Roxana, o la cortesana afortunada (38 page)

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Authors: Daniel Defoe

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El anciano caballero que había sido el bienhechor de mis hijos se preocupó mucho al oírlo, y la buena de su mujer se deshizo en excusas y le rogó a milady —refiriéndose a Amy— que no se lo tomara tan a pecho. Además ambos prometieron hablar con ella y la mujer añadió, con cierta perplejidad:

—Es imposible que sea tan loca y que no podamos convencerla de que sujete la lengua, sobre todo teniendo en cuenta que vos misma le habéis asegurado que no sois su madre y que a milady le molesta que siga insistiendo.

De modo que Amy se fue con ciertas esperanzas de que la cosa no pasara de ahí.

Pero la joven estaba tan obcecada que siguió en sus trece a pesar de todo lo que le dijeron y de que su hermana le suplicó que no fuese tan obstinada o la arrastraría también a ella a la perdición, pues aquella dama acabaría abandonándolas a ambas a su suerte.

Pues bien, el caso es que siguió insistiendo a pesar de todo, y lo peor estuvo en que cuanto más tiempo pasaba, menos respeto le fue teniendo a Amy y más se fue convenciendo de que quien era su madre era la señora Roxana, y afirmaba que había hecho averiguaciones y estaba segura de que acabaría desenmascarándola. Llegados a este punto, cuando descubrimos que no había nada que hacer con la chica, y que estaba tan obstinada en dar conmigo que incluso se aventuraba a explicarnos sus planes, me tomé mucho más en serio mis preparativos de viajar al otro lado del Canal y sobre todo empecé a temer que pudiera haber algo peor detrás de todo aquello. Pero el siguiente incidente superó todas mis previsiones y me sumió en la mayor confusión que he conocido en mi vida. Faltaba tan poco tiempo para marcharnos que mi marido y yo habíamos tomado todas las medidas necesarias para nuestra partida y, para reducir al mínimo las posibilidades de exhibirme en público y de que alguien pudiese reconocerme, pretexté que me desagradaban la falta de comodidades y la promiscuidad de la muchedumbre en los barcos de pasajeros. Mi marido captó enseguida la indirecta y encontró un barco mercante inglés que tenía como destino Rotterdam, se presentó al capitán, alquiló el barco entero, es decir, los camarotes —las bodegas iban llenas de carga—, a fin de que dispusiésemos de todas las comodidades en el viaje, y cuando todo estuvo dispuesto, invitó al capitán a cenar en casa para presentármelo y que tuviese ocasión de conocerlo. Después de cenar, empezamos a charlar sobre el barco y las comodidades a bordo y el capitán me animó a ir a verlo y aseguró que nos trataría del mejor modo posible. En otro momento de la conversación se me ocurrió expresar mi esperanza de que no hubiese otros pasajeros a bordo y él respondió que no los había, pero añadió que su mujer llevaba mucho tiempo insistiéndole en que la dejara viajar con él a Holanda, aunque hasta ahora nunca se lo había permitido, pero que, ya que esta vez iba a ir yo a bordo, se le había ocurrido llevarlas a ella y a una de sus parientes para que pudieran atenderme y hacerme compañía, de modo que, si le hacía el honor de cenar con ellos en el barco al día siguiente, llevaría también a su mujer para que pudiéramos conocernos.

XXVI

¿Quién habría podido imaginar que el diablo me estaba tendiendo una trampa o que había algún peligro oculto en semejante situación? Era demasiado raro para sospecharlo. Dio la casualidad de que Amy no estaba en casa cuando aceptamos su invitación y, en su lugar, llevamos a nuestra honrada y alegre amiga cuáquera, una de las mejores personas que ha vivido nunca, y que, además de tener un sinfín de buenas cualidades y ser una persona sin tacha, era una excelente conversadora, aunque creo que también habríamos llevado a Amy si no hubiese estado tan ocupada con el desdichado asunto de la chica, que de pronto había desaparecido sin dejar rastro. Amy la había buscado por todas partes, pero lo único que había podido averiguar era que se había mudado a casa de una antigua compañera de colegio a quien quería como a una hermana y que estaba casada con un capitán de barco que vivía en Rotherhithe, aunque esto último no llegó a decírmelo. Al parecer, cuando Amy le recomendó que adquiriese cierta educación y que fuese a la escuela y otras cosas por el estilo, la muchacha había asistido a clases en un internado de Camberwell, donde se había hecho muy amiga de una joven damisela (así las llaman) que dormía con ella, hasta el punto de que se consideraban casi hermanas y se habían prometido no romper nunca su amistad.

Pero juzgue el lector cuál no sería mi sorpresa cuando, al subir a bordo y entrar en el camarote del capitán, o como ellos lo llaman, el camarote principal, para conocer a su mujer y a una joven que había con ella, me encontré con que se trataba de mi antigua criada de Pall Mall y que, tal como se ha explicado, no era otra que mi propia hija. La reconocí sin el menor género de dudas, pues aunque ella no había tenido ocasión de verme muy a menudo, yo sí la había visto muchas veces, ya que había trabajado mucho tiempo en mi casa.

Si alguna vez necesité valor y presencia de ánimo, fue entonces. Era mi mayor secreto y todo dependía de esa ocasión: si la muchacha me reconocía, estaba perdida; y la menor sorpresa o agitación me habrían delatado o le habrían hecho sospechar.

Se me ocurrió fingir un desmayo o desvanecimiento, desplomarme en el suelo o en cubierta y aprovechar la confusión y el desconcierto para ponerme la mano o un pañuelo delante de la cara, con la excusa de que no soportaba el olor a barco o de que me ahogaba dentro del camarote, pero eso sólo habría servido para que me llevasen al alcázar a que me diese un poco el aire y donde también habría habido más luz. Y, si hubiese alegado que me molestaba el olor, sólo habría servido para que desembarcásemos y fuésemos a casa del capitán, que estaba cerca de allí, pues el barco estaba atracado tan cerca de la orilla que para subir a bordo sólo tuvimos que cruzar una pasarela y pasar a través de otro que estaba abarloado al nuestro. El caso es que aquello no me pareció factible y, por si fuese poco, apenas tuve tiempo de pensarlo, pues las dos damas se levantaron y nos saludamos, por lo que me vi obligada a acercarme a mi hija para darle un beso, cosa que no habría hecho si hubiera podido evitarlo, pero no había escapatoria posible.

No puedo dejar de reseñar aquí que, a pesar del espantoso secreto que ocultaba y pese a que estuve a punto de desmayarme cuando me acerqué a ella para saludarla, sentí un placer inconcebible al besarla, ya que se trataba de mi propia hija, sangre de mi sangre, nacida de mi cuerpo y a quien no había besado desde que me despedí de todos ellos, arrasada por las lágrimas y con el corazón encogido por el pesar, cuando Amy y aquella buena mujer se los llevaron a Spitalfields. No hay pluma capaz de describir ni es posible expresar con palabras la extraña impresión que aquello produjo en mi ánimo: sentí cómo se me aceleraba la sangre por las venas, el corazón pareció salírseme del pecho, la cabeza me daba vueltas y me dio la impresión de que todo giraba en torno a mí. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no dejarme llevar por la pasión al verla y todavía más cuando mis labios rozaron su cara, pues pensé que tendría que haberla abrazado y besado una y mil veces sin pensar en las consecuencias.

Sin embargo, prevaleció mi buen juicio, logré quitarme aquella idea de la cabeza y volví a sentarme infinitamente conmovida. Y no creo que nadie se extrañe si digo que la sorpresa me dejó sin habla unos minutos y que mi turbación estuvo a punto de delatarme. Era una situación enormemente complicada y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para dominarme, pero toda mi prosperidad dependía de que lo hiciera, de modo que me obligué a evitar aquella desgracia que llamaba a mi puerta.

El caso es que ya digo que la saludé, pero antes me dirigí a la mujer del capitán, que estaba al otro extremo del camarote, cerca de la lámpara, y tuve ocasión de colocarme de espaldas a la luz, por lo que, cuando me volví hacia ella, que estaba más a la izquierda, no pudo verme con claridad a pesar de lo cerca que estábamos. Yo temblaba y no sabía muy bien lo que hacía ni lo que decía. Las circunstancias me habían colocado en una situación extremadamente complicada, pues me veía obligada a ocultarles a todos mi turbación y corría el riesgo de que cualquiera pudiera descubrirme. Lo más probable era que ella me reconociese, pero yo debía evitarlo a toda costa. Debía ocultarme, pero no tenía dónde hacerlo, en suma, no había retirada posible, ni forma de impedir que mi hija me viera con total claridad y tampoco podía disimular la voz, pues mi marido se habría dado cuenta enseguida. Todo estaba en mi contra y no había nada que pudiera serme favorable.

Después de pasar casi media hora en el potro de tortura, mi marido y el capitán empezaron a hablar del barco, el mar y otras cosas que poco o nada interesan a las mujeres, hasta que por fin el capitán se lo llevó al alcázar y nos dejó a nosotras en el camarote. Hasta entonces yo me había mostrado fría, reservada y ligeramente formal, pero a partir de ese momento nos pusimos a hablar con más libertad y me sentí un poco más animada, pues me dio la impresión de que la chica no me reconocía, ya que no noté ningún cambio en su expresión ni en su actitud, ni ninguna confusión ni vacilación en sus palabras; tampoco noté que fijara la vista en mí, como pensé que haría, sino que mas bien se dedicó a conversar sobre diversos asuntos con mi amiga cuáquera, aunque reparé en que sólo hablaban de cuestiones triviales e insustanciales.

Eso me hizo recobrar algo el valor y empecé a mostrarme un poco más alegre, pero de pronto me llevé otro mazazo cuando se volvió hacia la mujer del capitán y le dijo:

—¿Sabes, hermana
[34]
, que esta señora me recuerda mucho a…? —y pronunció el nombre de la persona, y la mujer del capitán afirmó que a ella también se lo parecía.

Luego, la chica replicó que estaba segura de haberme visto antes en alguna parte, aunque no recordaba dónde. Yo respondí (aunque no estuviese hablando conmigo) que lo más probable era que no hubiese sido en Inglaterra y le pregunté si había vivido en Holanda. Ella respondió que no y afirmó que nunca había salido de Inglaterra, y yo le dije que en ese caso era imposible, a menos que nos hubiésemos visto hacía muy poco tiempo, pues había vivido toda mi vida en Rotterdam. De este modo, salí con cierta dignidad de aquel embrollo y, para darle aún más veracidad a mis palabras, aproveché que el grumete holandés entró un momento en el camarote del capitán para hablarle en holandés y bromear con él todo lo que me permitió mi turbación.

No obstante, fui convenciéndome de que la chica no me conocía, lo que me produjo una satisfacción infinita, o al menos de que, aunque hubiese oído hablar de mí, no estaba del todo segura de mi identidad, pese a que conocerla le habría causado tanto gozo como a mí sorpresa. De hecho, me pareció evidente que, si hubiese sabido la verdad, no habría sido capaz de ocultármelo.

Así concluyó la reunión y no hace falta decir que decidí que, si conseguía librarme de ella ahora, no volvería a verme jamás, pero también en eso me equivocaba, como se verá enseguida. Después de desembarcar, la mujer del capitán nos llevó a su casa, que estaba junto a la orilla del mar, volvió a agasajarnos muy amablemente y nos hizo prometerle que volveríamos a visitarla antes de nuestra partida, para aclarar todos los detalles del viaje y demás, pues afirmó que su hermana y ella estarían encantadas de hacer la travesía con nosotros para hacernos compañía. Yo pensé para mis adentros: «No será conmigo», pues comprendí perfectamente que no me convenía acompañarlas, pues con el trato cotidiano podía acabar reconociéndome y sin duda reclamaría sus lazos de parentesco.

Apenas puedo concebir qué habría sucedido si Amy me hubiese acompañado al barco, sin duda se habría descubierto el pastel y me habría convertido en la esclava de aquella chica, es decir, habría tenido que dejarla participar en el secreto y confiar en que supiera guardarlo, o arriesgarme a que me delatase y lo echara todo a perder: sólo de pensarlo me estremecía de espanto.

Pero no tuve tan mala suerte, pues Amy no fue con nosotros y gracias a eso salí relativamente bien librada. Sin embargo, todavía tenía que vencer un último obstáculo: igual que decidí cancelar el viaje, decidí, desde luego, cancelar la visita, pues me había prometido a mí misma que la chica me había visto por última vez y que no volvería a verme en toda su vida.

No obstante, para obrar con elegancia y al mismo tiempo tantear (si era posible) cuál era la situación, envié a mi amiga la cuáquera a visitar a la mujer del capitán con instrucciones de excusarme diciendo que no me encontraba muy bien y de insinuarle que tal vez no podría partir tan pronto como quería el capitán, por lo que probablemente tuviésemos que esperar hasta su próxima travesía. A la cuáquera no le di más explicaciones y me limité a decirle que estaba indispuesta y, para disimular, le insinué que creía estar encinta.

Fue fácil metérselo en la cabeza y ella, por supuesto, le dijo a la mujer del capitán que me había visto tan indispuesta que temía que pudiera perder el niño, por lo que, como es lógico, no podía partir.

Tal como yo había imaginado, desempeñó su papel con mucha habilidad, aunque ignorase el verdadero motivo de mi indisposición, pero aun así me desanimó al contarme algo que la había desconcertado durante su visita, y es que la joven, como ella la llamó, que estaba con la mujer del capitán, le había hecho preguntas de lo más impertinentes, como quién era yo, cuánto tiempo llevaba en Inglaterra, dónde había vivido y otras cosas parecidas y, por encima de todo, se había mostrado muy interesada en saber si alguna vez había vivido al otro extremo de la ciudad.

—Sus preguntas me parecieron tan fuera de lugar —dijo la honrada cuáquera— que no respondí a ninguna de ellas, ya que había reparado por cómo le contestaste a bordo del barco en que no te apetecía trabar amistad con ella, así que decidí que no averiguase nada por mí, y cuando me preguntó si habías vivido aquí o allá, le respondí que eras una dama holandesa que volvías con tu familia y que siempre habías vivido en el extranjero.

Le di las gracias del modo más efusivo, pues lo cierto es que no imaginaba hasta qué punto me había ayudado y, de hecho, había respondido a la chica con tanta inteligencia que, si hubiese estado enterada de todo el asunto, no habría podido hacerlo mejor.

Pero tengo que admitir que todo aquello volvió a colocarme en el potro de tortura y que me desanimó comprobar que aquella desvergonzada estaba tras la verdadera pista y recordaba mi rostro, aunque lo hubiera ocultado con disimulo, hasta disponer de una ocasión mejor. Se lo conté todo a Amy, que era el único consuelo que me quedaba, y la pobre desdichada quiso ahorcarse y afirmó que ella había sido la causante de todo y la que me llevaría a la ruina (ésa era la palabra que empleaba siempre) y parecía tan atormentada que a ratos tuve que consolarla yo a ella.

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