Santa María de las flores negras (16 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Y bajando la vista al suelo, agrega acontecido:

—Lo que pasa es que necesito un trago para olvidar.

—¡Qué olvidar ni qué ocho cuartos! —le corta brutalmente José Pintor—. Lo que tiene que hacer ahora mismo, muchacho, es agarrar a la tórtola y darle un buen beso en la boca. Si hay que ser ciego de nacimiento para no darse cuenta de que la niña está que se despicha por su persona, pues hombre.

—Pero antes tiene que dejarse crecer mostachos, compadrito —tercia huasón Domingo Domínguez, abrazando fraternalmente al herramentero—. ¿O acaso no le dijo nunca su abuela que para las mujeres un beso sin mostacho es como un huevo sin sal?

—Con sal o sin sal, lo que tiene que hacer es agarrarla del moño y robarle un buen beso —insiste el carretero—. ¡Y delante de la madre!

—De tan señora que es doña Gregoria, no sé si aguantaría que le vinieran a faltar el respeto de esa manera —replica pensativo Olegario Santana.

—No sé por qué me tinca que Olegario está más enamorado que el volantinero —se echa a reír Domingo Domínguez.

—¿Enamorado de quién? —pregunta José Pintor.

—¿Cómo que de quién? ¡De Gregoria Becerra, pues compadre! —exclama el barretero sin dejar de reír.

—Y por algunas miraditas que yo he sorprendido por ahí, creo que le corresponden en toda la línea —dice Idilio Montano, mirando amigablemente a Olegario Santana.

A José Pintor se le encapota el rostro abruptamente. Pero no dice ni mus.

Media cuadra antes de llegar a donde se supone está la bodega de licor, se topan con los obreros de la Confederación Perú-boliviana. A ambos se les nota la consternación cincelada en el rostro. Que no hace ni un par de horas, cuentan compungidos los hombres, el despachero ha sido sorprendido por la policía municipal y que, además de haberlo castigado con una multa de cien pesos, le han cerrado la bodega. Que si acaso ellos no creen que es demasiado castigo para ese pobre cristiano, dicen los confederados, abrazándose con gran aparato y haciendo como que lloran desconsoladamente.

Siguiéndoles la corriente, Domingo Domínguez se les une en el fraterno abrazo de dolor, dándoles su más sentido pésame y ayudándoles a sentir, paisanitos lindos; qué se le va a hacer; resignación, la vida es así.

—¡Y yo que estaba dispuesto a empeñar mi anillito de oro si hubiese sido necesario! —termina diciendo en tono de afectada condolencia el barretero.

Los amigos se miran entre ellos suspicazmente, pero no dicen nada.

Cuando después de un rato vuelven todos juntos a la escuela, se encuentran con un grupo de más de doscientos obreros pampinos entrando a la ciudad. Al preguntar de dónde vienen, se enteran de que los huelguistas se han venido «caminando a pie» desde la oficina La Palma. Y aunque esta salitrera es una de las más cercanas al puerto, y los obreros van cantando a viva voz, la fatiga se les asoma aguada en los ojos. Entierrados y sudorosos, como llegando de un campo de batalla, rodeados de gente de Iquique y de pampinos que los han ido a encontrar a los cerros, los hombres marchan entonando fervientemente el Himno al Trabajador, cuya exaltada letra habla de la unidad y redención de los obreros del mundo.

Inflamados por la visión épica de esos compañeros, el grupo de amigos se desliza en medio de la columna y, cantando también puño en alto, se encaminan con ellos hasta la escuela Santa María.

13

Atardecía en Iquique. Y todo el sector circundante a la escuela y al baldío de la Plaza Montt, presentaba un populoso aspecto de feria de diversiones. Además de la enorme cantidad de huelguistas allí reunidos, y de la cada vez más numerosa gama de vendedores ofreciendo su mercadería, había comenzado a emerger toda una fauna de gente extraña; personajes que iban desde simples curiosos de manos en los bolsillos, hasta los infaltables suerteros de las ruletas, pasando por charlatanes vendedores de ungüentos, ladrones de bolsas, tragafuegos, lisiados de guerra, predicadores locos y mendrugueros recitadores de jaculatorias.

Y es que como resultado de la toma de la Plaza Prat por parte de la tropa desembarcada del crucero «Esmeralda» no se habían organizado ni llevado a cabo grandes mítines, los pampinos pasábamos todo el día conversando sobre cuestiones de la pampa, o releyendo los diarios del día una y otra vez, hasta el último avisito comercial. Todos esperábamos impacientes los resultados de los acuerdos que se tomaran con respecto al conflicto entre las autoridades, los señores salitreros y los integrantes de nuestro Comité Central. La exaltación y el alborozo de los primeros días había ido decayendo notablemente hasta trocarse en una calma tensa y angustiante. La nuestra era una espera que nadie sabía bien en qué demonios iba a terminar. Pero así y todo —salvo unos pocos ebrios que circulaban con cara de idiotas entre el gentío, y que nadie entendía en donde diantres se emborrachaban— nuestra actitud seguía siendo en general calmada y respetuosa.

La tranquilidad del conflicto sólo era rota por el arribo de algún buque de guerra trayendo más contingente militar al puerto, o cuando en lo alto de los cerros aparecía un tren de huelguistas o una entierrada caravana marchando a pie desde sus oficinas, como la que acababa de entrar ahora mismo a la ciudad, proveniente de La Palma. Entonces, por las calles atestadas de gente, los miles de huelguistas ya arranchados en el puerto les hacíamos un corredor humano hasta las puertas mismas de la Escuela Santa María, aplaudiéndolos y palmoteándolos durante todo el trayecto, tal y. como se le acababa de hacer a los obreros palminos. Bienvenida que era coronada por el recibimiento del grueso de la gente que, en las puertas de la escuela, con pañuelos y sombreros en alto, los aclamaban y vitoreaban como a verdaderos héroes de guerra.

Luego de que una Comisión de Recibimiento terminara de acomodar a los huelguistas de La Palma en los recintos de la escuela, Olegario Santana y sus amigos entablan conversación con algunos de los operarios en el patio principal. Domingo Domínguez ha hallado entre ellos a un tiznado conocido suyo, al que apodan el Patas con Brotes, y entre cigarrillos y tallas relativas a la facha de empampados con que han llegado a la ciudad, los amigos aprovechan de darles a conocer varios datos domésticos y de utilidad personal. Como en cual de todos los puestos de la calle se vende el mejor pan amasado, o dónde ir a hacerse un buen retrato para llevarse a la pampa como recuerdo de la estadía en el puerto. Que en la sombrerería El Globo, de por aquí a la vuelta nomás, paisanos, cuesta mucho más barato el arreglo de los sombreros, sobre todo los colizas y los de Panamá. Y que en la Peluquería Francesa, de la calle Uribe, se hacen los cortes de pelo de última moda, y que al terminar el trabajo lo rocían a uno con finas aguas de tocador dejándolo más fragantoso que un clavel; además el maestro, don Antonio Duhamel, dueño del local, tiene la delicadeza de desinfectar las herramientas después de cada uso sumergiéndolas en agua hirviendo ¿Qué les parece, ganchitos? Pero principalmente los amigos ponen al tanto a los recién llegados sobre algunos detalles de comportamiento que es bueno que vayan sabiendo desde ya para una mejor convivencia dentro de la escuela, haciendo hincapié sobre todo en el grave problema de las casetas sanitarias, indicándoles dónde y cuáles son los sitios eriazos ideales, aparte de la playa, para evacuar el vientre. Esto para que los amigazos de Puelma no vayan a hacer lo que hacen algunos metecos cerrados de sesera, que no tienen ningún escrúpulo en bajarse los pantalones en la calle, a cualquier hora del día o de la noche, y por culpa de los cuales el Comité Central ha recibido una chorrera de reclamos de los vecinos adyacentes a la escuela. Y cuando en el cielo ya está anocheciendo, y Domingo Domínguez, apartado del grupo, está dateando para callado a su amigo Patas con Brotes sobre el prostíbulo de Yolanda, se aparece Juan de Dios diciendo que dónde miéchica se habían metido toda la tarde los caballeros, que su madre hace rato los está esperando.

—Les tiene mate y pan amasado calientito —les dice el niño, pasándose deleitosamente la lengua por los labios.

Como los amigos, por el asunto del reclamo de las fichas, se han pasado por alto el almuerzo, no se hacen de rogar un tris para aceptar la invitación. Al llegar a la sala repleta de gente descansado y comentando los últimos sucesos del día, encuentran a Gregoria Becerra mateando en compañía del matrimonio de la oficina Centro. La pareja se muestra ahora un poco más locuaz y sonriente. Su hija Pastoriza del Carmen ha demostrado una leve mejoría en su salud. Gregoria Becerra, además de mate y pan recién amasado, les tiene a los amigos una gran lonja de charqui y algunas cajetillas de Africana, cigarrillos que, hace sólo unos minutos, la Federación de Obreros de Iquique ha donado para los esforzados compañeros trabajadores de la pampa.

—Una pena que no hayan donado cigarrillos Yolanda —dice Gregoria Becerra alargándole el primer mate a Olegario Santana.

Mientras Liria María, sentada en el suelo junto a su madre, con la barbilla apoyada en sus piernas recogidas, evita a toda costa mirar a Idilio Montano, y el joven, sin decir palabra, no le quita la vista de encima, Domingo Domínguez se pone a conversar con un patizorro de la oficina Cala Cala, al que le falta el ojo derecho y que no para de hablar sobre caliche de buena y mala ley, y de la cantidad de piedras que es capaz de triturar en catorce horas de trabajo diario. José Pintor por su parte, a quien hace rato no se le oye despotricar en contra de los curas ni en contra de nada, desde el rincón donde se ha acomodado, observa a lo zaino todas las miradas que se cruzan entre su vecina y el Jote Olegario.

A las nueve de la noche se enteran de la llegada de otra partida de huelguistas que se ha venido caminando desde la pampa. Según la mujer peruana que ha entrado a la sala a contarles, al verlos aparecer en los cerros un solidario grupo de cocheros a caballos los fue a recibir. El patizorro tuerto, cambiando de tema, asegura que se debe tratar del mismo grupo de cocheros en huelga que, según los hocicones del diario
El Tarapacá
, ayer por la tarde había recorrido en caravana las calles céntricas haciendo escándalo y cometiendo toda clase de desmanes.

—Para que se den cuenta, ustedes —dice—, que no hay que comprar más ese diario. Se nota a la legua que está en contra de los obreros y a favor de los patrones.

Un rato después, un integrante de la Comisión de Orden y Aseo entra a la sala a preguntar si ahí es posible dar albergue a otras personas.

—Aquí ya no hay espacio ni para echar a dormir un minino —replica socarrón Domingo Domínguez.

Cerca de las doce de la noche, cuando ya la mayoría de la gente se ha puesto a dormir, Gregoria Becerra se queja de dolor de cabeza y le pide a Olegario Santana que por favor la acompañe al Consistorio. Que, como él puede ver, dice, indicando a sus hijos con la mirada, sus angelitos custodios duermen como unos benditos. «Y me da no sé qué despertarlos».

—Por favor, señora Gregoria, no faltaba más —dice Olegario Santana incorporándose de un salto.

Afuera la noche es alta y una suave brisa marina inunda el aire. Atolondrado por la compañía femenina, Olegario Santana, sólo por decir algo, comenta que el aire puro es buena para la sangre. «La purifica», dice aspirando aparatosamente y sintiéndose un idiota con vista al mar.

—Y además desembota el cerebro de malos presagios —dice ella, mirándolo sonrisueña.

Con las fogatas encendidas y la cantidad de gente durmiendo a la intemperie, el patio de la escuela da la impresión de un gran campamento de guerra. Un grupo de bolivianos instalados en la pérgola entonan sus cánticos acompañados del sonido lúgubre de sus quenas, mientras en los recovecos más sombríos del patio, algunas parejas se besan y abrazan con desesperación. Al mirar hacia arriba, ambos se fijan que en la terraza aún está la luz encendida. «Los del Comité parece que no duermen nunca», dice Gregoria Becerra.

De vuelta del Consistorio, agasajados por la música y la placidez de la noche que, más que nunca, está desbordante de estrellas y
cositas brillantes
, como dice ella suspirando, se sientan en uno de los escaños del patio, de frente a la pérgola. Después de un rato de oír las quenas en silencio, Gregoria Becerra comenta que recién ahora está comprendiendo por qué su difunto marido, que era huaso de manta y espuelas, se había enamorado tanto de la música nortina.

—Es bella, pero un poco tristona —dice Olegario Santana—. Escuchándola da la impresión que se hace más honda aún la soledad del desierto.

—En eso tiene razón, usted, don Olegario —dice ella—. Por eso yo me quedo con la tonada campesina. Es más alegradora.

—Y hace más llevadera la soledad —recalca él.

—Parece que a usted lo ha marcado mucho la soledad, amigo mío —lo mira ella con un brillo tierno en sus ojos.

—Mucho —musita él.

—¿Y nunca se ha casado?

—Nunca.

—Viví un tiempo abarraganado con una mujer boliviana. Pero se murió de la bubónica.

—Lo siento —dice ella—. Usted debe extrañarla mucho.

—No se crea.

—No le entiendo...

—Es que... bueno... no sé cómo decirlo —se incomoda Olegario Santana—. Vivir con ella no era muy diferente a vivir solo.

—Por lo visto usted no tiene muy buen concepto de las mujeres —lo mira de frente Gregoria Becerra.

Olegario Santana se corta. Luego reacciona, la mira también a los ojos, respira hondo y se atreve a decirle, despacito:

—Hasta que la conocí a usted.

Ella no dice nada. Levanta la cabeza y se queda un rato mirando las estrellas. De niña pensaba que esas brillosidades allá arriba semejaban a un racimo de diamantes ordenados en un grandioso estuche de terciopelo; y que el dueño de aquella joyería, por supuesto, tendría que ser Dios.

—¿Usted cree en Dios? —le pregunta prolijamente, como si en verdad le preguntara al cielo.

—No sé —contesta Olegario Santana.

Y saca un cigarrillo y lo enciende y le da una pitada honda.

—A veces creo que sí y otras, debo confesar que la mayor parte del tiempo, pienso como nuestro amigo José Pintor. Él dice que Dios no existe, y que la prueba más patente son los millones de pobres que sufren y se mueren de hambre en el mundo.

—Ese José Pintor es un descreído. Yo un día le oí decir la barbaridad tremenda de que Dios debía de amar mucho a los pobres, que por eso había hecho tantos.

—¿Usted es muy amiga de José Pintor?

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