Roxana, o la cortesana afortunada (21 page)

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Authors: Daniel Defoe

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Él desconocía por qué hablaba de esto con tanto sentimiento, las penalidades que yo había pasado y lo cerca que estuve de acabar como le había dicho, es decir, llorando hasta la muerte, así como que había pasado hambre cerca de dos años.

Movió la cabeza y me preguntó dónde había vivido y entre qué familias tan horribles que me habían inculcado tan terribles aprensiones, que cosas así podían suceder cuando los hombres se embarcaban en negocios peligrosos, y se jugaban su fortuna sin prudencia ni consideración en empresas arriesgadas y fuera de su alcance, pero que, tal como él estaba establecido en el mundo, con una fortuna igual a la mía, no tendríamos necesidad de hacer negocios, sino que nos instalaríamos allí donde yo quisiera vivir, ya fuese en Inglaterra, Francia u Holanda, y viviríamos felices; y que, si yo deseaba administrar mis bienes y no quería confiarle lo que tenía, él sí estaba dispuesto a hacerlo: ambos iríamos en la misma nave y yo estaría al timón.

—Sí —respondí—, me permitiríais pilotar, es decir, llevar el timón, pero vos gobernaríais el barco, como dicen los marineros, igual que en el mar es un muchacho quien lleva el timón, aunque quien dé las ordenes sea el capitán.

Él se burló de la comparación.

—No —dijo—, vos seréis la capitana y gobernaréis la nave.

—Sí —dije—, así será mientras os venga en gana, pero podréis quitarme el timón de las manos siempre que os plazca. No es que desconfíe de vos, sino que las leyes del matrimonio ponen todo el poder en vuestras manos, os ordenan mandar, y me obligarían a mí a obedeceros. Vos, que ahora estáis en pie de igualdad conmigo, subiríais al trono y pondríais a la humilde esposa a vuestros pies; todo lo demás, eso que llamáis unidad de intereses, afecto mutuo y demás cosas parecidas, son cortesías y amabilidades por las que una mujer ha de estar infinitamente agradecida cuando se le otorgan, pero que no puede exigir cuando se le niegan.

Aún así no se rindió, sino que optó por ponerse solemne, convencido de que de ese modo lograría persuadirme. En primer lugar, insinuó que el matrimonio se decretaba en el cielo, que era el estado fijo de la vida, que Dios había dispuesto para la felicidad del hombre y para garantizar la posteridad legal, que no podía haber más reivindicación de una herencia justa que la de los niños nacidos bajo el lazo del matrimonio, que todo lo demás se hundía en el escándalo y la ilegitimidad, y se extendió elocuentemente sobre el particular.

Pero no le sirvió de nada. Le interrumpí y le dije:

—Veamos, amigo mío, admito que en eso me lleváis ventaja en este caso concreto, pero aprovecharla no sería muy generoso por vuestra parte. Reconozco que habría sido mejor para mí casarme con vos que permitir que os tomarais las libertades que os habéis tomado, pero, como no podía reconciliar mi conciencia con el matrimonio, por las razones que acabo de exponeros, y os estaba demasiado agradecida para resistirme, cedí a vuestros deseos y os entregué mi virtud, pero hay dos modos de restañar la herida sufrido por mi honor, sin tener que recurrir al matrimonio: arrepentirme de lo sucedido y ponerle fin cuanto antes.

Pareció preocuparle que interpretase así sus palabras y afirmó que le había entendido mal, que era demasiado educado, amable y justo para hacerme reproches, cuando él había sido el agresor y quien me había cogido de sorpresa. Aseguró que sus palabras se referían a lo que yo había dicho antes de que las mujeres podían mantener un amante si les apetecía, igual que los hombres mantenían a las suyas, pues le había dado la impresión de que yo había defendido la legitimidad de ese modo de vida, en lugar del matrimonio.

El caso es que intercambiamos varios cumplidos al respecto, que no vale la pena repetir aquí, y yo añadí que imaginaba que, cuando se metió en la cama conmigo, pensó que se había asegurado la posesión de mi persona y, de hecho, así suele ser en el curso ordinario de la vida, pero, por los mismos motivos que acababa de explicarle, había sido justo al contrario. Añadí también que, cuando una mujer era tan débil como para concederle a un hombre el último favor antes del matrimonio, casarse después con él sería sólo añadir una debilidad a la otra y equivalía a cubrirse de oprobio el resto de su vida y a unirse al único hombre que podría censurarla siempre. Al ceder la primera vez, es probable que actuase como una estúpida, pero al casarse con él cometería sin duda una estupidez. Rechazar a un hombre equivale a obrar con fuerza y valor, y a poner coto a los reproches que, con el curso del tiempo, acaban por acallarse. El hombre se va por su lado y la mujer por el suyo, según dispongan el destino y las circunstancias de la vida y, si no vuelven a verse, su locura se olvida. En cambio, casarse es lo más absurdo del mundo y (dicho sea con todo el respeto) equivale a contaminarse y a vivir rodeada siempre del hedor de la falta.

—No, no —proseguí—, cuando un hombre se ha acostado conmigo como amante, ya nunca lo hará como esposo, pues eso no sólo equivaldría a conservar el crimen en la memoria, sino a darle carta de naturaleza en la familia. Si la mujer se casa, arrastrará tras de sí los reproches hasta el fin de sus días; y, a menos que su marido sea un hombre entre mil, lo sacará a relucir en uno u otro momento; si llegan a tener hijos, acabarán por enterarse tarde o temprano; si son virtuosos, odiarán a su madre por lo que hizo; y, si no lo son, la mortificarán al imitar su comportamiento y ponerla a ella como ejemplo. En cambio, si el hombre y la mujer se separan, ponen fin a su crimen y a los rumores; el tiempo borra su recuerdo y basta con que la mujer se mude unas calles más abajo para que todo se olvide y no se vuelva a hablar más del asunto.

Se quedó confuso con aquel discurso, y admitió que no tenía más remedio que reconocer que tenía razón en lo fundamental. Respecto a lo de la administración de las propiedades, objetó que aquello era argumentar
á la cavalier
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y afirmó que en parte era cierto, siempre que la mujer fuese capaz de hacerlo, aunque por lo general la mayoría de las de nuestro sexo no lo eran, pues no estaban preparadas y era mejor que buscasen a una persona capaz y honrada, que supiera cómo hacerles justicia como mujeres, además de amarlas, y así se quitasen preocupaciones de encima.

Le respondí que era un modo muy caro de comprar su comodidad, pues con frecuencia al quitarles las preocupaciones de encima también les quitaban su dinero; y añadí que opinaba que era mucho más seguro para las mujeres no tener miedo de las preocupaciones, sino del dinero y que, si no se fiaban de nadie, nadie saldría engañado, por lo que el mejor modo de estar seguras era tener el timón en sus manos.

Replicó que era una opinión muy novedosa y que, aunque yo supiera cómo defenderla con sutiles razonamientos y un modo de argumentar contrario a las prácticas generales, no tenía más remedio que admitir que le decepcionaba mucho y, de haber sabido que iba a hacer uso de ella, jamás habría intentado lo que había hecho. Su intención siempre había sido buena y lamentaba mucho haberse equivocado tanto; estaba seguro de que jamás me habría reprochado nada, y de que tenía de mí una opinión demasiado buena para pensar que yo sospechara nada malo de él, pero, en vista de que seguía rechazándolo a pesar de lo sucedido, no tenía más remedio que ponerme a salvo de los reproches volviéndose a París, para que, de acuerdo con mis propios argumentos, pudiesen desaparecer del recuerdo y no volviese a toparme con ellos para mi desdicha.

Esa última parte no me gustó lo más mínimo, pues ni quería dejarlo marchar, ni dejarlo todo en sus manos como él pretendía; me quedé como en suspenso, indecisa y llena de dudas y sin saber qué resolución tomar.

Ya he dicho que vivíamos en la misma casa, por lo que tuve ocasión de comprobar que estaba haciendo los preparativos para volver a París, y en concreto descubrí que estaba enviando dinero allí para pagar, tal como supe después, unos vinos que había dado instrucciones de comprar en Troyes, en Champagne, y no supe qué hacer. Además, ya no sólo se trataba de que no me quisiera separar de él, sino que por entonces descubrí que estaba encinta, aunque todavía no se lo había dicho, y a veces incluso pensé en no hacerlo, pero estaba en un lugar extranjero donde no conocía a nadie y eso, teniendo tanto dinero, era muy peligroso.

De modo que me vi obligada a ir a verle una mañana, cuando me pareció que estaba un poco nervioso e indeciso acerca de su partida, y decirle:

—Parece que os falte el valor para abandonarme.

—Tanto más cruel sois vos —respondió— al rechazar a un hombre que no tiene valor para dejaros.

—No sólo no lo soy —repuse—, sino que os acompañaría a cualquier lugar del mundo, excepto a París, donde sabéis muy bien que no puedo ir.

—Es una lástima —dijo— que tanto amor por ambas partes tenga que terminar con una separación.

—¿De modo —dije— que vais a dejarme?

—Sólo porque vos no queréis aceptarme como marido.

—Pero, aunque no nos casemos, ya os he dicho que podéis llevarme a cualquier sitio con vos, siempre que no sea a París.

Afirmó que no quería ir a ninguna parte sin mí, pero que debía ir a París o a las Indias Orientales.

Le contesté que no acostumbraba a ceder tan fácilmente, pero me aventuraría a ir con él a las Indias Orientales, si es que de verdad tenía necesidad de ir allí.

Respondió que, gracias a Dios, no tenía necesidad de ir a ninguna parte, aunque había recibido una tentadora invitación para instalarse en las Indias.

Yo le dije que no tenía nada que objetar, salvo que esperaba que no tuviese que ir a París, porque, como bien sabía, allí no podría acompañarle. A lo que él repuso que no tenía más remedio que trasladarse a donde yo no pudiese ir, pues no soportaría seguir viéndome, si no podía tenerme.

Al oírle, le pregunté cómo podía pronunciar palabras tan crueles, que no podían sino ofenderme, y más teniendo, como tenía, un modo de obligarle a quedarse conmigo sin necesidad de consentir en lo que él sabía que no podía concederle.

Eso le sorprendió mucho y afirmó que me gustaba mucho hacerme la misteriosa, pero estaba convencido de que nadie podría impedir que se marchase, si así lo decidía, más que yo; pues tenía suficiente poder sobre él para forzarle a hacer cualquier cosa.

Le dije que estaba segura de poder retenerle conmigo, porque sabía que nunca me haría nada malo ni injusto y, para acabar con sus sospechas, le expliqué que esperaba un hijo suyo.

Corrió hacia mí, me tomó entre sus brazos, me besó más de mil veces y me regañó por haber sido tan cruel de no decírselo antes. Le expliqué que me había sido muy difícil apelar a mi vientre para lograr que se quedase conmigo, igual que hacen las criminales para escapar al patíbulo
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, y añadí que estaba convencida de haberle dado suficientes pruebas de que mi afecto era similar al de una esposa: no sólo me había acostado con él, sino que me había quedado encinta, me había opuesto a que nos separásemos y me había mostrado dispuesta a acompañarlo a las Indias Orientales, y sólo le había negado una cosa que él bien sabía que no podía concederle, ¿qué más podía pedir?

Guardó silencio un buen rato, pero luego afirmó que tenía muchas cosas que decirme, siempre que le asegurase que no me ofendería la sinceridad de sus palabras.

Respondí que podía hablarme con total libertad, pues, cuando una mujer permite que se tomen con ella otras libertades, como había hecho yo, no se ofende ya por nada.

—En tal caso —dijo—, espero que me creáis, amiga mía, si os digo que nací cristiano y tengo cierto sentido de lo sagrado. Cuando traicioné mi virtud y asalté la vuestra, os cogí por sorpresa y os obligué a hacer algo que ni vos ni yo habíamos previsto ni pensado hasta unas pocas horas antes, lo hice con el convencimiento de que después os casaríais conmigo y con el honrado propósito de convertiros en mi esposa.

»Sin embargo, me vi sorprendido por un rechazo como el que jamás mujer alguna dedicó antes a un hombre, pues nunca se ha visto que una mujer se negase a casarse con un hombre que antes se hubiera acostado con ella, y mucho menos con un hombre que la hubiese dejado encinta. Pero vos os regís por ideas distintas a las del resto del mundo y, aunque sabéis defenderlas con tanta eficacia que ningún hombre sabría rebatiros, he de deciros que me parecen contrarias a la naturaleza y crueles para vos misma, pero sobre todo crueles para el niño que aún no ha nacido, y que, si nos casamos ahora, llegará a este mundo con todas las ventajas, mientras que, de lo contrario, estará arruinado incluso antes de nacer, tendrá que soportar reproches constantes por algo de lo que no es culpable, quedará señalado desde la cuna con la marca de la infamia, habrá de soportar el peso de los crímenes y extravíos de sus padres, y sufrir por unos pecados que no habrá cometido. Me parece inhumano y extremadamente cruel con ese pobre niño por quien, si sintierais el afecto normal de una madre, no dejaríais de hacer lo necesario para equipararlo al resto del mundo en lugar de dejar que maldiga a sus padres por algo que debería avergonzarnos a ambos. Por tanto —prosiguió—, sólo puedo rogaros y suplicaros, como madre y como cristiana, que no arruinéis la vida del cordero inocente que lleváis en vuestro seno antes de que haya nacido, ni permitáis que luego nos maldiga y reproche por algo tan fácil de evitar.

»Permitidme, pues, mi querida amiga —dijo con mucha ternura (y me pareció ver lágrimas en sus ojos)—, que os repita que soy cristiano y por tanto no apruebo lo que hice de forma tan alocada y desconsiderada, no lo considero legítimo y, aunque ya os he explicado cuáles eran mis intenciones, no me parece justificable. No quiero seguir poniendo en práctica algo que ambos sabemos que es condenable y, aunque os amo más que a ninguna otra mujer en el mundo, y he hecho todo lo posible por convenceros, al ofrecerme a desposaros, aún después de todo lo sucedido, y a renunciar a toda pretensión sobre vuestra fortuna, de modo que sería como tomar una esposa después de acostarme con ella y sin un solo penique como dote, cosa que, dadas mis circunstancias, no tendría por qué hacer; a pesar, digo, del afecto que siento por vos, que es inexpresable, no puedo entregaros mi alma como os entregué mi cuerpo, y renunciar así al interés de este mundo y las esperanzas del otro, y a eso no podéis llamarlo falta de respeto.

Si alguna vez hubo un hombre en el mundo estimable por la honestidad de sus intenciones, ése fue él; y, si alguna vez hubo una mujer en sus cabales que rechazara a un hombre valioso por motivos frívolos o triviales, ésa fui yo. Y, sin duda, fue el acto más absurdo jamás cometido por mujer alguna.

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