Santa María de las flores negras (7 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Después de la revisión —Olegario Santana escondió bien su corvo—, y vigilados siempre por los militares, nos dimos a la tarea de encender algunas fogatas. Más que para capear el frío, era para que su resplandor sirviera de señal a los compañeros que aún venían caminando. Los grupos de hombres y mujeres rezagados, en su mayoría gente anciana, llegaban desmadejados de fatiga, apoyados unos en otros. El aperreamiento a través del desierto, la sed y el esfuerzo sobrehumano, había sido demasiado para sus pobres humanidades. A una mujer de la oficina Santa Clara se le había muerto una guagua de dos meses en el camino y, asistida piadosamente por su marido y por otras mujeres de su oficina, llegó dando gritos desgarradores y apretando el cuerpecito de la criatura como si fuese su propio corazón arrancado del pecho. Después nos enteramos de que durante la marcha habían nacido varias criaturas, y otras tantas habían muerto de deshidratación.

Ya casi al clarear, desguallangados de cansancio, demacrados, echados entorpecidamente sobre la costra calichosa del suelo, los amigos conversan junto a una fogata hecha de ramas de tamarugos. Juan de Dios, que como siempre se ha alejado un poco del grupo, llega de pronto tocado por la emoción: en un fuego de más allá ha visto a un poeta ciego llorando mientras recitaba poemas de la pampa, y lo que no alcanza a comprender es cómo un cieguito puede llorar lágrimas si no tiene ojos. Cuando, compungido, hace la pregunta, se produce un silencio general. Todos en el ruedo se miran entre sí, consternados. Y en el momento en que Domingo Domínguez, con el esbozo de una sonrisita lánguida, va a soltar una de sus infaltables cuchufletas, Liria María se adelanta y, mirando a los ojos oscuros de Idilio Montano, en cuyas pupilas ya se reflejan las primeras claridades del amanecer, dice cariñosa:

—Es que las lágrimas brotan del alma, pues, Juan de Dios.

5

Apenas el día clareó del todo los soldados dieron la orden de bajar. Entonces, como un lento aluvión humano, los miles de huelguistas que conformábamos la columna comenzamos a descender los cerros emocionados hasta el llanto por la visión de la ciudad que, a esas horas de la mañana, con sus treinta y ocho mil habitantes recién censados, se desperezaba ahíta de sol y de mar allá abajo. Jadeantes, llevando en las manos nuestros pobres zapatos desbaratados, bajábamos los grandes cerros de arena deslumbrados por el fulgor del océano resplandeciendo a todo lo largo del horizonte. Pero aunque grande era nuestro encandilamiento, sobre todo ante el espectáculo formidable de las decenas de veleros de banderas extranjeras surtos en la bahía, nuestros pobres hijos nacidos en las sequedades de la pampa no podían más de asombro y se les atarantaban los ojos ante la inmensidad del mar, pues ni en sus sueños más azules se habían imaginado el esplendor de «tanta agua junta».

Al llegar a la explanada, todo el mundo sintió deseos de echar a correr, de desgranarse por las coloridas calles del puerto que nos esperaba atónito
y
expectante. Pero los soldados no nos dejaron romper filas. Y arreándonos como a un hato de ganado flaco nos desviaron hacia los recintos cercados del Club Hípico, el
Sporting Club,
como lo llamaban los más siúticos, enclavado en las afueras del lado sur de la ciudad.

Mientras la mayoría de nosotros, rotos y ajetreados hasta el calambre, acataba en silencio las órdenes de los uniformados, otros refunfuñaban que no éramos ningunos perros apestosos ni criminales sueltos para que vinieran a tratarnos de ese modo. De todas formas, un gran número de hombres y mujeres, de los que tenían familiares o amigos en el puerto, lograron escabullirse por entre la caballería para perderse en medio de los madrugadores grupos de vecinos que aguardaban nuestra llegada encaramados en los postes del alumbrado público, o subidos sobre los techos de sus propias casas de madera.

A toda esa gente rasa de la ciudad, que nos veía llegar con expresión estupefacta, debimos de parecerles una peregrina tormenta de arena proveniente desde el interior del desierto, una extraña horda de bárbaros inofensivos —ellos que esperaban ver rostros patibularios y muecas bravuconas— invadiendo la placidez matinal de su histórica bahía. Algunas piadosas damas iquiqueñas, todas de familias más bien pobres, se nos acercaban, solícitas, con botellas de agua, panes recién amasados y bolsas de naranjas y mangos frescos, y se largaban a llorar de pura humanidad al ver el estado lamentable de nuestras mujeres y niños más pequeños. Ellos, con sus labios descuerados, la piel de la cara asollamada y enarenados de pies a cabeza, trataban lastimosamente de sonreír en gesto de agradecimiento.

En esos instantes, en el fondo de nuestros corazones, nos sentíamos poco menos que unos parias frente a las miradas compasivas de esa gente que nos recibía con gestos amables y palabras de ánimo. Éramos tal vez los hombres que más duro trabajábamos en la faz del planeta y, sin embargo, ante los habitantes de la ciudad parecíamos ser sólo unos pobres menesterosos dignos de conmiseración. Algunos de entre nosotros se negaban a recibir nada. Ellos eran trabajadores que venían a reclamar lo justo ante las autoridades y no a mendigarle a nadie. Ni menos a robar o a saquear como villanamente se había hecho correr el rumor entre la gente acomodada de Iquique. Tal como días atrás, en el editorial del diario
El Pueblo Obrero
, se había dicho que en ocasiones los trabajadores del mundo se unificaban en la entonación del patriótico himno de la Marsellesa —no para destruir ninguna Bastilla, sino para hacer frente a la explotación sin control del ensoberbecido capitalista extranjero—, del mismo modo, esa mañana no era otro el sentimiento que nos embargaba a los que llegamos caminando a Iquique. Todos sentíamos que de verdad nos encontrábamos en uno de esos momentos solemnes y dramáticos en que la altivez y la dignidad del espíritu del hombre están puestas a prueba. Y llenos de orgullo nos decíamos que así como en las horas que afligieron a la patria, los pampinos estuvimos listos a defenderla, de igual modo ahora había sonado el clarín que nos anunciaba la hora de luchar en algo mucho más grande, mucho más trascendente, mucho más humano: el conflicto de la miseria.

Una vez instalados en la elipse del hipódromo, y para asegurarse de que no nos desbandáramos hacia la ciudad, el recinto fue rodeado inmediatamente por soldados del Regimiento Granaderos. Tenían razón por lo tanto los que reclamaban airados que más que obreros en huelga semejábamos prisioneros de guerra. Y aunque éramos operarios de distintas oficinas y cantones, y muchos de nosotros no nos habíamos visto antes ni en peleas de perros, estos avatares del conflicto nos unían y hacían compartir como si de verdad hubiésemos sido amigos, compadres o vecinos de toda la vida. Y pegados a las cercas que rodeaban el campo de carrera contemplábamos fascinados el movimiento de la ciudad que, con sus coches tirados por caballos, el pregón tempranero de sus aguadores y sus lentas carretas repartidoras de pan, ya comenzaba a despertarse del todo allá a la distancia. «Parecemos monos mirando para la pista de baile», decían sonriendo los más enteros de ánimo.

A la gente de Iquique que por curiosidad se acercaba a mirarnos —y se quedaba tras las rejas contemplándonos con una mezcla de conmiseración y extrañeza, pues a ellos tampoco les permitían traspasar el cerco—, o la que venía buscando encontrar un familiar o algún amigo entre nosotros, la tribuna de primera clase del Club Hípico debía de presentarles un aspecto extraño. Acostumbrados seguramente a ver las aposentadurías ocupadas por damas de copete alto y elegantes caballeros de frac, ahora las veían repletas de rotos fornidos, de mujeres y niños en cuyos rostros tostados por el sol de la pampa aún se notaban las huellas de la agobiante caminata.

Despernados, agotados como bestias, nos habíamos repartido en numerosos grupos a lo largo y ancho del recinto deportivo. Y mientras algunos compañeros no paraban de reclamar contra la inopia de las autoridades y el rigor grosero de los soldados, otros, los más debilitados por el esfuerzo, echados a la sombra de los pocos galpones que componían el hipódromo, con los pies agrietados y llenos de ampollas, o padeciendo el escozor terrible de las ingles escaldadas, se quejaban de la falta de agua para asearse un poco. Algunos pedían que por lo menos los dejaran ir a darse un piquero en el mar que azuleaba ahí, a unos cuantos pasos del recinto. «Olemos a sobaco de comanche, paisano», se decían, esbozando apenas una sonrisita lacia. Y hasta en la pista donde corrían los caballos, bajo un sol que a esas horas de la mañana ya quemaba como el diantre, se veían hombres durmiendo su cansancio feroz a pata suelta.

En un sector del hipódromo, junto a una de las grandes pipas de «agua para beber», dispuestas por las autoridades municipales, Olegario Santana y sus amigos descansan sentados en el suelo. Mientras José Pintor, con sus pies hechos una miseria, se da a la tarea de rebanarse los ojos de gallo con su vieja navaja de afeitar, Juan de Dios, con el resplandor del mar aún cegándole los ojos, le pide a su madre que por favor lo deje ir a conocerlo de más cerquita.

—Sólo para bañarme los pies y me vengo al tiro —le ruega.

Idilio Montano tampoco ha estado nunca cerca del mar. Sentado junto a Liria María, mirando con asombro los dos buques de guerra anclados frente a ellos, le dice al niño que él también quisiera ir, pero que los soldados no están dejando salir ni entrar a nadie del recinto. Y dirigiéndose a sus amigos se lamenta de que las autoridades los estén tratando como si fueran forajidos de la peor especie. Que esa no era la manera en que él había pensado que los iban a recibir en Iquique.

—¿Acaso el jovencito se había soñado un recibimiento con banda de música? —dice sarcástico Domingo Domínguez, coronando su mofa con una carcajada que le hace meterse los pulgares rápidamente a la boca, pues el enflaquecimiento de la caminata le ha aflojado aún más la placa dental y casi se le sale disparada.

Gregoria Becerra, que al saber el incidente del parto en la marcha ya no mira al volantinero con tan malos ojos, dice que el joven tiene razón, que tanto soldado rodeando el local da mala espina.

—Además esos buques parecen estar apuntando sus cañones directamente hacia nosotros —dice volteando la vista hacia la playa.

Luego de haber repartido pan y café, y cuando en medio de una arrebatiña descomunal todo el mundo le compraba queso y charqui a doña Flora, una vendedora monumentalmente gorda que se estaba haciendo la América con su mercancía entre tanto muerto de hambre, llegó al recinto el Intendente suplente, don Julio Guzmán García. Ahí recién nos vinimos a enterar muchos de nosotros de que el Intendente titular estaba renunciado y que se había ido a Santiago sólo unos días antes.

La primera autoridad de la provincia llegó acompañado del jefe interino de la División de Ejército, don Agustín Almarza, y de un par de vecinos notables de Iquique: don Santiago Toro Lorca y el abogado don Antonio Viera Gallo. Un gran número de obreros se arremolinó entonces en torno a ellos hablando a gritos y tratando de hacerse oír todos a la vez en una sola y gran chimuchina en donde las mujeres pedían a gritos un control de peso y medida en las pulperías y los calicheros vociferaban que se debiera prohibir de una vez por todas, carajo, que los administradores arrojaran el caliche de baja ley a la rampla para después elaborarlo sin haberlo pagado, mientras el resto de las voces se alzaba reclamando el pago de salario a razón de 18 peniques y que el cambio de las fichas debiera ser por su valor nominal y sin ninguna clase de descuentos.

Como en medio de tanto minero rudo y sin un ápice de educación, el señor Intendente, un caballero de aspecto delicado, vocecita aflautada y bañado en agua de olor, se sintiera sofocado y a punto de desmayarse, sus acompañantes optaron por rescatarlo del tumulto y, casi en brazos, meterlo en una de las dependencias. Después, llamando al orden y la compostura, pidiendo a gritos un poco de urbanidad y buenas maneras, dijeron que sólo seguirían parlamentando con los integrantes de un comité elegido por nosotros mismos, y que la reunión se haría a puertas cerradas. Entonces, rápidamente se improvisó un comité formado por un dirigente de cada oficina en huelga, para que se encerrara a conferenciar con las autoridades.

Entablada la reunión, el señor Intendente, con el resuello ya aplacado y el pulso más tranquilo, solicitó al comité que bosquejara y le hiciera entrega de un memorial con nuestro petitorio. Esto, dijo, con el motivo de presentarlo en las conversaciones con los agentes y propietarios de las salitreras. Después, sacándose sus finos espejuelos con montura de oro, y extrayendo luego un pañuelo blanco plegado en cuatro dobleces perfectos, prometió hacer todo lo que estuviera en sus manos para que los industriales salitreros aceptaran las peticiones que, por lo que acababa de oír, encontraba bastante razonables —«procedentes», dijo, escudriñando sus espejuelos a trasluz—. «Pero mientras tanto», comenzó a argüir circunspecto el señor Intendente, apoyado esta vez por sus encumbrados acompañantes, en especial por el abogado, señor Viera Gallo. «Pero mientras tanto —repitió arrastrando las palabras y frotando lenta y meticulosamente los espejuelos con su pañuelo olorosito a lavanda, cuya blancura inmaculada ninguno de los presentes podía dejar de mirar— sería muy conveniente para el bien de las negociaciones, que los trabajadores se devolvieran hoy mismo a las faenas y dejaran una comisión en el puerto para que los representara». Por supuesto que en ese punto ninguno de nosotros estuvo de acuerdo. Por el contrario, le pedimos al comité que solicitara una contestación por parte de los industriales en un plazo no mayor de veinticuatro horas.

Cerca de la una de la tarde, Juan de Dios, que hacía rato se había ido a andorrear por dentro del recinto del Club Hípico, llega donde su madre acompañado de dos individuos que a la legua se nota no son pampinos. En esos momentos Gregoria Becerra y Liria María están ayudando a despiojar a los hijos de una familia amiga de Santa Ana, siete niños hombres en escala real, de uno a siete años de edad, que no paran de rascarse la cabeza en ningún instante. Juan de Dios dice que los caballeros son periodistas del diario
La Patria
y que quieren entrevistar a algunos de los huelguistas, especialmente si son de la oficina San Lorenzo, donde, se sabe, comenzó la huelga.

Mientras Olegario Santana se aparta silenciosamente del grupo y, junto a una reja, se va a terminar de comer una marraqueta con queso, acompañándola con tragos de agua de su cantimplora, Domingo Domínguez, doblándose en una histriónica reverencia, se ofrece de inmediato para ser entrevistado «por los señores periodistas de tan prestigioso diario local».

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