Salamina (80 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

—Déjale hablar —intervino Cimón—. Más agravios tengo yo contra ti, y he aceptado compartir la mesa contigo. Sigue, Temístocles.

—Gracias, Cimón. Sí, estaba hablando de unidad. Esa unidad que está a punto de desmoronarse. A nuestros aliados los mueven intereses y temores distintos de los nuestros. Sobre todo temores. Ellos tienen todavía mucho que perder, mientras que nosotros ya hemos perdido casi todo.

—Todo —le corrigió Calias.

—He dicho casi todo, y lo he dicho bien. Aún nos queda la muralla de madera de Atenea.

—Todo el mundo sabe que ese oráculo lo amañaste tú.

—Intenté amañarlo, pero no lo conseguí —reconoció Temístocles. Su sinceridad desconcertó a los demás, como pretendía—. El oráculo que yo había preparado hablaba de Artemisio, no de Salamina. En aquel momento me negaba a reconocer que éste es el único lugar donde podemos vencer a la flota griega, porque eso suponía la destrucción de Atenas. Os aseguro que los versos de la muralla de madera no son míos.

—Querría creerte —dijo Arístides—. Pero a lo largo de tu carrera no me has dado motivos para confiar en tu sinceridad.

—No negaré que he recurrido a todo tipo de artimañas para ganar esta guerra. Pero lo he hecho por la grandeza de Atenas. —Aquello avivó el interés de Arístides y Cimón. Eran dos guerreros de espíritu homérico que no podían sino reaccionar al escuchar la palabra «grandeza» del mismo modo que Aquiles reaccionaba al oír trompetas de guerra—. Aunque os digan que he recibido sobornos, lo cierto es que he empeñado mi propia fortuna por el bien general. Si Euribíades no ha dado aún la orden de abandonar Salamina es porque le pagué personalmente cinco talentos y le prometí otros tres.

—El soborno no sólo corrompe a quien lo recibe, sino también a quien lo da —dijo Arístides. Era una frase que solía citar, pero en esta ocasión la pronunció con menos convicción que otras veces.

—Dejad entonces que esa corrupción recaiga sobre mí y ensucie mi espíritu. Porque gracias a ella tenemos esperanzas de vencer. Como os decía, ya es bastante difícil lograr que los griegos actuemos unidos. Por eso no debemos agravar la situación con disensiones entre nosotros los atenienses.

Jantipo, que había estado callado más tiempo de lo habitual en él, dio un largo trago de su copa y soltó una carcajada.

—Es muy fácil acabar con esas disensiones. Quítate de en medio. Desaparece de la política y verás cómo todos coincidimos en que, por una vez, has hecho algo bien.

—Eso es justo lo que os propongo, nobles eupátridas.

Los cuatro se quedaron mirándolo con expresión de estupor.

—Explicate —dijo Arístides, incorporándose en el diván.

—Es muy sencillo. Calias ha dicho que en una negociación cada parte plantea a la otra lo que quiere. Y lo que yo deseo es esto: que respetéis mi mando de autocrátor. Como ya os he dicho, tenéis más influencia y poder que los arcontes, los generales o los miembros del consejo. Declarad abiertamente ante el pueblo ateniense que confiáis en mí. Después, dejadme las manos libres para que derrote a Jerjes a mi manera. —Mirando a Arístides a los ojos, añadió—: Porque sé que puedo hacerlo.

—¿Y cuál es la contrapartida? —preguntó Cimón.

Sin apartar la mirada de Arístides, Temístocles dijo:

Haced lo que os pido y os libraréis de mí. Juro solemnemente que si me apoyáis ahora, Temístocles hijo de Neocles no se presentará nunca más a las elecciones para general. Os daré la victoria, y después desapareceré.

Al día siguiente, con las manos derechas entrelazadas dedo por dedo, Arístides y Temístocles proclamaron solemnemente:

—¡Aquí enterramos nuestra enemistad hasta que hayamos acabado la guerra contra los persas!

Estaban en la playa de Cicrea, donde varaba la flota ateniense. Todos los ciudadanos, decenas de miles, se habían congregado alrededor de los dos hombres, que habían excavado un hoyo en la arena de la playa. El sol de la tarde alargaba sus sombras y exageraba la diferencia de estatura entre ambos.

En medio de un silencio expectante, Temístocles y Arístides se agacharon sobre el agujero, metieron las manos enlazadas en él y dijeron:

—Sean testigos y garantes Hades y Perséfone, que desde ahora guardarán nuestras diferencias en las profundidades de la tierra.

—Después de tapar el hoyo, se incorporaron, separaron las manos y las levantaron sobre sus cabezas para mostrar que lo que hubiera entre ambos había quedado sepultado bajo la arena. Un gran clamor se levantó entre la multitud y, como si el ejemplo de los dos políticos hubiera cundido, cada hombre se abrazó con el compañero que tenía al lado. Por un momento, a la vista de su ciudad arrasada y de una flota que los duplicaba en número, todos creyeron que la victoria era posible.

—Siempre has tenido talento para la escenificación, Temístocles —reconoció Arístides—. Espero que ahora consigas montar un decorado igual de convincente para tu batalla.

Temístocles volvió a agarrar la mano de Arístides para mantenerla en alto y sonrió a la muchedumbre mientras ésta los aclamaba.

—Ya tengo algo pensado —contestó—. Todas las naves que nos quedan están reparadas. Pero no nos vendría mal que cambiara el viento.

—En ese caso, amigo mío —dijo el eupátrida—, antes de cenar hagamos un sacrificio a Eolo.

Acrópolis de Atenas, mismo día

M
ientras los dos políticos atenienses zanjaban sus diferencias, Artemisia contemplaba el atardecer desde la roca sagrada de Atenas. Había subido por primera vez el día anterior, muy temprano, junto con los Pisistrátidas, hijos y nietos de Hipias. Tras ordenar la destrucción de la Acrópolis, jerjes parecía haberse arrepentido. Al fin y al cabo, se hallaban lejos de su tierra, en un país donde reinaban divinidades extranjeras. Por eso había decretado que se celebraran sacrificios en la Acrópolis para congraciarse con ellas. Lo cual dio que pensar a Artemisia: tal vez el Gran Rey no estaba tan convencido de que sólo existía un dios como quería hacer creer.

Los soldados habían arrasado y saqueado todos los santuarios y templetes, pero el botín obtenido no era demasiado suculento. Los atenienses habían tenido la precaución de llevarse todo el oro y la plata, e incluso las incrustaciones de las estatuas. Aun así, entre maderas calcinadas, cascotes, restos de cerámica y columnas derribadas, Artemisia alcanzó a sospechar cómo debía haber sido aquel lugar en todo su esplendor. Tal vez porque se acercaban aquellos días del ciclo lunar en que estaba más sensible, sus ojos se empañaron. No quería que nadie viera sus lágrimas, de modo que se las secó y se mordió el labio.

Ahora, en cambio, estaba sola. Había subido con su primo Palamedes y una guardia de hoplitas, pero les había pedido que la esperaran en la escalinata que daba acceso a la Acrópolis. Tenía todo el monte sacro a su disposición. Lo recorrió despacio, leyendo las inscripciones que aún podían descifrarse en las columnas. Entre los saqueadores debía haber jonios también, pues sobre muchas de ellas habían pintarrajeado con tizne mensajes obscenos y penes y vulvas grotescos.

Debajo de un tablón renegrido había algo que brillaba. Apartó la madera con el pie y se agachó. Era una estatuilla de Ártemis pintada en vivos colores. La diosa vestía una túnica corta que dejaba ver sus rodillas y estaba disparando a algún animal, o tal vez a los Nióbidas. Con la caída, el arco y la flecha se habían partido, pero el resto estaba intacto. Artemisia pensó que era un buen presagio y decidió quedársela.

En su deambular llegó junto a los restos de otro santuario. En él había un pozo de cuyo brocal derruido colgaba una cuerda. Tiró de ella y sacó un balde a medio quemar. Metió la mano por curiosidad, tomó un poco de agua en el cuenco de la palma y bebió. Estaba salada.

Recordó que de niña alguien le había narrado un mito ateniense. Poseidón y Atenea competían por convertirse en los patrones del Ática. Su disputa se dirimió en la cima de la Acrópolis. El dios clavó en la roca su arma, el tridente que provoca seísmos y maremotos, y al hacerlo brotó un manantial que ofreció a los atenienses. Por desgracia, el agua era salada como correspondía al rey del mar. En cambio, cuando Atenea hincó su lanza en el suelo, de éste brotó un olivo de ramas retorcidas cargado de aceitunas.

Por no tener que obedecer a una hembra, los varones atenienses votaron a favor del patronazgo de Poseidón, pese a que su don era inútil. En cambio, las mujeres, que eran más numerosas, eligieron a Atenea y vencieron. Desde entonces Atenea brindó su nombre y su protección a la ciudad; pero los varones, resentidos con sus esposas, les retiraron el derecho a votar y las encerraron en sus casas para que se limitaran a tejer lana y no volvieran a injerirse en el gobierno de la ciudad.

Fue mi abuela quien me lo contó,
se dio cuenta Artemisia. Fiel a sus convicciones, Tique aseguraba que aquel mito representaba la llegada de los hombres del norte, de los griegos que habían derrocado a la Gran Diosa y la habían sustituido por sus propias divinidades.

Artemisia se volvió y buscó el olivo sagrado. Lo habían aserrado a la altura de su cintura y, no conformes con ello, habían quemado el tronco, que estaba prácticamente hueco. Sin embargo, de él salía un retoño de medio metro, plagado de hojas y diminutas flores blancas. Artemisia pensó que era imposible que los saqueadores hubieran pasado por alto aquella rama. ¿Cómo había podido brotar en tan pocos días? Del mismo modo que acababa de interpretar el hallazgo de la estatuilla como un buen augurio para ella, ahora se temió que aquel vástago nuevo significara que Atenas podía resurgir de sus cenizas y causarle problemas al Gran Rey.

La textura de las sombras le hizo presentir que el sol se iba a poner. Se dirigió al pretil que bordeaba la cara sur de la Acrópolis para contemplar el crepúsculo, pero antes de llegar reparó en algo raro y se detuvo. Retrocedió unos pasos y vio un pedestal de mármol que, aunque la estatua que sustentaba había desaparecido, aún se mantenía en pie y conservaba íntegra su inscripción.

Soy la Aguadora. Temístocles, hijo de Neocles, del demo de Frear, arconte, me consagró a Atenea gracias a las multas impuestas a los que robaban o desviaban el agua.

El corazón se le aceleró como le pasaba siempre que oía el nombre del padre de su hijo. Llevada por un impulso indescifrable, depositó en el pedestal la figurilla de Ártemis, que quedaba ridículamente pequeña sobre aquella peana. Después, con una silenciosa plegaria a la diosa, se apresuró a llegar al antepecho y asomarse.

El sol estaba rozando el horizonte más allá de Salamina. Los enemigos del Gran Rey se hallaban en aquella isla. Prácticamente cercados, pero protegidos por la angostura del estrecho.

Allí abajo estaba también Temístocles, el hombre que con su sola voluntad impedía que los últimos reductos de resistencia griega se rindieran al Imperio Persa. Artemisia lo recordó sin uñas, con la espalda surcada de heridas, obligado a arrodillarse ante Jerjes. Y, sin embargo, había dicho:
«Volveré a detenerte».

En ese momento, mientras el disco del sol terminaba de desaparecer bajo el manto de la tierra, el suelo empezó a moverse a los lados. Artemisia se agarró al pretil para no caer. Al oír cómo los escombros traqueteaban a su alrededor, tuvo la absurda ocurrencia de que una racha de viento extremadamente fuerte estaba zarandeando la cima de la Acrópolis, y se preguntó si conseguiría derribarla. Luego, casi en el mismo momento en que las sacudidas terminaban, se dio cuenta de que se trataba de un terremoto. Recordó otro que había sentido en Halicarnaso. Era muy niña y estaba en la cama, y al día siguiente pensaba que lo había soñado hasta que su padre le dijo que no, que había sido un temblor. La sensación había resultado tan desconcertante entonces como ahora.

Artemisia tuvo una súbita premonición y volvió al pedestal grabado con el nombre de Temístocles. La pequeña columna de mármol seguía en pie, pero la estatuilla de Ártemis había caído al suelo y se había partido en dos.

Al ver aquella señal, Artemisia albergó la firme convicción de que iba a morir en breve. Y Temístocles sería su verdugo.

Salamina, 19 de agosto

N
o era la primera vez que Sicino acompañaba a Temístocles a una reunión de generales. Estaba convencido de que no se parecían nada a los consejos de guerra del Gran Rey. Aquí todos gritaban y se quitaban la palabra unos a otros, e incluso se insultaban. Delante de Jerjes, tal falta de modales habría acarreado al infractor una buena tanda de latigazos o algo peor. En realidad, Sicino no sabía qué castigo estaba previsto en tales ocasiones, pues la pura idea de quebrantar el protocolo real se le antojaba inconcebible.

Pero los griegos no entendían de protocolo ni de respeto. Sicino había visto cómo un general llegaba al extremo de agarrar de las manos a otro que estaba hablando para así interrumpirlo. Aquella reunión estuvo a punto de acabar a puñetazos.

Por eso Temístocles insistía en que lo escoltara.

—En una de esas discusiones, con la excusa de un arrebato de ira, alguien podría intentar asesinarme —le dijo mientras se dirigían a la bahía de Silenia, donde estaba varada la nave del almirante espartano—. Entre nosotros anidan muchos traidores, más cerca de lo que creemos.

Sicino tragó saliva y miró al suelo.
Yo no soy un traidor,
se dijo. No le quedaba más remedio que obedecer las órdenes de sus superiores, y las de Mardonio habían sido terminantes: espiar a Temístocles. Pero una machacona vocecilla interior le repetía:
Mardonio no manda más que Mitra.

Desde el pequeño seísmo que había sacudido la isla, Sicino llevaba dos noches seguidas soñando con la mina del Laurión. Volvía a trabajar en ella y se arrastraba por un túnel tan angosto que se quedaba atorado sin poder avanzar ni retroceder, mientras el compañero que llevaba la linterna delante de él lo abandonaba dejándolo a oscuras. Después, el suelo temblaba y empezaba a caerle tierra en los ojos y la boca. La arena áspera se le metía entre los dientes y también dentro de la garganta, ahogando sus gritos. Cuando estaba a punto de asfixiarse, el juez Mitra se le aparecía y le recordaba:
«Sirve con rectitud a tu nuevo señor, y no mientas más».
Sólo entonces Sicino abría los ojos y se incorporaba de golpe en la cubierta de la
Artemisia,
empapado en sudor y con el corazón desbocado. Le atormentaba la posibilidad de no despertar. ¿Qué ocurriría si se asfixiaba dentro de la mina durante el sueño? ¿Moriría de verdad y se precipitaría en el infierno?

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