Roxana, o la cortesana afortunada (35 page)

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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Que ningún lector se extrañe por mi extraordinario interés por aquella pobre mujer, o de que incluya el relato de mi generosidad en esta historia: puedo asegurarle que no lo hago por hacer exhibición de mi caridad o de la grandeza de mi alma al donar con tanta prodigalidad algo que habría estado por encima de mis posibilidades aunque mi riqueza hubiese sido el doble de lo que era; no, todo aquello manaba de otra fuente y por eso lo he contado aquí. ¿Acaso podía pensar sin conmoverme en esa pobre y desdichada mujer abandonada con sus cuatro hijas por un marido inútil? Yo, que había conocido tan profundamente las amarguras de aquella especie de viudedad, ¿iba a mirarla y considerar sus circunstancias sin que me afectase? No, no, cada vez que la veía a ella y a su familia —y eso que no se encontraban ni mucho menos tan solas y desamparadas como yo lo había estado— recordaba mi propia situación, cuando envié a Amy a vender lo último que me quedaba para comprar una paletilla de cordero y un manojo de nabos, y tampoco podía mirar a sus pobres hijas —aunque no fuesen pobres ni estuviesen pasando hambre como los míos—, sin que se me llenaran los ojos de lágrimas al pensar en la terrible situación a la que se vieron condenados cuando la pobre Amy los llevó con su tía en Spitalfields y los abandonó. Aquélla era la verdadera fuente y el manantial de donde manaron mis afectos a la hora de socorrer a aquella pobre mujer.

Cuando un pobre deudor, después de pasar una larga temporada en el Compter, en Ludgate o en el King's Bench
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por no pagar sus deudas, sale de la cárcel y consigue abrirse paso en el mundo y hacerse rico, es muy probable que acabe convirtiéndose de por vida en benefactor de los prisioneros allí encerrados, y tal vez también en los de cualquier otra prisión del mundo, pues siempre recordará los negros días que pasó en las celdas, e incluso aquellos que carecen de vivencias parecidas que sirvan de acicate a su caridad llegarían a mostrarse igual de generosos si tuvieran la sensatez de recordar que lo que les distingue de los demás es sólo una Providencia más favorable y piadosa.

Tal fue, como digo, la fuente de mi preocupación por aquella cuáquera amable y agradecida, y, ya que disponía de una fortuna tan abundante, decidí que saborease, de un modo que nunca habría imaginado, la recompensa por haber sido siempre tan atenta conmigo.

Mientras hablaba con ella, reparé en la confusión de sus sentimientos. Tanta alegría había sido demasiado: se ruborizó, tembló y por fin palideció y estuvo a punto de desmayarse. Tiró nerviosamente de una campanita para llamar a la doncella y, por señas, pues apenas podía hablar, le indicó que le llenase una copa de vino, pero le faltó el aliento y casi se atragantó al beber el primer sorbo. Vi que lo estaba pasando mal y traté de auxiliarla como mejor pude, y con la ayuda de sales y perfumes conseguí que no se desmayase; luego le indicó con un gesto a la doncella que se marchara y acto seguido rompió a llorar; cuando logró dominarse un poco, corrió hacia mí, me echó los brazos alrededor del cuello y dijo:

—¡Tanta alegría acabará conmigo!

Y allí se quedó, con la cabeza apoyada en mi cuello, casi un cuarto de hora, incapaz de decir palabra y llorando como un niño al que acabaran de castigar.

Sentí mucho no haber interrumpido mi alocución para ofrecerle una copa de vino antes de conmoverla de ese modo, pero ya había pasado todo y la emoción no la había matado.

Cuando por fin se recuperó, empezó a decir muchas cosas buenas en agradecimiento por mi generosidad. No la dejé continuar y le dije que todavía tenía una cosa más que decirle, aunque prefería dejarla para otra ocasión. Me refería al baúl donde guardaba la vajilla de plata, de la que le regalé una gran parte a ella y otra a Amy, pues tenía tantas piezas y algunas tan grandes que pensé que, si mi marido las veía, podría preguntarse para qué ocasión las había necesitado, sobre todo una enorme fuente para poner las botellas, que costaba ciento veinte libras, y algunos candelabros demasiado grandes para el uso corriente. Estos últimos le pedí a Amy que los vendiera y, en suma, vendió objetos de plata por valor de casi trescientas libras; lo que le di a la cuáquera superaba las sesenta libras y a Amy le di más de treinta, y aun así quedó mucha plata para mi marido.

Nuestra generosidad con la cuáquera no acabó con aquellas cuarenta libras al año, pues en el tiempo que pasamos en su casa, que se alargó más de diez meses, seguimos haciéndole regalos, de modo que, en una palabra, en lugar de alojarnos con ella, era ella la que se alojaba con nosotros, pues yo me encargaba del cuidado de la casa, ella y toda su familia comían con nosotros y además les pagábamos el alquiler. Me acordaba, en suma, de mi propia viudedad y trataba de consolar a aquella viuda lo mejor que podía.

XXIII

Por aquel entonces mi marido y yo empezamos a pensar en trasladarnos a Holanda, donde le propuse ir a vivir, y para disponer todos los preliminares de nuestra vida futura, empecé a reunir todos mis bienes para tenerlos a mano en cualquier ocasión en que pudieran ser necesarios. Luego, una mañana, llamé a mi marido y le dije:

—Oíd, caballero, tengo dos preguntas muy importantes que haceros. Ignoro qué responderéis a la primera, pero dudo que podáis responder de forma convincente a la segunda, y no obstante os aseguro que son de enorme importancia para vos y vuestro porvenir dondequiera que estéis.

No pareció alarmarse mucho, porque notó que le hablaba medio en broma.

—Oigamos vuestras preguntas, querida amiga —respondió—, y os responderé como mejor pueda.

—De acuerdo —dije—, en primer lugar:

»1. Habéis tomado una esposa, habéis hecho de ella una dama y le habéis dado esperanzas de ser algo más, cuando viva en el extranjero. Os ruego que consideréis si, una vez allí, seguiréis siendo capaz de cumplir con todas sus extravagantes exigencias y de mantener a una inglesa tan cara, vanidosa y orgullosa. En suma, ¿os habéis preguntado si seréis capaz de mantenerla?

»2. Habéis tomado una esposa, la habéis colmado de presentes, la mantenéis como a una princesa y a veces incluso la llamáis así. Os ruego que me digáis qué dote habéis recibido de ella, qué fortuna os ha aportado y dónde están sus tierras para que la mantengáis con tantos lujos. Mucho me temo que la estéis manteniendo a un precio muy por encima de sus merecimientos, al menos por lo que sabéis de ella hasta ahora. ¿Estáis seguro de no haberos excedido y de no haber hecho una dama de una mendiga?

—En fin —respondió—, ¿tenéis más preguntas que hacerme? Es mejor que me las planteéis todas juntas, pues tal vez pueda responderlas todas en tan pocas palabras como estas dos.

—No —dije—, éstas son las dos únicas preguntas de importancia que quería haceros, al menos por el momento.

—En tal caso —replicó—, os contestaré en pocas palabras que soy dueño de mis circunstancias y que, sin más preámbulos, puedo responderle a la esposa de la que habláis que, igual que la he convertido en una dama, podré mantenerla allí donde vayamos, tanto si tiene una
pistole
como dote, como si no tiene dote ninguna. Y, como nunca le he preguntado si disponía o no de dote, jamás le faltaré al respeto, ni la obligaré a vivir peor ni a pasar penurias por ese motivo, al contrario: si se viene a vivir conmigo a mi país, la convertiré en algo más que una dama y correré con todos los gastos, sin tocar nada de lo que ella tenga. Espero que esto responda a vuestras dos preguntas al mismo tiempo.

Habló con mucha más seriedad en el semblante de la que había manifestado yo al plantearle mis preguntas y añadió muchas amables consideraciones a propósito de otras cosas que yo había dicho anteriormente, por lo que me creí obligada a hablarle también con cierta seriedad.

—Mi querido amigo —dije—, sólo os lo había preguntado en broma y a modo de introducción para algo mucho más serio que tengo que deciros. En concreto se trata de que, si he de ir con vos al extranjero, esta vez quiero dejaros claras las cosas y que sepáis lo que pienso aportar a nuestro matrimonio, así como el modo en que lo he dispuesto y garantizado todo y otras cosas por el estilo. De modo que venid —añadí—, sentaos y dejad que os lo explique. Espero que comprobéis que no os habéis casado con una mujer sin fortuna. —Me respondió que, ya que quería hablar de cosas tan serias, prefería que lo dejásemos para el día siguiente, y que hiciésemos entonces igual que hacen los pobres después de casarse, que se palpan los bolsillos y comprueban de cuánto dinero disponen para enfrentarse al mundo—. De acuerdo —le respondí satisfecha, y así concluyó de momento la conversación.

Eso ocurrió por la mañana y, después de comer, mi marido salió a ver a su banquero, según me explicó, y volvió con un mozo de cuerda cargado con dos grandes baúles y con su criado, que arrastraba otro casi tan pesado como los que llevaba el mozo y sudaba copiosamente. Despidió al mozo de cuerda y, poco después, volvió a salir con el criado y no regresó hasta la noche, acompañado de otro mozo de cuerda cargado con más baúles y bultos y mandó que lo subieran todo a una habitación que había al lado de nuestro dormitorio. Por la mañana, me pidió que me sentara a una mesa muy grande y empezó a desempaquetar las cosas.

Cuando abrió los baúles, descubrí que contenían sobre todo libros, papeles y pergaminos, es decir, libros de cuentas y escrituras y otras cosas por el estilo, que en aquel momento carecían de interés para mí, pues no los comprendía. Sin embargo, vi que los sacaba todos, y los extendía sobre la mesa y en las sillas y empezaba a consultar unos y otros, de modo que salí de la habitación. Y, de hecho, estaba tan ocupado con sus libros que no me echó de menos hasta pasado un buen rato. Después de revisar todos sus papeles, abrió un pequeño cofre y me llamó.

—Bueno —dijo, llamándome «su condesa»—, ahora ya puedo responder a vuestra primera pregunta. Si tenéis la bondad de sentaros mientras abro este cofre, sabréis mejor a qué ateneros.

Así que abrimos el cofre y tengo que admitir que me llevé una buena sorpresa, pues estaba convencida de que en aquel tiempo había disminuido y no acrecentado su fortuna; sin embargo, me mostró cerca de dieciséis mil libras esterlinas en letras de cambio y bolsa de la Compañía de las Indias Orientales, luego me entregó nueve letras de crédito del banco de Lyon, en Francia, y dos sobre las rentas del Ayuntamiento de París, que ascendían en total a cinco mil ochocientas coronas anuales o por renta anual, como lo llaman allí; y por fin la suma de treinta mil
rix-dólares
del banco de Amsterdam, aparte de algunas joyas y piezas de oro que había en el cofre, por valor de entre mil quinientas y mil seiscientas libras, entre ellas había un magnífico collar de perlas que debía de valer unas doscientas libras, y que sacó y me puso alrededor del cuello, diciendo que esa bagatela era lo de menos.

Yo estaba tan sorprendida como satisfecha, y comprobar que se había enriquecido de aquel modo me causó una inexpresable alegría.

—Desde luego —admití—, teníais razón al decir que podíais hacerme condesa y mantenerme como tal.

En suma, era inmensamente rico, pues aparte de todo eso —y de ahí que hubiera estado tan atareado con sus libros— me mostró varias inversiones que tenía en el extranjero relacionadas con sus negocios y, en particular, una participación equivalente a la octava parte de un barco de la Compañía de las Indias Orientales que estaba ahora en ultramar; una cuenta corriente con un mercader de Cádiz, en España; unas tres mil libras invertidas en barcos que acababan de partir hacia las Indias y un enorme cargamento de mercancías que estaba a la venta en Lisboa, en Portugal; en sus libros había, pues, otras doce mil libras. El total sumaba más de veintisiete mil libras esterlinas y mil trescientas veinte libras al año.

Me quedé perpleja ante sus explicaciones y no le dije nada en un buen rato, sobre todo porque vi que seguía ocupado con sus libros. Después, notó que iba a expresarle mi sorpresa y me dijo:

—Esperad, amiga mía, pues eso no es todo.

Y sacó varios sellos antiguos y pequeños pergaminos que al principio no acerté a comprender, pero que, según me explicó, eran los derechos de reversión que tenía sobre las fincas de su padre, así como una hipoteca de catorce mil
rix-dólares
sobre los bienes del actual propietario, lo que suponía otras tres mil libras más.

—Esperad todavía un momento —prosiguió—, pues también tengo que pagar algunas deudas, y os aseguro que son bastante cuantiosas.

La primera, afirmó, eran las ocho mil
pistoles
de las que tanto me había hablado, que había perdido en un pleito en París, y que le habían impulsado a abandonar la ciudad muy disgustado; afirmó que debía también unas cinco mil trescientas libras esterlinas en otras cuentas, pero que, a pesar de todo, seguía teniendo diecisiete mil libras netas en metálico y unas rentas de mil trescientas veinte libras anuales.

Tras una pausa llegó mi turno de hablar.

—En fin —dije—, es muy triste que un caballero con una fortuna semejante venga a Inglaterra y acabe casándose con una mujer que no tiene ni un céntimo. Pero, bueno, que no se diga que no aporto lo poco que tengo a la bolsa común.

Y empecé con mi enumeración.

En primer lugar, le mostré la hipoteca que me había conseguido el bueno de sir Robert Clayton, con unas rentas anuales de setecientas libras y un capital de catorce mil libras.

En segundo, le mostré otra hipoteca sobre unas tierras, que me había procurado el mismo fiel amigo y por la que, en tres ocasiones, me habían ofrecido hasta doce mil libras.

En tercero, le mostré un saquito con diversos valores de renta fija y pequeñas hipotecas por un valor total de diez mil ochocientas libras, que suponían unas rentas de seiscientas treinta y seis libras anuales; de modo que, en conjunto, sumaban unos ingresos fijos de dos mil cincuenta y seis libras al año en dinero contante y sonante.

Después de mostrárselo, lo puse sobre la mesa y le pedí que lo tomara, a fin de que, de ese modo, pudiera responder a la segunda pregunta, es decir, qué fortuna le había aportado su mujer, y él esbozó una sonrisa.

Se quedó mirándolo un rato, y luego me lo devolvió.

—No pienso tocarlo —dijo—, hasta que todo esté en manos de fideicomisarios para vuestro propio uso y la administración dependa sólo de vos.

No puedo ocultar lo que sentí mientras ocurría todo aquello, a pesar de ser una situación agradable en sí misma, pues me hizo temblar más que a Baltasar
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cuando vio la escritura en el muro en una ocasión idéntica. «¡Pobre desgraciada —me dije—, toda esta riqueza mal adquirida, producto de la lujuria y de una vida licenciosa de prostitución y adulterio, se mezclará con la fortuna honradamente conseguida por este caballero inocente, la roerá como la polilla y la carcoma
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y atraerá el juicio del cielo sobre él y sus posesiones, y todo por mi culpa! ¿Habrá mi maldad de poner fin a su tranquilidad? ¿Seré la llama que arrase su cosecha y un medio para que el cielo maldiga sus bendiciones? ¡No lo quiera Dios! Separemos nuestros bienes, si es que todavía es posible».

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