanto, posible sucesor de Augusto. A los veintidós años destacó en varias campañas militares y ganó un «triunfo».

Poco después se casó, por amor, con Vipsania. Pero su felicidad conyugal fue efímera. A poco, Augusto (quizá convencido por la calculadora Livia) decide casarlo con su hija Julia que había enviudado por segunda vez (esta vez de Agripa, padre de Vipsania y suegro del mismo Tiberio: el confundido lector hará bien en consultar el árbol genealógico de la páginas 100-101). Tiberio nunca pudo olvidar a Vipsania, a la que Augusto casó con un senador. Cuando se la encontraba por la calle no podía reprimir las lágrimas. Su nueva esposa, Julia, era bella, alegre y casquivana: mala pareja para el taciturno Tiberio. Los años que siguieron constituyeron para él un tormento pues los adulterios de Julia eran la comidilla de los mentideros de Roma, aunque nadie se atrevía a denunciarlos a Augusto. Profundamente deprimido, Tiberio renunció a todos sus cargos y honores y se retiró a la isla de Capri. Tenía 36 años. La alegre Julia quedaba en Roma. En el retiro de Capri pasó diez oscuros años, al principio por su voluntad; después, quizá, porque no podía regresar a Roma sin permiso expreso de Augusto.

Mientras tanto, Livia había obtenido pruebas irrefutables de los adulterios de Julia y la había denunciado ante Augusto. El emperador, incapaz de aplicar en su amada hija las rigurosas leyes contra el adulterio que él mismo había promulgado, se contentó con desterrarla a la diminuta isla Pandataria.

Después de estos cambios, Tiberio tornó a gozar del valimiento de Augusto, que lo llamó a Roma y le restituyó los cargos y honores que disfrutara en otro tiempo. Además, lo adoptó como hijo, lo que equivalía a nombrarlo sucesor suyo. Nuevamente al frente del ejército, Tiberio se cubrió de gloria aplastando a los sublevados germanos que años antes exterminaran a las tres legiones romanas.

Cuando heredó el imperio, a la muerte de Augusto, Tiberio había cumplido ya 56 años y era un hombre profundamente marcado por los sinsabores y adversidades de su dilatada vida. No obstante, en los comienzos de su principado gobernó sabiamente.

Puso coto a los dispendios del dinero público en juegos y espectáculos, lo que le atrajo la antipatía de la plebe, pero también fiscal que padecían las provincias. Otros aspectos de su mandato son menos loables. Obsesionado por la idea de una conspiración contra su persona, multiplicó los procesos políticos contra preeminentes ciudadanos. El inquisitorial sistema de delaciones permitía recompensar al delator con parte de los bienes confiscados al condenado, lo que favoreció que muchos inocentes se vieran acusados por simples sospechas o con ayuda de pruebas falsas.

El hijo favorito de Tiberio, Druso, murió, quizá envenenado por su esposa Livilla, el año 23. Esta pérdida causó tanto dolor al emperador que trastornó su juicio. A partir de entonces abandonó el ejercicio del poder en manos de su amigo Sejano, el prefecto de pretorio, y poco después abandonó Roma para fijar su residencia nuevamente en Capri. Lo tremendo del caso es que es posible que Sejano fuese el verdadero responsable de la muerte de Druso, pues era amante de Livilla.

Capri no alivió la depresión de Tiberio. Una enfermedad de la piel, que le cubrió el rostro de purulentos granos malolientes, debió contribuir a su creciente aislamiento y misantropía.

Mientras tanto, Sejano, ya casado con Livilla, proseguía en Roma los procesos políticos por delitos de lesa majestad en un ambiente de terror. Sin embargo, Tiberio, afectado por su creciente manía persecutoria, dio en pensar que había otorgado a Sejano demasiado poder y que quizá acabaría volviéndose contra él. Por lo tanto hizo llegar una carta al Senado en la que lo acusaba de traición y ordenaba su muerte. El cumplimiento de la sentencia había sido previamente acordado con Macro, el nuevo y ambicioso prefecto de pretorio. Sejano fue asesinado junto con sus parientes e hijos.

Según una antigua creencia romana, el que daba muerte a una virgen quedaba maldito; por lo tanto, los ejecutores violaron primero a la hija de Sejano, todavía niña, antes de degollarla.

Cuando sintió que su vida llegaba a su fin, Tiberio designó sucesor a su sobrino Calígula, al que había adoptado. El nuevo emperador se llamaba en realidad Cayo César Germánico, pero es más conocido por el apodo cariñoso con que lo llamaban los soldados de su padre, entre los que se crió. «Calígula» es el diminutivo de «caligae», la sandalia de suela claveteada que usaban los legionarios romanos.

Calígula (12 d. de C. 41 d. de C.) era buen mozo, alto y robusto, de piel blanca y muy velludo, pero francamente feo: ojos saltones, sienes deprimidas, frente abultada y un poco calvo. Casi todos están de acuerdo en que comenzó gobernando sabiamente, pero a los pocos meses cayó enfermo y estuvo a las puertas de la muerte.

Cuando se repuso, había perdido el juicio, sufría ataques de epilepsia, padecía insomnio y, cuando conseguía conciliar el sueño, solía despertarse angustiado por las pesadillas. Si damos crédito al anecdotario que nos suministran sus biógrafos, de la noche a la mañana se convirtió en un maníaco homicida. En un banquete prorrumpe en carcajadas sin motivo aparente. Sus invitados, corteses, le preguntan la razón de tan contagiosa hilaridad: «Estaba pensando —responde— que si quisiera podría hacer que os degollaran ahora mismo». En otra ocasión acariciaba el cuello de su amante de turno y le susurró al oído estas palabras enamoradas: «Esta gentil cabecita caerá en cuanto yo quiera». O, malhumorado por las protestas de la plebe en el circo: «¡Ay, si tuvieseis una sola cabeza!».

Calígula era bastante exhibicionista. Vestía de forma extravagante y teatral, despreciando la severa toga romana. Sus aficiones eran igualmente impropias de la alta dignidad que ocupaba. Actuó sucesivamente como gladiador, como auriga, como cantante y como bailarín. «Sin embargo —reflexiona Suetonio—, este hombre que había aprendido tantas cosas no sabía nadar». Debe saber el lector que casi todos los romanos eran nadadores.

Por suerte para Roma, el gobierno de Calígula sólo duró tres años. En los primeros meses despilfarró el tesoro imperial reunido por Augusto y acrecentado por el ahorrador Tiberio.

Gastó hasta el último sestercio en frecuentes juegos de circo y en la financiación de los más extravagantes proyectos (por ejemplo, dio en construir un puente de barcas, perfectamente inútil, que atravesara la bahía de Nápoles. Cuando las arcas públicas estuvieron agotadas, Calígula hubo de recurrir a los sufridos contribuyentes para continuar financiando sus caprichos. Creó nuevos impuestos, esquilmó las provincias y reemprendió los procesos y juicios sumarísimos contra ciudadanos acaudalados como medio de confiscar sus fortunas. Muchos empezaban a dar valor profético a las palabras de Tiberio, que en una ocasión había hecho este siniestro comentario: «Estoy criando una víbora para el pueblo de Roma».

Influido por tradiciones egipcias y orientales que defendían la encarnación de los dioses en simples mortales, se empeñó en que el Senado lo proclamara dios aún en vida e hizo consagrar diosa a su fallecida hermana Drusila, con la que, notoriamente, había mantenido una relación incestuosa.

Otras historias aún más extravagantes son, sin embargo, calumnias propaladas por sus biógrafos. Por ejemplo, su pretensión de que el Senado nombrase cónsul a su querido caballo «Incitatus».

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