Salamina (28 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

—Adiós, Temístocles —le dijo el gigante persa, y por un momento le rozó la mano que sujetaba la lanza—. Has sido un buen señor para mí.

—No estés tan seguro de que no siga siéndolo. Confías demasiado en tus compatriotas.

Sicino chasqueó la lengua y movió la cabeza a los lados.

—Rezaré por ti a Ahuramazda, señor, para que seas recordado como un héroe.

Todos los esclavos y asistentes se retiraron entre las filas y retrocedieron más allá de la abatida.

Temístocles ocupó su puesto delante de Euforión y se volvió a su derecha para sonreír al joven Arifrón. La siguiente señal de la trompeta fue para avanzar.

Ya empieza
, pensó Temístocles.

Poco antes del amanecer, los hombres de Halicarnaso aguardaban en la playa junto a sus naves, cargadas ya con las tiendas y la impedimenta. Sangodo, al que fastidiaban sobremanera los traslados y viajes, se les había adelantado y se había metido en la toldilla que, para su comodidad, había hecho montar en la popa de la
Calisto
. Estaría durmiendo otra vez, o bebiendo vino para que no se le espabilara la borrachera. A Artemisia ya le era indiferente. Si todo iba bien y Patikara cumplía su promesa, ella dejaría de depender de su esposo. Si las cosas se torcían —significara eso lo que significase, pues no estaba muy segura de qué pretendía el enmascarado con el informe que les había pasado a los atenienses—, si se descubría su traición y venían a prenderla, pensaba seccionarse la carótida con el filo de su espada antes que brindarle a Datis el placer de torturarla en público.

Las naves fondeadas ya estaban zarpando hacia mar abierto, y pronto les tocaría el turno a los trirremes varados en la arena. Estaba previsto que los dieciséis mil soldados que se quedaban en el campamento llegaran a Atenas por tierra. Por eso, la mayoría de los barcos iban mucho más sobrados de sitio que durante la travesía de las Cíclades, lo cual se notaba en la mayor altura de sus bordos. Las únicas naves que llevaban la línea de flotación tan baja como a la arribada eran los transportes de caballería, que al alejarse de la orilla rompían el agua con cierta parsimonia, pues tan sólo disponían de la tercera parte de los remeros para impulsar el mismo peso que un trirreme normal.

Artemisia iba embutida de nuevo en la panoplia. Esta vez había elegido sus propias armas y no de las de su esposo, puesto que no pretendía suplantar la personalidad de Sangodo delante de Datis, sino dirigir a sus hombres en las operaciones de desatraque. Tenía el pálpito, además, de que el mensaje enviado por medio de su esclavo iba a acarrear consecuencias y quería estar preparada para ellas. A falta de Zósimo, el propio Fidón la había ayudado a ponerse su coraza, un peto relativamente ligero de cuero blindado con láminas de bronce, y también las grebas. Llevaba el cabello recogido y el yelmo bajo el brazo; no era un casco corintio, sino beocio, tan abierto que revelaba a las claras sus rasgos de mujer. En cuanto a la barba, no sólo no se la había puesto, sino que le había prendido fuego y se la había ofrecido a Ártemis mientras le suplicaba no tener que disfrazarse nunca más de lo que no era.

A unos doscientos metros de donde se encontraban, el escuadrón de caballería de Patikara esperaba también su momento para embarcar. Los espoliques sujetaban de las riendas a los corceles, que relinchaban y piafaban nerviosos, recordando seguramente las incomodidades de la travesía del Egeo. El propio Patikara, en lugar de aguardar a pie como los demás, estaba montado a lomos de su enorme bestia negra, que con el petral, la testera y el penacho de plumas rojas que la coronaba, parecía más grande y amenazadora. Era difícil saberlo a la distancia y bajo aquella luz mortecina, pero Artemisia tenía la impresión de que el oficial persa no hacía más que mirar hacia donde estaba ella.

Va a pasar algo
, se dijo. El corazón se le aceleró, pero no de miedo, sino alimentado por una extraña euforia. Con el cuerpo ceñido y apretado por el peso de la armadura, oliendo el cuero de las correas y del faldar que protegía sus ingles y oyendo el cascabeleo de las piezas metálicas que acompañaba todos sus movimientos, se sentía invulnerable, henchida de unas energías que, como los vientos del odre de Eolo, silbaban en su interior, pugnando por salir a la luz.

Cuando unos instantes después sonaron las trompetas y los gritos de alerta, no le sorprendió.

Unos exploradores llegaban cabalgando a galope tendido desde la tierra de nadie, y todos ellos venían gritando lo mismo.

—¡Los griegos! ¡Los griegos! Artemisia trepó por la escalerilla de embarque para gozar de un panorama algo más amplio y volvió la mirada hacia el oeste. Al principio le costó distinguir lo que veía. Pero no tardó en captar movimientos entre los árboles del olivar sagrado donde se habían refugiado los griegos, y también en la empalizada que habían improvisado derribando pinos. Los atenienses, diminutos como hormigas desde aquella distancia, salían por fin de su guarida para cerrar sus filas. Artemisia notó cómo se le erizaba la piel de los antebrazos. ¿Sería eso lo que pretendía Patikara, que los griegos se decidieran a combatir? ¿Y si era Datis quien estaba detrás de esa maniobra, si la habían utilizado a ella tan sólo para engañar a los atenienses? En ese caso, el general persa conseguiría su propósito, destruir a sus enemigos, pero también habría convertido a Artemisia en una traidora y podría tomar represalias contra ella.

—¡Diógenes! —Sí, señora.

El piloto de la
Calisto
estaba dos pasos detrás de ella, observando lo que ocurría con gesto de preocupación.

—Quiero que las naves estén listas para que baste con darles un empujón para salir de aquí.

Diógenes entrecerró los ojos.

—Aunque el jefe de la flota no nos haya dado orden para zarpar...

—Y aunque no nos la llegue a dar. Cuando yo te lo diga, nos largaremos más rápido que la
Argos
perseguida por toda la flota de la Cólquide.

La posibilidad de degollarse a sí misma siempre estaba a mano, colgando del tahalí que llevaba en bandolera. Pero la huida era una opción preferible. El mar al oeste de Grecia era vasto y las naves de Darío no lo dominaban. Fantaseó con vivir como una proscrita. En cierto modo, lo llevaba en el nombre. Su diosa patrona había tenido que vagar por tierras y mares cuando sólo era un feto, hasta que su madre encontró una isla que la acogió y la pudo dar a luz.

Los soldados persas ya acudían a sus puestos, rápidos y disciplinados. Algunos terminaban de ajustarse los caftanes y atarse los pantalones por el camino, pero todos sabían cuál era su
hazarabam
y su fila exacta. En cuestión de minutos, los batallones se formaron, listos para la batalla.

Al comprobar una vez más la eficiencia del ejército imperial, Artemisia chasqueó la lengua.

¿Cómo se les ocurría a los atenienses salir al llano? ¿No dejaba bien claro el mensaje que Datis sólo había despachado a la tercera parte de sus tropas? Los que quedaban aún eran muchos más que los griegos. Además, las mortíferas descargas de sus arcos iban a infligir tales estragos entre las filas atenienses que para cuando éstos llegasen al combate cuerpo a cuerpo, su formación sería tan sólo el remedo hecho jirones de una auténtica formación de hoplitas.

Me has decepcionado, primo
, pensó, pues estaba convencida de que la maniobra ateniense era obra de Temístocles. Lo había imaginado más prudente y cerebral. Ahora comprobaba que era igual que todos, y dejaba que lo que le colgaba entre las piernas lo arrastrara a la acción sin cavilar en las consecuencias.

Artemisia bajó la escalerilla. Fidón esperaba sus órdenes.

—¿Qué vamos a hacer, señora? —le preguntó el capitán.

Sin caer en la cuenta de que su respuesta contradecía por completo su anterior pensamiento, que a la postre se debía al despecho, Artemisia se caló el yelmo, ordenó que le trajeran el escudo y dijo:

—Es evidente, Fidón. Ocupar nuestro puesto en el ala izquierda. ¡Por fin vamos a pelear! Y, como la amazona que era, se dirigió llena de júbilo a la batalla.

Hecho el sacrificio y comprobados los presagios, Calímaco trotó hasta ocupar su lugar en el extremo derecho de la formación, en el límite entre la llanura y la playa, junto a Estesilao, el general de la Ayántide. Cinégiro, como segundo al mando de la tribu, formaba en el centro de las filas del batallón, a menos de cincuenta escudos del polemarca. Las trompetas tocaron la orden de silencio.

Sobre los nerviosos susurros de los hombres, el rumor de las olas sonaba como un arrullo casi tranquilizador.

El hermano de Cinégiro estaba a su derecha. Esquilo tenía treinta y cuatro años, dos menos que él, pero su tez tan morena y su gesto grave y reconcentrado lo hacían parecer mayor. Ambos combatían hombro con hombro, con los escudos solapados. Antes de calarse el yelmo, Cinégiro se volvió hacia su hermano y ambos se besaron en la mejilla.

—Esperemos mostrarnos dignos de nuestros antepasados —dijo el joven poeta.

—Y esperemos que el plan de Temístocles funcione —respondió Cinégiro.

Esquilo enarcó una ceja, escéptico. Cuando eran efebos que empezaban a adiestrarse con las armas, los tres se llevaban muy bien y solían compartir cenas y jaranas por el Pireo. Pero luego Esquilo empezó a componer tragedias y a presentarlas a los certámenes teatrales de las fiestas de Dioniso. Como su familia, aunque de noble cuna, no era demasiado adinerada, buscó el patrocinio de Temístocles. Por desgracia, éste ya se encontraba comprometido con otro trágico ya consagrado, el veterano Frínico, que había sido amigo de su padre.
«Cuando no se presente Frínico, yo seré tu corego»
, le prometió Temístocles. Mas Frínico escribía las tres tragedias reglamentarias año tras año, sin faltar a una sola ocasión, y Esquilo se había ido resintiendo cada vez más con Temístocles.

Además, era muy tradicionalista, y los coqueteos de Temístocles con el pueblo llano no le hacían ninguna gracia.

—Sólo es taxiarca, no general —dijo Esquilo—. ¿Qué tiene él que ver con esto? No posee autoridad suficiente.

—No te engañes, hermano. Nuestro despliegue ha sido idea suya. Incluso ha sugerido que llevemos las lanzas así.

Cinégiro se refería a la forma en que les habían ordenado empuñar la lanza cuando cargaran contra los persas. Normalmente, los soldados de una falange aferraban el astil con la palma de la mano hacia abajo y el pulgar apuntando a la parte posterior de la lanza, y levantaban el arma por encima del escudo para herir al enemigo golpeando de frente y hacia abajo. Hoy se les había instruido para empuñar la lanza al revés, por debajo del escudo y con el pulgar señalando hacia la punta. Así se llevaba en el hoplitódromo, pues era la única forma cómoda de cargar con ella a la carrera.

—Pues si la idea ha sido suya, me temo que nos encaminamos a un desastre —dijo Esquilo—.

Lo único que siento es que moriré sin haber ganado el galardón de las Dionisias.

—Escucha, hermano. Tienes que dejar de ser tan mordaz con Temístocles. Si todo sale bien, espero que seas el primero que escriba una tragedia en la que cantes sus méritos. Es un hombre mucho más inteligente y valeroso de lo que la mayoría quiere reconocer.

Antes de que Esquilo pudiera responderle, la consigna para la batalla llegó por su derecha y ambos hermanos tuvieron que repetirla y transmitirla a su izquierda.
«Nacidos de la tierra y Atenea Nike»
. La contraseña aún andaba recorriendo las filas como la onda de una comba, cuando las trompetas volvieron a sonar y los oficiales dieron la orden de calarse los cascos. Cinégiro miró un momento a los lados para asegurarse de que los hombres que lo rodeaban cumplian la orden. De repente, los ciudadanos individuales de la tribu Ayántide, sus convecinos, los hombres con los que compartía los sacrificios ante el altar, los ejercicios en la palestra y las charlas en la barbería, las tabernas y los baños, se convirtieron en guerreros de bronce sin rostro a los que las plumas que adornaban los penachos les daban un aspecto todavía más imponente y terrible. Cinégiro los miró con orgullo durante unos segundos, y después se encajó su propio casco. Era un modelo similar al de Temístocles, un yelmo calcídico que dejaba parte de la cara al descubierto, provisto de unas carrilleras articuladas para proteger las mandíbulas. Esquilo, que usaba el tradicional yelmo corintio, le regañaba diciendo que estaba loco al ofrecer el rostro como una tentación para las lanzas enemigas; pero Cinégiro era de los que pensaban que ver y oír lo que lo rodeaba suponía mucho mejor protección que una delgada capa de bronce que lo convertía en medio ciego y casi sordo.

—¡Avanzad! —gritó la voz de Calímaco, a su derecha.

Cinégiro volvió la vista allá. Al borde de la llanura, el polemarca destacaba entre los hombres que lo rodeaban por su estatura, y el gran penacho de plumas rojas que se recortaba contra el horizonte del mar lo hacía parecer aún más alto. Nadie cubría su costado. Pero Calímaco, si bien no destacaba por su lucidez ni su capacidad de decisión, era un valiente, y Cinégiro estaba seguro de que caminaría en línea recta hacia los enemigos en vez de desviarse hacia la derecha para rehuir sus lanzas.

La orden se repitió por las filas, y los atenienses empezaron a avanzar al unísono. La clave estaba en llegar todos juntos y con los escudos trabados hasta el enemigo, que los aguardaba a mil quinientos metros. Por eso marchaban marcando el paso con un monótono grito de guerra: E-le-léu, pie izquierdo, pie derecho, pie izquierdo, respirar tras las tres sílabas, dar un fuerte pisotón con el derecho y volver a empezar.


E-le-léu!... E-le-léu!... E-le-léu!
...

Con cada grito, Cinégiro sentía cómo un licor divino fluía por sus venas, despertando en sus miembros el ardor del combate. Ya quedaban sólo unos minutos para que Ares y Eníalo desataran sobre la llanura de Maratón la locura de la batalla. De pronto, le pareció que su vista se reducía y sus otros sentidos se amplificaban. Notaba cada nudo en la madera del borde interior del escudo, pues lo llevaba encajado sobre el hombro izquierdo, esperando hasta el último momento para sostener en vilo sus siete kilos de peso. Bajo sus pies, la tierra del Ática, de la que los atenienses habían nacido en tiempo inmemorial, parecía palpitar con sus pisadas, y también con el ensordecedor
Eleléu
, con el estridor de las trompetas, con los agudos trinos de las flautas que seguían a la formación. Cinégiro venteó el aire y captó la mezcla del sudor de los hombres acalorados bajo sus armaduras, el aliento vinoso del camarada que marchaba detrás de él y el aromático de la almáciga que mascaba su hermano Esquilo. Pero también el tibio perfume del aceite con el que habían limpiado el bronce y el hierro de las armas para que su brillo impresionara aún más al enemigo, el penetrante y tranquilizador aroma del cuero de correajes, petos y tahalíes, el olor grasiento y algo nauseabundo de la lanolina con que los habían untado para que no se agrietaran. De pronto entendió a Temístocles, que siempre lo captaba todo, y pensó que si su amigo se hallaba tan alerta siempre era porque vivía como si a cada minuto estuviera a punto de entrar en combate.

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