Roxana, o la cortesana afortunada (19 page)

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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Admito que fue una sorpresa muy agradable y me alegró mucho ver a quien tan honrado y amable había sido conmigo y que, sin duda, me había salvado la vida. En cuanto me vio, corrió a mi encuentro, me estrechó entre sus brazos y me besó con una confianza que hasta entonces nunca había mostrado.

—Querida señora… —dijo—, me alegra mucho veros a salvo en este país; si os hubieseis quedado dos días más en París, habría sido vuestro fin.

Me alegró tanto verlo que estuve un buen rato sin poder hablar y rompí a llorar y no dije nada en un par de minutos, pero luego me serené y dije:

—Tanto más obligada estoy con vos, que me salvasteis. Me alegra mucho veros aquí y poder así compensaros, pues sin duda estoy en deuda con vos.

—Eso es fácil de arreglar —dijo—, ahora que estamos tan cerca. Decidme, ¿dónde os alojáis?

—En una casa muy buena y decente —respondí— que me recomendó vuestro amigo. —Y señalé al mercader en cuya casa estábamos.

—Y donde también podéis alojaros vos, amigo mío —dijo el caballero—, si os resulta conveniente y adecuado para vuestros asuntos.

—De todo corazón —respondió él—. De este modo, señora —añadió volviéndose hacia mí—, podré estar cerca de vos y tendré tiempo de contaros la historia, que, aunque larga, os resultará entretenida, de los apuros que me ha ocasionado ese judío maldito por vuestra culpa, y la trampa infernal que os habría tendido si hubiese dado con vos.

—Yo también tendré el placer —respondí— de contaros las aventuras que he vivido desde entonces, que no han sido pocas, os lo aseguro.

El caso es que alquiló habitaciones en la misma casa en la que me alojaba yo. Y su habitación, tal como él quería, estaba justo enfrente de la mía, de modo que casi podíamos hablar desde la cama, pero eso no me preocupó lo más mínimo porque lo tenía por una persona totalmente decorosa, y ciertamente lo era, aunque de no haberlo sido tampoco me habría molestado.

Hasta que no pasaron un par de días y pudo zanjar algunos de sus negocios, no empezamos a hablar de nuestros respectivos asuntos, pero cuando lo hicimos absorbieron todas nuestras conversaciones a lo largo de casi quince días. En primer lugar le conté con detalle todo lo que nos había sucedido en el viaje y cómo una tormenta nos había empujado hasta Harwich y me había visto obligada a dejar allí a mi doncella, pues se había asustado tanto del peligro corrido que no se había aventurado a volver a subir a bordo, y que, de no haber ido en persona a cobrarlas no habría recuperado el dinero de mis letras, pero que ya veía que el dinero hacía que una mujer fuese a cualquier parte.

Pareció tomarse a broma nuestros terrores femeninos con motivo de la tormenta, y me dijo que era cosa muy frecuente en esas aguas, pero como había puertos muy cerca en toda la costa muy pocas veces se corría verdadero peligro de naufragar, pues, dijo, si no se podía llegar a una costa, siempre se podía llegar a la otra y poner rumbo a un sitio o al otro. Pero, cuando le expliqué el estado en que había quedado el barco y que, cuando llegamos a Harwich y a aguas mas tranquilas, se apresuraron a sacar el barco a tierra, porque, de lo contrario, se habría hundido en el propio puerto, y cuando le conté que al asomarme a la puerta del camarote había visto a los holandeses hincados de rodillas y rezando sus oraciones, admitió que no me faltaban motivos para haberme asustado. No obstante añadió con una sonrisa:

—Aunque vos, señora, sois una dama tan buena y piadosa que habríais ido directa al cielo, y no habríais notado la diferencia.

Confieso que, cuando dijo aquello, toda la sangre acudió a mis venas y pensé que iba a desmayarme. «¡Pobre caballero —pensé—, qué poco me conoces y qué no daría yo por ser como crees que soy!». Él reparó en mi azoramiento, pero no dijo nada hasta que le respondí moviendo la cabeza:

—¡Oh, señor! La muerte es terrible en cualquiera de sus formas, pero en la espantosa figura de una tormenta en alta mar y en un barco hundido es doble, triple e inexpresablemente mas horrorosa y, aunque yo fuese la santa que vos creéis, y Dios sabe que no lo soy, seguiría siendo horrible. Aspiro a morir en paz, si es posible.

Me respondió con argumentos muy sensatos y coherentes, entre las reflexiones serias y los halagos, pero yo tenía la conciencia demasiado intranquila y preferí cambiar de conversación, y le conté cómo a pesar de tener la necesidad de viajar a Holanda había deseado quedarme a salvo en tierra inglesa.

Dijo que se alegraba mucho de que me hubiera visto obligada a ir a Holanda, y me dio a entender que estaba muy preocupado por mi bienestar y, además, tenía planes para mí, y que, si no me hubiese encontrado tan felizmente en Holanda, estaba decidido a ir a verme a Inglaterra, y que aquél era uno de los motivos por los que se había marchado de París.

Le respondí que le estaba muy agradecida por interesarse tanto por mis asuntos, que ya estaba en deuda con él y no veía cómo iba a acrecentarla, pues le debía la vida y nada hay más valioso que eso.

Contestó, del modo más amable que pueda imaginarse, que ya se le ocurriría un modo para que pudiera pagarle mi deuda y todos los favores que me hubiera hecho o que tuviese intención de hacerme.

Entonces empecé a verlo claro y comprendí que tenía la intención de cortejarme, aunque no quise darme por enterada, pues yo sabía que tenía una mujer en París y en esa época estaba harta de intrigas. Sin embargo, no mucho después, me sorprendió al referirse en la conversación a algo que hacía en los días que había pasado con su mujer. Yo me extrañé al oírlo.

—¿Qué queréis decir con eso, caballero? —dije—. ¿Es que no tenéis una esposa en París?

—No, señora —respondió—, mi mujer murió a principios del pasado septiembre.

Eso era un poco después de marcharme yo.

Vivíamos en la misma casa y, como nos alojábamos muy cerca el uno del otro, no nos faltaban oportunidades para vernos con tanta frecuencia como quisiéramos, y esas oportunidades suelen influir en los espíritus inclinados al vicio y llevan a que ocurra lo que al principio no habían planeado.

El caso es que, aunque me cortejó guardando mucho las distancias, sus pretensiones eran decorosas e, igual que antes había sido un amigo honrado y desinteresado, al que le había confiado todos mis bienes, ahora resultó ser estrictamente virtuoso, hasta que yo lo corrompí casi a la fuerza, tal como se contará más adelante.

Poco después de aquella conversación, volvió a repetir lo que había insinuado antes, es decir, que tenía pensado proponerme algo que, si aceptaba, saldaría la deuda que tenía pendiente con él. Le respondí que no podía negarle nada, menos una cosa que esperaba y confiaba que no se le ocurriría pedirme. Y que sería muy ingrata si no hiciera por él cualquier cosa que estuviese en mi mano.

Él respondió que todo lo que deseaba podía concedérselo, pues de lo contrario sería muy poco considerado por su parte pedírmelo; no obstante, declinó hacerme de momento la proposición, como él la llamaba, así que cambiamos de conversación y hablamos de otras cosas. El caso es que empecé a imaginar que, o bien había sufrido algún contratiempo en su negocio que le había obligado a huir de París, o sus asuntos habían sufrido un revés y, como ya había decidido prescindir de una suma considerable para ayudarle, y además me sentía obligada a hacerlo por gratitud a quien me había permitido poner a salvo todo lo que tenía, decidí hacerle la oferta en cuanto tuviese ocasión, cosa que, para mi satisfacción, ocurrió dos o tres días después.

Me había contado con detalle en varias ocasiones lo mal que lo había tratado el judío, los gastos que le había ocasionado, y cómo por fin se había librado de él, aunque aquel canalla no le había compensado de ningún modo. También me había contado cómo el mayordomo del príncipe de… se había ofendido de las insinuaciones que había hecho sobre su amo, y cómo había mandado que lo secuestraran en el Pont Neuf, etcétera, tal como he contado antes, lo que me alegró sobremanera.

—Es una lástima —dije— que tenga que quedarme aquí y no pueda recompensar a ese caballero. Si no os parece mal, señor, le haré un generoso obsequio para agradecerle la justicia que nos hizo a mí y a su amo el príncipe.

El mercader aceptó. Y dije que le enviaría quinientas coronas.

—Es demasiado —respondió—, pues habéis de saber que, si mandó castigar así al judío, fue por salvaguardar el honor de su amo y no el vuestro.

De todos modos, no hicimos nada al respecto, pues a ninguno de los dos se nos ocurrió cómo escribirle o enviarle recado, así que dije que esperaría a volver a Inglaterra, pues mi doncella, Amy, le escribía de vez en cuando y había tenido tratos con él.

—Pero, señor —le dije—, si estoy pensando en recompensar a aquel hombre por lo que hizo por mí, también me parece justo que los gastos que debisteis hacer por mi causa corran de mi cuenta. Así que veamos… —añadí y empecé a calcular lo que, según sus propias palabras, le habían costado las disputas y discusiones con aquel perro judío, y que resultó ascender a un poco más de dos mil ciento treinta coronas; saqué unas letras que tenía a nombre de un mercader de Amsterdam en una cuenta del banco y empecé a revisarlas para pagarle.

Cuando adivinó cuáles eran mis propósitos, me interrumpió con cierto acaloramiento y afirmó que nunca aceptaría que le pagara con dinero; me pidió que volviese a guardar las letras y los billetes e insistió en que no me había contado su historia con esa intención, que había sido él quien había tenido la desdicha de presentarme a aquel canalla y que, aunque lo había hecho con buena intención, era justo que corriera con los gastos, como penitencia por haberme echado encima aquella desgracia, y me preguntó cómo podía pensar tan mal de él para imaginar que aceptaría dinero de mí, una viuda, sólo por haberme ayudado y haberse portado bien conmigo cuando yo estaba en un país extranjero y en un momento de apuro; pero volvió a añadir que tenía intención de hacerme una propuesta que me permitiría devolverle de una sola vez todos los favores que me había hecho, a fin de que pudiéramos saldar deudas.

Supuse que aprovecharía ese momento para sacar a relucir el asunto, pero volvió a posponer la ocasión, como había hecho antes, así que deduje que no podía tratarse de una cuestión amorosa, pues esas cosas no suelen retrasarse de ese modo, y que, en cambio, debía tratarse de dinero. Así que rompí el silencio y le dije que, como muy bien sabía, le estaba tan agradecida que no podría negarle ningún favor que estuviera en mi mano concederle, y que, ya que parecía reticente a hablar con franqueza, le rogaba que me autorizase a preguntarle si estaba preocupado por sus bienes o sus negocios. En caso de que así fuese, él sabía tan bien como yo cuáles eran mis posesiones y, si le hacía falta dinero, le prestaría cualquier suma que necesitara, hasta cinco o seis mil
pistoles
, para que me la devolviese cuando pudiera y, si no podía pagarme, no le incomodaría por ello.

Se levantó con aire muy ceremonioso y me dio las gracias de un modo que dejó bien a las claras que había sido educado entre personas más educadas y corteses de lo que se considera habitual entre los holandeses; y, una vez terminados los cumplidos, se me acercó y me dijo que se veía obligado a repetirme que, aunque estuviese muy agradecido por mi amable ofrecimiento, no le hacía falta dinero, no había sufrido ningún contratiempo en sus negocios, ni de ningún otro tipo, salvo la pérdida de su mujer y uno de sus hijos, que ciertamente le habían apenado mucho, aunque eso nada tenía que ver con lo que quería proponerme y que, si yo aceptaba, saldaría todas mis deudas con él: en pocas palabras, consistía en que, ya que la Providencia (como si hubiese obrado con ese propósito) había querido llevarse a su mujer, yo podía compensar esa pérdida. Dicho lo cual, me tomó entre sus brazos y me besó sin darme ocasión a negarme y dejándome casi sin aliento.

Por fin, cuando volví a tener ocasión de hablar, le dije que, tal como le había explicado antes, sólo podía negarle una cosa en el mundo. Y sentía mucho que me hubiera propuesto la única cosa que no podía concederle.

De todos modos, no pude sino sonreír para mis adentros al verle emplear tantos circunloquios e indirectas para decirme algo que, en el fondo, no tenía nada de raro. Pero había otra razón por la que no quise aceptar su propuesta, mientras que, si me hubiese cortejado de un modo menos decente y virtuoso, creo que no lo habría rechazado, pero ya llegaremos a eso.

Como he dicho, tardó mucho en declararse, pero una vez lo hizo, me persiguió con mucha insistencia para que me fuera imposible negarme, o al menos eso pretendía él. Pero, aunque le ofrecí todas las expresiones de afecto y respeto imaginables, me resistí con mucha obstinación. Le dije que no había ninguna otra cosa en el mundo que pudiera negarle y le traté con mucho respeto y tanta intimidad y desenfado como si hubiese sido mi hermano.

Él trató por todos los medios de llevar su plan a la práctica, pero yo me mostré inflexible. Por fin, se le ocurrió una estrategia que juzgó que sería infalible, y probablemente lo habría sido con cualquier otra mujer: consistía en aprovechar la primera ocasión para meterse en mi cama, para que después, como era lógico pensar, yo estuviese dispuesta a casarme con él.

Vivíamos en una intimidad sólo comparable a la que se da, o debería darse, entre marido y mujer, pero las libertades que nos tomábamos seguían estando dentro de los límites de la modestia y la decencia. Sin embargo, una noche en que estábamos más alegres de lo normal, noté que trataba de contentarme para obligarme a bajar la guardia, y decidí fingir estar tan contenta como él y, si me proponía alguna cosa, acceder a sus deseos sin ofrecer resistencia.

Hacia la una de la madrugada, pues habíamos estado hablando hasta muy tarde, dije:

—Bueno, es la una, me voy a la cama.

—De acuerdo —dijo él—, os acompaño.

—No, no —repuse—, vos id a vuestra habitación. —Él insistió en que quería acostarse conmigo—. Bueno dije—, ya que insistís, no sé qué decir…, no veo cómo voy a negarme.

Sin embargo, me aparté de él, lo dejé y entré en mi habitación, pero no cerré la puerta; al ver que me estaba desvistiendo, entró en su propia habitación, que estaba en el mismo piso, y en pocos minutos se desvistió a su vez y volvió a mi puerta en bata y zapatillas. Yo pensé que había desistido y que todo había sido en broma y no pensaba lo que decía, así que cerré la puerta, aunque sin echar el pestillo, pues casi nunca lo utilizaba, y me metí en la cama. No llevaba ni un minuto acostada cuando él se plantó en bata delante de la puerta y la abrió un poco, aunque no lo bastante para entrar o mirar, y dijo en voz baja:

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