Salamina (43 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

Todo eso lo observó de un vistazo, cuando su mirada barrió la alcoba buscando posibles amenazas. Un hombre la esperaba allí. Era un joven muy bello, con el rostro maquillado, el cabello largo y negro y los rasgos lampiños de un eunuco. Sin decir nada, el joven le hizo una seña para que se acercara a él. Artemisia, conteniendo el aliento, lo hizo.

El eunuco puso las manos en los hombros de Artemisia e hizo que se girara. Estaba tan cerca de ella que pudo oler su perfume de nardos y también su sudor. No era tan salado como el de la mayoría de los hombres, sino más suave y algo dulce. Lo primero que hizo el eunuco fue quitarle el pasador del pelo. Tal vez lo había hecho por soltarle la cabellera, pero Artemisia tuvo la impresión de que obraba de forma muy consciente, sabedor de que con ese gesto la desarmaba.

¿Qué está pasando aquí?
¿Voy a tener que fornicar con un eunuco?
El joven era muy hermoso, sin duda. Artemisia había oído que a ciertos eunucos no los emasculaban del todo, sino que sólo les cortaban los testículos de manera que no podían tener hijos, pero sí dar placer a las mujeres.

La celosía se abrió y apareció otro eunuco, tan joven y hermoso como el primero. Pero detrás de él entró otro hombre de presencia mucho más imponente. Era muy alto, más de un metro ochenta y cinco, y tenía una barba larga y rizada a escalas que le recordó a Artemisia las cascadas que bajaban por las terrazas de los jardines. Vestía una casaca púrpura, bordada con festones azules y blancos.

Artemisia comprendió de repente. Nadie la había preparado para ese momento que tanto esperaba. Pero había oído lo que se hacía delante del Gran Rey, así que se inclinó hasta rozar con la rodilla derecha la moqueta roja que cubría el suelo y bajó la mirada.

—Levanta —le susurró el eunuco al oído.

Artemisia se enderezó. No había visto nunca a Jerjes, ni siquiera en la cabalgata de entrada a Babilonia, pero estaba segura de que era él. Había algo a su alrededor que electrizaba el aire, un aura de poder que sólo emanan los dioses. El Gran Rey la miraba casi sin parpadear. Sus ojos eran grandes y oscuros, como los de su hija Ratashah, y con las rayas de antimonio que los perfilaban parecían aún más negros. Por debajo de aquella barba tan majestuosa era un hombre muy guapo, con la nariz larga y algo aguileña, los pómulos altos y la frente amplia. Artemisia había oído que no se debía mirar directamente al Gran Rey, pero no se le ocurría qué otra cosa podía hacer en esa situación.

Sin decir nada, Jerjes levantó ligeramente los brazos, y el eunuco que lo acompañaba le desató la faja de seda que ceñía su caftán. Lo hizo con ademanes fluidos, rodeando a su señor sin apenas tocarlo, y luego dobló la faja con tres diestros movimientos y la depositó sobre un arcón de madera junto a la celosía.

Artemisia contuvo el aliento. El eunuco que la atendía a ella le había puesto las manos sobre los hombros para retirarle el manto. Jamás había tenido más miedo en su vida, ni cuando los atenienses embistieron contra ellos en Maratón entonando el salvaje peán. Respiraba en pequeñas bocanadas, tratando de no hacer ruido, pues cualquier gesto de más se le antojaba un sacrilegio. El criado del rey había despojado ya a Jerjes de la casaca. Debajo llevaba una túnica blanca cerrada por una larga hilera de botones de oro. El eunuco los fue desabrochando con rapidez, pero sin dar sensación de apresuramiento. Lo que más asustaba y fascinaba a Artemisia era que Jerjes apenas se movía.

Mientras el segundo eunuco desnudaba el torso del rey, el primero soltaba los broches que cerraban el quitón de Artemisia. Cuando la túnica resbaló al suelo y sintió su suave roce desde los hombros hasta los tobillos, Artemisia encogió el estómago. Quería taparse los pechos, darse la vuelta, hacer algo, pero no se atrevía casi ni a respirar.

El eunuco empezó a desatarle el
perizoma
. Al hacerlo, tuvo que introducir sus dedos entre la tela y la carne, y le rozó las caderas y las nalgas. Era un contacto suave, casi femenino, discreto pero no tímido. A Artemisia se le erizó la piel de los brazos y la espalda. Aunque no se atrevía a mirarse a sí misma, porque tenía los ojos clavados en Jerjes, notó cómo los pezones se le endurecían. El criado le retiró por fin el
perizoma
y ella quedó desnuda en el mismo momento en que los pantalones de Jerjes caían al suelo. Sólo entonces el monarca se movió, levantando primero un pie y luego el otro, y salió de su propia ropa como si brotara del mar. Jerjes, Rey de Reyes, estaba ante ella tal como había venido al mundo, cuando Artemisia había oído que los persas no se desnudaban nunca delante de otras personas, ni siquiera en el lecho.

Jerjes era majestuoso incluso sin ropa. Su cuerpo estaba depilado, salvo en el pubis, y no se advertía en él cicatriz alguna. Tenía los músculos de una estatua, separados por nítidas líneas rectas, y unos hombros cuadrados en los que se marcaban las anchas clavículas.

El Gran Rey dio un paso hacia Artemisia, y luego otro. Al verlo avanzar, a ella se le antojó un kouros, una de esas grandes esculturas de piedra que representaban a jóvenes semidioses desnudos con los brazos pegados a los costados. Pero la leve sonrisa que iluminaba los rostros de los kouroi estaba ausente del rostro de Jerjes. Sus movimientos eran rígidos y a la vez naturales, y Artemisia pensó que si las montañas caminaran, lo harían así.

Jerjes se detuvo junto al lecho, a poco más de dos pasos de Artemisia. Era tan alto que los ojos de ella le quedaban a la altura de los pectorales. El silencio era cada vez más espeso e innatural.

Jamás en su vida se había sentido tan desnuda.

El primer eunuco apartó el visillo del lecho y tomó de la mano a Artemisia para llevarla a él. El joven la hizo sentarse y luego, con delicadeza, le levantó las piernas para ponerlas en la cama, le giró el cuerpo y, casi sin ejercer fuerza, la tumbó y le entreabrió los muslos. Después se retiró junto al otro eunuco. Ambos se quedaron junto a la puerta, mientras Artemisia se sentía como una oveja tendida en el altar y esperando el hacha del sacerdote.

Jerjes subió a la cama y se puso sobre Artemisia sin tocarla, sosteniéndose a pulso sobre las manos. Ella comprobó con un estremecimiento que el Gran Rey ya estaba preparado, y se preguntó si pensaba penetrarla así, sin más preámbulos. Aquel cuerpo descendió sobre ella, grande y broncíneo, como Urano debió bajar al principio de los tiempos para cubrir a su esposa Gea.

Artemisia vio los brazos del rey a ambos lados de su cabeza, sus músculos palpitando ligeramente al cargar su peso. ¿Acaso no pensaba tocarla? Le llegó el perfume del rey. Él sí olía a sal, y también a un aceite impregnado de un aroma frutal que a Artemisia le resultó extrañamente infantil. Pero lo que se acercaba a sus muslos no era nada infantil. Apretó los dientes, preparándose para el dolor.

Por culpa del miedo, no se había dado cuenta de que su cuerpo ya había respondido por ella.

Estaba húmeda, mucho más de lo que se imaginaba, y cuando el Gran Rey entró en su cuerpo, su miembro se deslizó con la facilidad con que el espolón de la
Calisto
hendía las olas.

Fue un acto extraño, preñado de raras sensaciones que Artemisia nunca había experimentado.

Por encima de los hombros del rey veía el dosel y los visillos, las luces que se reflejaban bailando en la pedrería de las paredes como espíritus juguetones, y también los rostros de los eunucos, que seguían junto a la puerta sin perder ripio de lo que pasaba en la cama. Artemisia seguía inmóvil, con los brazos pegados a los costados y los muslos abiertos mientras ese cuerpo de roca se movía sobre el suyo. No se atrevía a tocarlo, por temor a profanar algo. ¿Y si le caía un rayo del cielo, como le ocurrió a la infortunada Sémele cuando yació con Zeus? Su cuerpo se rozaba con el de Jerjes sólo donde el movimiento lo hacía inevitable, de tal modo que todas sus sensaciones se concentraban en el vientre. En cierto modo, no había tenido un amante peor ni más desatento en su vida. Y, sin embargo, de pronto le subió un intenso calor por dentro y comprendió lo que le iba a pasar. Quiso detenerlo, pero era inevitable. Su vientre y sus glúteos se contrajeron a la vez, y luego su estómago, en oleadas de placer que eran casi dolorosas. Al aguantar la respiración para no emitir ningún ruido se le aceleraron aún más los latidos del corazón, se sintió asfixiar y, al final, no pudo evitar que se le escapara un gemido ahogado. Pensó que había quebrantado algún protocolo y que la iban a matar por ello; pero no debía ser así, porque los dos eunucos sonrieron mientras cuchicheaban entre ellos.

En el mismo momento en que Artemisia se esforzaba por no gritar, Temístocles intentaba también reprimir sus gritos con menos fortuna.

La noche anterior lo habían traído al palacio de Nabucodonosor, aunque entraron por una poterna lateral que desembocaba en el primer patio. Le habían hecho bajar a las bodegas del edificio, y despues descendieron por otras escaleras más angostas y resbaladizas hasta llegar aunas mazmorras excavadas ya en la roca viva. Lo encerraron en una celda a solas, mientras que a Sicino se lo llevaban a otra. Era una estancia fría, de paredes y suelo desnudos, sin tan siquiera una estera de esparto para tumbarse. Había un agujero hediondo en un rincón que hacía las veces de letrina, y nada más.

Allí pasó toda esa noche y también el día siguiente, aunque como no había luz alguna que le sirviera de referencia, pues la puerta ni siquiera tenía una rejilla y no le trajeron alimento ni bebida, perdió la noción del tiempo. Cuando vinieron a buscarlo de nuevo, acababa de anochecer, pero él lo ignoraba y creía que era, como mucho, mediodía.

Sin salir de las mazmorras, lo llevaron a otra sala alumbrada con hachones, más grande y alargada que el calabozo donde lo habían tenido encerrado. Gracias a las llamas no hacía tanto frío, aunque el olor a humedad rancia y a sangre de res destazada le dio mala espina. Había tres mesas de madera. Dos de ellas tenían grilletes y abrazaderas remachadas sobre las tablas, y en la tercera se veían diversas herramientas de bronce y de hierro: leznas, tenazas, mazos, clavos y hierros retorcidos. Junto a una de las paredes montaban guardia cuatro lanceros. En el centro de la sala había dos esclavos babilonios vestidos con faldas de esparto que les llegaban hasta los pies y dejaban al descubierto sus torsos mantecosos. A uno de ellos le faltaban la nariz y las orejas y tenía el cráneo y la barba afeitados, lo que hacía parecer su cabeza una siniestra y gordezuela calavera.

Sicino estaba allí también, sentado en un taburete y cargado de cadenas. Era evidente que el tamaño y la corpulencia de su esclavo amedrentaban a sus captores. Con Temístocles no se habían molestado en tomar tantas precauciones.

Poco después entró un hombre que vestía un caftán turquesa y llevaba un sable atravesado en el fajín amarillo. Temístocles lo había visto desfilar al frente de mil jinetes el día en que las tropas de Jerjes entraron en Babilonia. El esclavo de Izacar le había dicho que se trataba de Mardonio, el primero entre los generales de Jerjes. Debía tener unos treinta y cinco años, era un hombre corpulento y de mediana estatura, y llevaba el cráneo rasurado, bien fuera porque se le caía el pelo o por capricho personal. Tenía la barba rizada y teñida de rojo. Debía habérsela untado con algún tipo de grasa que la mantenía tan rígida como si estuviera esculpida en piedra.

Por un lado, le preocupó que hubiera acudido a interrogarle un personaje tan elevado como Mardonio. Por otro, le tranquilizaba algo comprobar que los persas le concedían cierta importancia.

El mayor temor que lo había atormentado durante su encierro en la celda era pensar que se olvidaran de él y lo dejaran morir allí de hambre y sed, o que le taparan la cabeza con una capucha, lo estrangularan con un dogal y después lo enterraran en una zanja o lo arrojaran al río. No le daba miedo morir, pero sí hacerlo de forma anónima y desaparecer del mundo a oscuras, sin dejar huella, como si nunca hubiera existido.

—¿Quién eres? —le preguntó Mardonio por medio del intérprete que lo acompañaba.

—Entiendo el griego, pero no es mi idioma —respondió Temístocles en arameo—. Me llamo Pisindalis y soy de Caria, señor.

—Me han dicho que ése no es tu nombre —dijo Mardonio, recurriendo él también al arameo. Lo hablaba con un acento muy fuerte y omitía la mitad de los ásperos sonidos laringales propios de esa lengua—. Me han dicho que te llamas Temístocles y que eres ateniense.

—No sé quién te ha podido contar eso, señor, pero está confundido. Mi nombre es Pisindalis, y nunca he estado en Atenas.

—Temístocles quebró la voz para parecer aún más asustado de lo que estaba—. Soy un humilde vinatero que ha venido a Babilonia a vender unas ánforas de vino de Lesbos.

Mardonio le escuchó sin decir nada, con las manos entrelazadas tras la espalda. Después se apartó de él, se acercó a Sicino y le tiró de la barbilla hacia abajo para verle mejor la cara a la luz de un hachón.

—Yo te conozco —dijo Mardonio, ahora en persa—. Recuerdo esa cicatriz. Fue... Fue en la campaña de Tracia, hace mucho tiempo. ¿Cómo te llamas? Sicino miró un instante a Temístocles, como diciendo:
No tengo más remedio
.

—Mitranes, hijo de Bagabigna, señor.

—Recuerdo que te había caído un rayo, y fuiste el único que se salvó de tu pelotón. Después te destiné a la flota. Pensaba que habías muerto con los demás.

—Estuve a punto de ahogarme, señor —dijo Sicino, y añadió de forma más bien superflua—:

Pero no me ahogué.

—¿Qué haces acompañando a ese hombre, Mitranes? ¿Por qué ya no vistes como un persa? La nuez de Sicino se movió arriba y abajo, tragando saliva.
Se acabó
, pensó Temístocles.

Mientras pensaran que era cario y que se trataba de un malentendido, todavía albergaba esperanzas de salir vivo de aquel lugar. Pero en cuanto Sicino abriera la boca y revelara su identidad, estaba perdido.

—He jurado por Ahuramazda no decirlo, señor. No puedo faltar a la palabra que le di a Mitra si no quiero sufrir la perdición eterna.

Mardonio se quedó mirando el cordel que ceñía la túnica de Sicino con tres vueltas, y tocó sus nudos con los dedos.

—Veo que llevas el
kusti.
¿Eres un verdadero
Mazdayasna
?

—Intento serlo, señor. Cuando llegue al puente de Chinvat, no quiero caer al infierno por culpa de las mentiras.

Mardonio se volvió hacia los lanceros.

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