Las innumerables tropas de Jerjes se disponían a contemplar la batalla, pintando aquella escarpada costa de abigarrados colores. Sin duda la mancha púrpura que se veía por encima de la Farmacusa Menor debía de ser el toldo que cubría el trono de Jerjes. Se decía que sus ejércitos combatían con redoblada bravura cuando sentían encima la mirada del Gran Rey. Pronto sabrían si era verdad.
El escenario está preparado,
pensó Temístocles. Era hora de empezar la representación.
Se detuvo un instante antes de dar la orden. En el mismo momento en que el sol terminaba de salir sobre el Himeto, un soplo de aire rozó su mejilla derecha. Se notaba tibio y sofocante, pero Temístocles lo bendijo. Era el detalle que le faltaba a su decorado, la bendición que llevaba días rogándole a Eolo. Sabía que ese viento había venido desde la lejana Libia, arrastrando el calor de sus desiertos y recogiendo por el camino la humedad del mar. La experiencia le decía que si él lo sentía así en su posición, al socaire de la larga cola de Cinosura, los barcos que navegaban pegados a la costa del Ática recibirían su soplo con mucha más fuerza. Y, en efecto, las aguas de aquella zona ya empezaban a rizarse con cabrillas blancas.
Heráclides se volvió hacia Temístocles. También había reparado en aquello.
—Oh, oh —le dijo—. Vamos a tener problemas.
—Más problemas tendrán ellos, que tienen la borda más alta y llevan la cubierta atestada.
Se hallaban a poco más de quinientos metros de la flota persa. Había llegado el momento.
—¡Socles! —gritó Temístocles. Uno de los hoplitas que servía en cubierta se volvió. Aparte de sus armas, llevaba una trompeta sobre las rodillas—. ¡Ahora!
El joven, que iba sentado como los demás, se levantó, tomó aire y tocó las vibrantes notas de la
Epitropé,
la llamada para cargar.
Las piezas estaban dispuestas. Ahora los dioses decidirían. Él poco más podía hacer.
M
ucho antes del alba el Gran Rey había celebrado sus sacrificios matinales y las libaciones en honor de Ahuramazda para rogarle que en aquel día señalado concediera la victoria a sus hijos. Después toda la comitiva real se dirigió al puesto de observación. Los sirvientes lo habían instalado cerca de un santuario de Heracles, héroe al que los griegos consideraban el más importante de todos, pese a que sus hazañas, al menos tal como se las habían narrado a Mardonio, eran más dignas de una bestia que de un ser humano.
Habían levantado el estrado para el sitial de Jerjes en la ladera del Egáleo, a unos cincuenta metros de altura sobre el mar. No ofrecía una vista de águila, pero permitía dominar todo el estrecho. Mardonio tenía a su izquierda el promontorio de Cinosura que lo cerraba, grisáceo y borroso en la distancia. Desde allí la flota persa se extendía como una línea interminable. La vanguardia ya había sobrepasado el puesto de observación, y sin embargo seguían entrando barcos en el estrecho, desplegados en escuadras de treinta naves, cada una de las cuales desfilaba en tres hileras paralelas.
En línea recta con el mirador se hallaban ambas Farmacusas. La Menor se encontraba prácticamente a sus pies, a unos cien metros de la orilla. Por allí acababan de pasar los primeros barcos. Aunque hasta entonces habían navegado pegados a la costa, en aquel punto habían tenido que apartarse de ella. Los bloques de piedra utilizados por los zapadores para emprender la construcción del terraplén no habían conseguido alcanzar el islote, pero ahora formaban una escollera que obstaculizaba el paso de las naves.
Al ver cómo esa primera escuadra tenía que refrenar su marcha y las tres líneas de barcos, que hasta entonces parecían trazadas a escuadra, se desordenaban, Jerjes chasqueó la lengua. Mardonio lo miró con preocupación. En el Gran Rey, ese leve gesto equivalía a una retahíla de blasfemias. Lo cierto era que no habían tenido en cuenta aquellas rocas. El pequeño desbarajuste en la vanguardia se fue transmitiendo a las escuadras que venían detrás. Para no chocar con las unidades que tenían delante, algunas se desviaban a babor y se acercaban más a las aguas del centro del estrecho. En sí eso no parecía un gran problema. Pero en algunos puntos había dos escuadras navegando en paralelo, lo que quería decir que cuando llegara el momento de atacar, unas bloquearían el camino de otras.
—Estos fenicios no son tan buenos navegantes como alardeaban —murmuró Hidarnes, a la derecha de Mardonio.
Aparte del jefe de los Diez Mil, se veía a muchos otros personajes de la corte en las inmediaciones del estrado, todos deseosos de compartir el triunfo con el Gran Rey. Los generales de las divisiones de la
Spada,
los oficiales más destacados, los jefes de los contingentes que aportaban los diversos pueblos. También sacerdotes y adivinos, magos que seguían las prédicas de Zaratustra y otros que se mantenían fieles al politeísmo de sus ancestros —como hacía el propio Mardonio, aunque en secreto por no ofender a Jerjes—. No faltaban los Pisistrátidas, Damarato y toda la caterva de traidores y renegados griegos, incluyendo al espía ateniense Euforión.
De momento, su informe había demostrado ser fidedigno, al menos en parte. Los barcos que habían montado guardia hasta poco antes del amanecer en la entrada oriental del estrecho no detectaron señal alguna de Temístocles ni de su escuadra. Pero hacía ya más de una hora que los navíos corintios habían zarpado de su ensenada con las velas izadas y las luces encendidas. Al pronto, a Mardonio le pareció que había al menos tres escuadras y supuso que los atenienses habían decidido escapar finalmente por el lugar más alejado del campamento persa y, por tanto, más seguro. Cuando fue clareando, se dio cuenta de que las luces que llevaban los barcos lo habían engañado; no podían ser más de cincuenta.
En ese caso, ¿dónde estaban todas las demás naves? Frente a ellos, al otro lado del estrecho, se hallaba el fondeadero de la flota ateniense. Allí se veían algunas hogueras, pero no más que otros días a esas mismas horas, y la Farmacusa Mayor les tapaba casi toda la vista. El observador que miraba por el tubo mágico no había logrado distinguir gran cosa, ya que aquel objeto que Mardonio le había confiscado a Temístocles agrandaba las imágenes, pero a cambio las deformaba y difuminaba la luz.
Pero conforme los minutos pasaban, el cielo se iba aclarando y las sombras se materializaban en perfiles y objetos. Aunque la atmósfera seguía turbia, Mardonio observó movimiento al otro lado del canal, como si la propia línea de la costa se adelantara.
Eso no puede ser,
pensó. Ni por un momento había dudado de que hoy iban a presenciar primero un intento de estampida y luego una matanza. Estaba demasiado acostumbrado a la desunión, la cobardía y la codicia de los griegos. Siendo bastante más joven había luchado en Lade, donde casi la mitad de la flota griega desertó en plena batalla. No había tenido ningún problema para sobornar al oráculo de Delfos, el centro más sagrado de la religión griega. Varios éforos y magistrados espartanos comían en su mano como aves de corral. Incluso en la rebelde Atenas tenía agentes como el Alcmeónida Euforión.
Y, sin embargo, lo que estaba viendo Mardonio no era ninguna desbandada. La flota enemiga se estaba desplegando por ambos lados de la Farmacusa Mayor, y no para huir, sino en formación de combate.
La sombra de la montaña que se proyectaba sobre el estrecho se fue encogiendo conforme el sol se levantaba en el cielo. Cuando dejó al descubierto a la flota griega, la luz del amanecer arrancó destellos dorados de los escudos de los guerreros y de los espolones que hendían el agua. Mientras durante unos segundos la armada persa aún seguía sumergida en la sombra, Mardonio recordó relatos de supervivientes de la batalla de Maratón. Allí también se había visto un reflejo igual cuando los atenienses cargaron poseídos por los demonios.
Mardonio sabía perfectamente que no se trataba de ningún fenómeno sobrenatural, pues los trirremes griegos estaban navegando enfilados hacia el sol. Pero sus tripas no debían ser tan conscientes de ellos y se contrajeron en un retortijón supersticioso. Miró a Jerjes. El Gran Rey tenía la mirada clavada en los barcos enemigos, impertérrito y silencioso. Pero la gota de sudor que cayó sobre sus cejas antes de que el toallero real tuviera tiempo de enjugarla era muy humana, e hizo pensar a Mardonio que Jerjes también se estaba acordando de Maratón.
—¿Qué prodigio es ése? —preguntó Hidarnes, a su lado.
El jefe de los Diez Mil no se refería al reflejo del sol. Hombre de tierra adentro, lo que estaba viendo en el agua no tenía explicación para él. Mardonio miró a su izquierda. Una línea que partía de la punta de Cinosura parecía dividir las aguas en dos. La zona por la que navegaban los griegos se veía más lisa y brillante, casi como un espejo, mientras que en las cercanías de la costa por la que navegaba la flota persa las aguas se habían picado y empezaban a aparecer crestas blancas sobre las olas.
—No es ningún prodigio —respondió Mardonio.
Aunque no fuese un lobo de mar fenicio, tenía suficiente experiencia para saber lo que estaba pasando, y el flamear del aire en el dosel púrpura se lo confirmaba. Se había levantado un fuerte viento que entraba por el canal, soplaba paralelo a la costa y revolvía las aguas, mientras que en la zona protegida por el largo promontorio de Cinosura los griegos avanzaban sobre una superficie mucho más calmada.
Aquel viento de popa impulsaba a las naves persas. Pero, teniendo en cuenta que debían maniobrar a babor para enfrentarse a la acometida griega, no era ninguna bendición.
Mardonio vio un movimiento a su derecha con el rabillo del ojo. El traidor Euforión, que hasta hacía un momento estaba departiendo con los Pisistrátidas, trataba de escabullirse subrepticiamente entre la multitud de cortesanos.
—Coged a ese hombre —ordenó a dos lanceros, y añadió mascullando para sí—: Si esto es lo que sospecho, alguien va a pagar por ello.
M
ientras otras trompetas respondían a babor y estribor y sus ecos se extendían por todo el estrecho, Temístocles dio una orden para que se la transmitieran a los remeros:
—¡Boga de ataque!
Bajo la cubierta se oyó un
aaa-úmmpffff
colectivo y el agudo trino de la flauta aceleró su ritmo. Los remos se hundieron con más fuerza. Temístocles conocía la sensación. Cuando se bogaba a ese ritmo, el remero tenía la impresión de que el agua se volvía sólida, la pala se quedaba clavada en ella y al hacer palanca empujaba al resto de la nave. En realidad, el remo se deslizaba igual o mejor que antes. Era la propia potencia del golpe la que causaba esa ilusión de dureza.
Sentía en el trasero cada arreón de los remos, brindando más impulso a la nave mientras se dirigían hacia los costados de los enemigos. Ya les llegaban las trompetas de los persas, y también sus gritos, aunque Temístocles apenas podía oírlos sobre los ruidos de su propia flota. Abajo, los remeros entonaban su monótono cantar, poniendo en él toda la fuerza de sus riñones:
—Rip-pa-pái!... Rip-pa-pái!... Rip-pa-pái!... Rip-pa-pái!...
Ellos ya no iban a perder el ritmo. Ahora había que espolear los ánimos de los hombres que en cuestión de un minuto iban a combatir. Tenían que sembrar el pavor en los corazones de aquellos enemigos que, creyéndose a punto de cobrar una presa fácil, se encontraban ahora con una armada operativa y lista para el combate. Con la flota de la Grecia libre.
—¡Entonad el peán! —gritó.
Fue Socles quien empezó el canto guerrero. Enseguida se unieron a él los hoplitas y los marineros, e incluso los arqueros escitas que no conocían la letra tararearon la música con sílabas ininteligibles. Temístocles miró a ambos lados. A estribor, la nave megarense se había rezagado un poco. A babor, en cambio, la
Areté
de Aminias les sacaba dos o tres metros, mientras que la de Cimón se mantenía casi a la par.
—¡Cómitre! ¡Que nadie nos adelante!
Aminias le saludó desde su asiento, le hizo un gesto desafiante y gritó algo que Temístocles no alcanzó a oír. Los barcos fenicios estaban ya a menos de cien metros, tratando de virar hacia babor para cerrar ángulos y oponerles sus proas. Pero la mar estaba picada y daban cabeceos. El viento sureste, el mismo que casi había hecho vomitar a Mnesífilo el día que visitaron a Clístenes en su lecho de muerte, hacía rabear las naves de popa y dificultaba la maniobra.
Dejaron de estar al socaire de Cinosura. De golpe, pasaron de aguas calmadas a otras más revueltas. La proa de la
Artemisia
se levantó un instante, y luego su panza plana cayó sobre el seno de la ola con un sonoro restallido. Temístocles notó bajo el asiento la fuerza que intentaba desviar la proa de su nave a babor, pero Heráclides movió con destreza el timón y mantuvieron su curso. Cada vez que rompían una ola y volvían a caer entre rociones de espuma, los infantes de cubierta marcaban con un sonoro
ooo-Ó
los versos del peán.
Son jóvenes, está bien que disfruten,
pensó.
Pero ya no había tiempo para más. En aquellos brutales estallidos de energía que apenas se podían mantener durante medio kilómetro, un trirreme llegaba a alcanzar tanta velocidad como un atleta en la carrera del estadio. Ahora, por culpa del oleaje, la
Artemisia
no se desplazaba tan rápido como Temístocles habría querido. Pero su presa tampoco. Era un barco de aspecto siniestro, con todo el casco pintado de negro, salvo dos ojos rojos a los que les habían dibujado venas sanguinolentas. La borda estaba protegida por escudos, tras los que los arqueros les disparaban flechas.
Temístocles miró a un lado. Su escudo estaba asegurado con una correa a un lado de la silla. Pensó un instante en ponérselo. Pero allí en la popa aún estaba lejos del enemigo, y entre los bandazos que daba su barco y los cabeceos de la
Artemisia,
la mayoría de los proyectiles acababan en el agua. Sin embargo, decidió ponerse el yelmo.
El barco volvió a levantarse y dio otro panzazo sobre las olas. Por estribor se levantó una cortina de agua y espuma que barrió a los hoplitas de ese lado. Estaban ya casi encima de la presa, que seguía virando para enfrentarles la proa.
—¡No les va a dar tiempo! ¡Les vamos a alcanzar de lleno! —dijo Fidípides, agarrándose al respaldo del sillón de Temístocles para no caer. —¡El cabeceo! —gritó Escilias.
Era lo mismo que estaba temiendo Temístocles. La proa volvió a levantarse una vez más. Estaban tan cerca del barco enemigo que ya alcanzaban a oír los gritos de sus tripulantes y hasta veían los dientes en sus bocas abiertas. Si golpeaban al trirreme fenicio sobre la línea de flotación lo dañarían, pero no conseguirían echarlo a pique, al menos antes de que sus hombres intentaran abordarlos.