Santa María de las flores negras (17 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

—¿Por qué lo pregunta? —pregunta ella a la vez, mirándolo fijamente a los ojos.

—No, por nada —balbucea él.

Y cambiando rápidamente la conversación la interroga sobre qué piensa hacer ella en caso de que el conflicto no se resuelva para bien.

—Ya lo he conversado con mis hijos —dice pensativa Gregoria Becerra—, y si esto no se arregla pediremos que nos manden de vuelta al sur. A Talca. Desde que enviudé, mi madre me ha escrito varias veces pidiéndome que regrese con ella.

—No sé por qué, desde que llegué aquí —dice el calichero— tengo el presentimiento de que esto va a terminar mal. Yo conozco a los militares y temo lo peor.

—Pero no tenemos que rendirnos hasta ver qué pasa. Ya está bueno de abusos y de explotación, ¿no le parece?

—Toda la vida hemos sido explotados y no creo que esto vaya a cambiar mucho.

—Lo peor del asunto, don Olegario, no es ser explotado; lo peor es rendirse a esa explotación; entregar la oreja, como dicen ustedes.

—Debo decirle que siempre he sido un pesimista del carajo —comienza a confesarse Olegario Santana—. Pero eso me lo ha enseñado la vida. Si estoy aquí es sólo por inercia. Todo esto que se está haciendo, la huelga, los mítines, la marcha a través del desierto, querer levantar y unir a la pampa en una gran lucha contra la explotación, me parece un sueño imposible.

—Soñar ya es luchar de alguna manera, don Olegario. Alguien dijo por ahí que todos los sueños son insurrectos.

—Es que usted no sabe, doña Gregoria, aquí nos pueden matar a todos como a carneros.

—Se podrá matar al soñador, pero no al sueño —responde ella con voz altiva.

Olegario Santana guarda silencio. Esta mujer le parece increíble. Se saca el sombrero, se mesa un rato las crines de mulo y vuelve a ponérselo. De pronto se le ocurre decirle algo, pero no se atreve. Tras un rato de mirarse la punta de los zapatos, arroja el pucho al suelo, vuelve a respirar profundo, cuenta mentalmente hasta tres y se lo dice:

—Yo, señora Gregoria, ahora que la he conocido a usted, más que por cualquier sueño de reinvindicación social o justicia laboral o cosa que se le parezca, por lo único que quisiera que esto terminara bien sería para que usted no se volviera al sur.

—Lo que más sentiría si regresara a mi tierra —dice Gregoria Becerra—, es que los huesos de mi difunto se van a quedar tirados para siempre en estos calcinatorios.

—¿Lo quería mucho?

—Mucho

—Se debe sentir muy sola también usted.

—Imagínese. Y en estas peladeras. Pero todo lo hago por mis hijos. Si ustedes los hombres pueden llevar a cabo cualquier acto heroico, nosotras las mujeres somos capaces de todos los sacrificios.

Olegario Santana la mira de reojo. No sabría decir si ella entendió lo que le ha dicho sobre su deseo de que no se volviera al sur, o si se hizo la desentendida. Entonces, mirando hacia una de las fogatas, sin respirar hondo, ni contar hasta tres, ni nada, dice clara y perentoriamente, como pensando en voz alta:

—Cómo me habría gustado, en la vida, haber conocido a una mujer como usted.

Como ella no dice nada, luego de un momento carraspea bronquialmente y prosigue, despacito:

—Aunque tal vez no habría servido de mucho. Nunca he sabido como tratar a una dama. Toda mi vida he sido un solitario, un animal huraño. Tal vez por eso mis compañeros de calichera me dicen Jote. Aunque usted no me lo crea, ésta es la conversación más larga que he tenido nunca con una mujer.

Cuando Gregoria Becerra, mirándolo directamente a los ojos, le toma una de sus manos ásperas, a Olegario Santana se le eriza el alma. Nunca en su vida ha sentido una sensación parecida. Nunca ha oído a su corazón machacar de manera tan desbocada. Si le parece sentirlo en la punta de la boca. «Usted es un hombre muy bueno, don Olegario», oye que le dice ella. Y cuando la oye agregar, sin dejar de mirarlo, que nunca es tarde para conocer a una mujer, él se da cuenta de que está sudando entero. Aturullado completamente, se mete la mano al bolsillo del paletó y vuelve a sacar su cajetilla de cigarrillos. Esta mujer de Dios lo confunde, lo hace olvidar su soledad, su despecho, su amargura con el mundo. «Esta mujer es el amor», se dice emocionado. Y tras encender un Yolanda, exhala el humo apurado, como ahogando un suspiro, o quizás un sollozo.

De pronto se dan cuenta de que los músicos y las parejas de amantes se han retirado a dormir hace rato, y que la cresta de la aurora ya comienza a vislumbrarse por los cerros del oriente. En su plática se han olvidado de la hora, de la noche y del mundo. No se han dicho nada comprometedor, no se han hecho ninguna promesa, pero el brillo en sus miradas es otro. Poco antes de que las primeras mujeres, desgreñadas de sueño, comiencen a trajinar por la penumbra de los patios preparando los fogones para el café, deciden irse a dormir.

—Más que sea por un ratito —dice ella.

Arriba, en la azotea, aún se ve la luz encendida.

Cuando, pisando en puntillas, entran a la sala, Olegario Santana y Gregoria Becerra ya no son los mismos; algo se les ha encendido por dentro. Antes de recostarse en el hueco que les han dejado sus hijos, ella lo mira y le susurra un buenas noches lleno de ternura. Él sólo atina a responder con un leve movimiento de cabeza. La emoción le ha pasmado la lengua. Al ir a acomodarse junto a Idilio Montano (que duerme con la pena de su amor plasmada en la expresión de su rostro), por el rabillo del ojo ve que José Pintor, un poco más allá, con las manos entrelazadas sobre el pecho como los muertos —«o como deben dormir los sacerdotes», se dice en sus adentros—, está completamente despierto y lo mira con una fijeza afiebrada.

—Pareces un cura con insomnio —le dice Olegario Santana. Y se echa a dormir de espaldas y con su paletó puesto.

14

El jueves la escuela Santa María era un volcán a punto de hacer erupción. Todo el mundo aguardaba con inquietud el arribo del crucero de la Armada Nacional, «Ministro Zenteno», que traía a bordo al Intendente, señor Carlos Eastman. Para los pampinos la llegada de la primera autoridad provincial significaba la solución final del conflicto y la esperanza de que al fin íbamos a poder volver a nuestras labores en las calicheras.

Y es que la amargura y el desencanto habían hecho plaza entre los huelguistas, y el olor de la desesperanza se comenzaba a colar como un tufillo rancio por los intersticios del ánimo. Y no era para menos. Iban cinco días y cinco noches de resistir en la ciudad sin haber logrado absolutamente nada de nadie. Y para enfriar aún más el ardor de nuestro espíritu, pese al intenso trabajo de las comisiones de orden y aseo, era tal la cantidad de gente que había llegado desde las salitreras que ya habían comenzado a producirse problemas graves de convivencia al interior del establecimiento.

A esas alturas ya sobrepasaban los ocho mil los pampinos arranchados en sus dependencias, sin contar los que repletaban la carpa del circo, los que copaban el terreno baldío de la plaza Montt y los casi tres mil alojados en los galpones y bodegas prestados por sociedades y personas particulares, la mayoría de los cuales iba a comer al recinto escolar. De manera que la repartición de vituallas se estaba haciendo una tarea casi imposible de llevar a efecto con la calma y la sensatez de los primeros días. Por alcanzar algo de comer —especialmente para sus hijos pequeños, siempre llorando de hambre—, los huelguistas, hombres y mujeres, convertidos en verdaderos animales de rapiña, se apelotonaban en unas trifulcas sin orden ni concierto en cada una de las repartijas diarias. Desesperados, empujándose unos a otros sin ningún respeto, en más de una ocasión se había llegado a los insultos y a los golpes incluso entre amigos y compadres de las mismas oficinas. Más encima, y como para quebrantar nuestras últimas reservas de voluntad, el interior de la escuela poco a poco iba siendo invadido por un hedor que hacía irrespirable el aire y estaba convirtiendo el local en un verdadero foco de insalubridad, peor que el más cochambroso vividero de pobres del puerto. Y es que sucedía que algunos bellacos amalditados de entre nosotros mismos, pasando por alto las más elementales normas de respeto y convivencia, no estaban teniendo ningún escrúpulo en sacarse la pinga o bajarse los pantalones para guanear, ya no en la oscuridad de las calles aledañas, sino al interior de los mismos patios de la escuela. Y como para coronar todo esto, en los últimos días se venían recibiendo quejas respecto a que algunas parejas de casados, sin la más mínima consideración por la moral y las buenas costumbres, no tenían ninguna clase de miramientos en intimar durante las horas de la noche, en medio de las demás personas que dormían a su alrededor. Todo esto sin contar que hasta ese momento los magnates salitreros no habían dicho ni chus ni mus respecto a nuestro petitorio. Por todo eso se esperaba con ansias la llegada del Intendente, para exigir de una vez por todas, fuera para bien o para mal, una solución categórica a nuestro conflicto.

De modo que ese día fue de gran agitación en la escuela y en las calles de Iquique. Por un lado se veía llegar al puerto buques que desembarcaban más fuerzas militares, y por el otro, no paraban de llegar de la pampa trenes repletos de operarios en huelga. Como el convoy compuesto de trece carros planos y una bodega de ganado enganchado a la cola que, lleno de obreros vociferantes, llegó a la estación a las dos de la tarde, después de un viaje que había durado toda la noche. En el tren venía todo el contingente de huelguistas de los centros de trabajo de Negreiros, Huara, Pozo Almonte y Central. En el andén de la estación, además de la habitual multitud bulliciosa y entusiasta, los nuevos compañeros fueron recibidos oficialmente por algunos integrantes del Comité Central que les recomendaron, como siempre, el mayor orden y respeto posible en su estadía en Iquique. «El orden y el respeto son las bases primordiales para obtener el triunfo final de nuestras aspiraciones», les expresaron en grave tono los dirigentes. Hablaron enseguida dos representantes de los recién llegados, haciendo igual observación y adhiriéndose totalmente al movimiento reinvindicatorio que se llevaba a cabo. «Movimiento que, por si alguno lo duda —dijeron animosos los hombres—, está haciendo historia en los anales de la pampa salitrera». Terminado el acto, todos los huelguistas, formando un bloque de casi doce mil personas, tomamos rumbo hacia las dependencias de la escuela Santa María. La cerrada columna avanzaba copando las calles de acera a acera, llamando la atención una gran bandera blanca que iba presidiendo la marcha, una bandera de seis metros de largo por cuatro de ancho, confeccionada con retazos de popelina y crea de hacer sábanas, y que los obreros desplegaban y mostraban felices y ufanos como el símbolo universal del orden y la paz. La enorme masa de gente fue recibida en la entrada de la escuela por el propio Comité Central en pleno que, asomados a los balcones del altillo, ornados de banderas y pendones gremiales, les dieron la bienvenida. Aquí también, varios de los recién llegados hicieron uso de la palabra, destacándose entre todos ellos un obrero de Huara, un joven con cara de ilustrado quien en una aplaudida alocución comparó al hombre pampino con el indómito cóndor de los Andes. Que todos los animales de la tierra, dijo, se escondían y replegaban ante la fuerza y la furia de la tempestad; incluso el león, rey de los animales, se metía en su guarida asustado al ruido pavoroso de los truenos. «Sólo el cóndor —declamó en tono florido—, el imponente cóndor de los Andes, emblema de nuestro escudo patrio, cruza majestuoso el espacio tronante de los cielos». Cerró el mitin el presidente del Comité Central, José Brigg, quien, luego de un sucinto discurso, netamente laboral, indicó a los que estábamos alojados en la escuela que debíamos ser solidarios y abandonar el recinto por un rato, para así dar espacio a los hermanos recién llegados, que bien se merecían un descanso.

A eso de las tres de la tarde, tal como habían anunciado los diarios locales, el crucero Ministro Zenteno arreó anclas en la bahía. Entre las autoridades que esperaban en el muelle se encontraba el Intendente suplente, el primer Alcalde de la ciudad, el Gobernador Marítimo y el vicario apostólico, señor Martín Rücker. Momentos más tarde, en la falúa de gala del hermoso navío, que recién regresaba de un viaje por Europa, desembarcaban los ilustres pasajeros, todos luciendo impecables en su vestimenta, pero con una lividez mortal en el rostro que denotaba los tres días de navegación con mar brava.

Junto al Intendente venía el Jefe de la Primera División, general Roberto Silva Renard y otros jefes del ejército. Tras hacerle los saludos de ordenanza a cargo de la marinería del Blanco Encalada, más un batallón de los Regimientos Rancagua y uno del Granaderos, la tropa disponible de la guarnición abrió calle en medio de la multitud, y la comitiva dirigió sus pasos desde el muelle hasta el edificio de la Intendencia, en la calle Baquedano.

Encaramados en las grandes rumas de sacos de salitre que se amontonaban en el puerto a causa de la huelga de los lancheros, o subidos sobre los techos de bodegas en las cuales se destacaban los grandes caracteres de las casas Lockett Bros, y Ca., Inglis Lomax y Ca. y Gildemeister y Ca. —firmas inglesas y alemanas que habían monopolizado la industria salitrera—, los huelguistas pampinos aclamaban al Intendente, un anciano de porte aristocrático, de pelo cano y bigotes de columpio. Era tanta la algarabía que, de pronto, su aire distinguido se vio gravemente tocado cuando la gente, rompiendo el cerco de los soldados, lo levantó y lo llevó en andas hasta la misma entrada de la Intendencia. Incómodo, mareado por el vaivén del tumulto, sonriendo a la fuerza, el señorial anciano trataba de alzar una mano desde lo alto en constreñido gesto de saludo.

—¡Los que van a morir te saludan, hijo de la grandísima! —refunfuña Olegario Santana al verlo pasar frente a él.

Inmersos en el gentío, sus amigos lo miran extrañados. Domingo Domínguez le palmotea el hombro amistosamente y le dice que no tiene que arrebatarse tanto el viejito de los jotes, que hace mal para el malacate. José Pintor, que no le ha dirigido la palabra durante todo el día, y que en las conversaciones, sin siquiera sacarse el palito de la boca, asiente o disiente sólo con gruñidos, nada más lo mira de reojo y luego desvía la mirada. Por su parte, Idilio Montano, que no ha entendido ni palote la sentencia del calichero, le pregunta a Domingo Domínguez que qué diantres ha querido decir don Olegario con aquello de que «los que van a morir...»

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