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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Santa María de las flores negras (10 page)

Cuando alguien en la esquina de las calles Zegers y Linch, le cuenta lo que ha ocurrido con los huelguistas pampinos, Idilio Montano se siente revivir. A toda carrera, casi llorando de emoción, se dirige hacia el establecimiento escolar, a tres cuadras de distancia.

A esas horas la Escuela Santa María se hallaba repleta de gente vociferante. Cada una de las salas de clases era una ensordecedora olla de grillos. En medio de un fenomenal barullo de cantos, gritos, silbidos y llantos de niños, los huelguistas arrumbábamos pupitres, abríamos ventanas, sacudíamos el polvo, demarcábamos territorio, ordenábamos nuestros petates y tratábamos de acomodarnos de la mejor manera posible. La escuela estaba construida para albergar a mil alumnos y nosotros éramos más de cinco mil almas; cinco mil cristianos que, en su mayoría, nunca antes en su vida de pobres habían entrado a una escuela. Mientras algunos clavaban letreros con el nombre de las oficinas respectivas en las puertas de las aulas, otros lo voceaban a grito limpio subidos sobre los tiestos de la basura para que cada cual se ubicara con sus cada cuales. En tanto en los patios ya comenzaban a humear algunas cocinas de campaña enviadas de los regimientos y un par de fogones encendidos en el suelo en donde algunas mujeres se afanaban en guisar nuestra primera comida caliente en varios días.

Sintiendo un fuerte retumbar en el pecho, Idilio Montano recorre la escuela de arriba a abajo. En las salas en donde se han juntado algunos de los huelguistas de la oficina San Lorenzo, nadie sabe darle noticias de sus amigos. Y en las que se han reunido los de la oficina Santa Ana, que es donde hay más gente, nadie ha visto a Gregoria Becerra ni a sus hijos. Obnubilado completamente, el herramentero ya no piensa ni en sus amigos, ni en el niño que aún debe andar perdido por ahí a la buena de Dios, ni en su pobre madre que a esas horas debe estar loca de dolor. Su única obsesión es Liria María.

Las dependencias de la escuela —disponibles en esos momentos porque los alumnos se hallaban en espera de sus exámenes de fin de año—, conformaban una inmensa casona de madera construida en los tiempos en que la ciudad pertenecía a la República del Perú. Cubierta con techos de calamina y un mirador que daba hacia la plaza Manuel Montt, tenía además dos amplios patios de tierra y un gran portón antepuesto a un pequeño jardín adornado con faroles de gas. En el centro del jardín se erguía una pérgola, también de madera, muy similar a los kioscos de música de las plazas pampinas. Al salir a uno de los patios alguien le dice a Idilio Montano que algunos huelguistas se han instalado en unos barracones de la calle Barros Arana, a la vuelta de la escuela, los que han sido cedidos por sus dueños. Pero ahí tampoco encuentra a la joven.

Al regresar de nuevo a la escuela ya está anocheciendo, y la desesperación lo hace pensar cosas cada vez más siniestras. Al traspasar el portón de entrada se encuentra a bocajarro con los dos calicheros a quienes Domingo Domínguez había bautizado como la Confederación Perú-boliviana. Los hombres están bebiendo a escondidas de una botella de aguardiente que el boliviano oculta debajo del paletó. Idilio Montano rechaza el trago que le ofrecen y, con el rostro contrito, les cuenta que no puede hallar a sus amigos. Los hombres le preguntan que si por acaso el paisanito chileno no los ha buscado en el circo. Insultándose entonces y diciéndose a sí mismo que es más tonto que una cuchara de palo, Idilio Montano corre ansioso hacia el circo instalado en una esquina del sitio eriazo que llaman Plaza Montt y que él, al llegar, sólo había mirado de soslayo, casi sin verlo.

En el circo, bajo cuya carpa se ha refugiado un buen número de pampinos —algunos acomodados en los tablones de la galería y otros recostados en el aserrín de la pista—, Idilio Montano divisa a sus amigos conversando con dos hombres de aspecto extraño y una mujer que sostiene un monito encadenado sobre sus hombros. Entre ellos, de pie junto a su madre, el rostro aureolado de Liria María le hace volver el alma al cuerpo. Idilio Montano se acerca aparentando calma, tratando a duras penas de que su corazón ávido no se le salga disparado por la boca. Cuando los amigos lo saludan alborozados, ni siquiera se extraña mucho de ver en medio del ruedo a Juan de Dios, sonriendo inocentemente, como si nada hubiera pasado. Gregoria Becerra, tras disculparse compungidamente, le cuenta a grandes trazos la forma increíble en que encontraron al perla de su hijo y le informa que, como las salas en donde se han rejuntado los huelguistas de San Lorenzo y los de Santa Ana están repletas, ellos han optado por instalarse con gente de otras oficinas en una dependencia al costado derecho de la entrada de la escuela.

Domingo Domínguez los interrumpe para presentar a Idilio Montano con el empresario del circo, don Juan Sobarán, un hombre de gran corazón que generosamente ha cedido su carpa para alojar a algunos huelguistas, dice el barretero. Después, haciendo gala de un afectado desplante social, repite lo mismo con el otro hombre, un individuo que no para de mostrar sus dientes en una sonrisita congelada y que se presenta a sí mismo como Heraldo de los Santos, malabarista, contorsionista y equilibrista de la cuerda floja. Por último, repite el numerito con la mujer que en esos momentos había ido tras el monito que se había zafado de su cadenilla. La joven, una rubia de facciones delicadas y expresión ligeramente anémica, acomodando de nuevo al monito sobre sus hombros, se presenta como Garza Muriela, la bailarina del circo. Y apuntando al gracioso animalito vestido de pantalón azul y camiseta a rayas rojas y blancas, encaramado ahora sobre su cabeza, dice que él es Filibaldo, y que como el joven se habrá dado cuenta, aún no está del todo enseñado. A Idilio Montano la bailarina le parece una fina muñequita de loza.

Luego de las presentaciones, el señor Juan Sobarán, ciudadano peruano avecindado en Iquique, termina de explicarles que el circo ha decidido solidarizar con los huelguistas de la pampa, y que por lo tanto se han suspendido las funciones anunciadas en los volantes para mañana martes. Ante el gesto de decepción de Liria María y de Juan de Dios, el empresario les promete, con aspaventosos gestos de zalamería, que en cuanto se arregle el conflicto, el circo, en celebración de tal hecho, dará una función de entrada gratis para los niños y para toda la esforzada gente venida de la pampa.

El circo Sobarán era famoso en toda la región de Tarapacá no tanto por sus funciones circenses, sino por ser también el escenario de violentos
matchs
de boxeo. Se decía que su mismo dueño, el cholo Juan Sobarán, había sido campeón de lucha en sus buenos tiempos. Muchos de los huelguistas que prefirieron arrancharse en la carpa habían sido testigos alguna vez, en sus bajadas a Iquique, de las salvajes peleas que allí se llevaban a efecto. Se trataba de encarnizados combates y no de simples tongos ni peleas de boxeadores livianitos como las que solían verse en otras partes. En la lona del circo Sobarán se habían disputado memorables peleas sin tiempo pactado, es decir, hasta que uno de los adversarios se quedara tirado sin aliento en el suelo. El último de estos combates, recordado como uno de los más sangrientos que se hubiesen llevado a efecto, había sido el que sostuvieran, no hacía un año todavía, el inglés James Perry y el norteamericano William Daly. Combate que duró exactamente cuatro horas, catorce minutos y cincuenta y nueve segundos. Los contrincantes pelearon bárbaramente desde las nueve de la noche hasta pasada la una de la madrugada, sin dar ni pedir cuartel.

Después de recorrer la carpa, los amigos regresan a la escuela. Momentos más tarde, cuando sentados a la vera de uno de los fogones se preparan a comer algo «para calentar las tripas», como dice José Pintor, en un descuido de Gregoria Becerra, Idilio Montano por fin puede acercarse a Liria María. Sus ojos negros brillan enfebrecidos.

—Creí que nunca más en la vida la volvería a ver —le susurra al oído, casi temblando.

SEGUNDA PARTE
8

El lunes 16, Iquique amaneció ungido de un sol espeso como óleo. La Escuela Santa María se despertó temprano esa mañana y, como una gran bestia de madera, extrañada de sus miles de ocupantes nuevos, comenzó a crujir y a desperezarse lentamente. Su modorra de casona antigua había sido perturbada por el ajetreo de nuestras mujeres que, tal como acostumbraban a hacer en la pampa, y pese al cansancio y a las escaldaduras vivas de la caminata, se levantaron a sus quehaceres con los primeros albores de la aurora porteña.

De modo que a la salida del sol, ya toda la escuela olía a café boliviano y a fritanga de sopaipillas. Los patios bullían de alborozo y animación ante nuestro propio asombro de pampinos agrestes, acostumbrados al silencio y a la soledad del desierto y más bien poco dados al arte de la conversa y la vida social. Sobre todo a esas horas de la mañana. Y en lunes más encima; día en que, como todos los trabajadores de alforjas bien puestas, debíamos de estar sudando la gota gorda machacando piedras en las calicheras, derripiando cachuchos humeantes, manejando el fuelle de las fraguas o atareados en cualquiera de las diversas tareas y oficios de la industria salitrera.

Y tanta era nuestra costumbre de trabajar que los que pudieron dormir algo esa primera noche —pues muchos se amanecieron en vela— se contaban después, casi descuajeringados de tanto reír, los diversos chascarros que se habían vivido esa madrugada al abrir los ojos. Algunos viejos se habían despertado al primer gallo, la hora de su turno en la pampa, y en la oscuridad de la sala, desconcertados por completo, dando manotones de ciego y despotricando como cada mañana contra la explotación y la miseria, habían comenzado a buscar los calamorros y la cotona de trabajo, hasta que alguien, su mujer o el amigo tendido a su lado, los mandaban de vuelta a dormir con un rotundo improperio de calichera. Incluso hubo algunos por ahí, que al despertar en la madrugada y verse acostados con la ropa puesta, imaginando que la noche anterior se habían agarrado una borrachera de los mil demonios —de la que ni siquiera se acordaban mucho— y que se habían quedado a dormir sepa Dios en qué maldito chinchel de la pampa, se levantaron de un salto y, aún medio dormidos, salieron de la sala en penumbras rumbo a su respectivo lugar de trabajo. Al despertarse de golpe en medio de un patio de escuela, completamente desnortados, rascándose la cabeza de puro asombro, demoraban su buen rato en darse cuenta en dónde carajo estaban metidos y por qué.

A la hora en que el patio mayor de la escuela ya es un pozo rebalsado de sol, en una de la cocinas de campaña, con su cabello recogido y arrebujado en uno de sus pañuelos de seda, Gregoria Becerra comienza a preparar café caliente para sus amigos. Cuando le sirve el tazón a Olegario Santana, sonriéndole amablemente con su ancha sonrisa de matrona alentada, el calichero alarga sus manos callosas y le da las gracias visiblemente conturbado. Ni siquiera se atreve a mirarla a los ojos. Y es que por la noche, mientras todos yacían durmiendo amontonados en el piso de la sala —las mujeres a un lado, los hombres al otro y los matrimonios con hijos al fondo, lejos de las ventanas por donde pudiera entrarles un mal aire a los niños—, él, con su espíritu desbocado en fantasías de índole no muy santas, se desveló completamente observando dormir a la mujer.

Primero le había maravillado que Gregoria Becerra, acostada junto a sus dos hijos, tendida de lado y con las manos entrelazadas bajo la mejilla, a la manera de los niños, no hubiese cambiado de posición en toda la noche. Y ese detalle, que reflejaba una serenidad interior innegable, le gustó sobremanera al calichero. Y es que él era de esos locos que amanecen durmiendo con los pies sobre la almohada o tirado en el piso a dos palmos del colchón. Cosa que tampoco lo perturba demasiado, porque siempre ha pensado que mientras más viejo se hace el hombre, menos posiciones tiende a adoptar en la cama, hasta terminar quedándose inmóvil y privilegiando la forense posición decúbito dorsal, como preparándose de antemano para dormir el sueño eterno.

De manera que en tanto la mayoría de la gente, rendida y agotada, se quedaba dormida de inmediato, Olegario Santana, contemplando dormir a la mujer, supo que no iba a serle fácil conciliar el sueño. Además, mientras de los patios le llegaba la plañidera música de los operarios bolivianos que se habían quedado pernoctando alrededor de las fogatas, y a su lado sentía los interminables suspiros de amor del joven herramentero —que tampoco podía dormir mirando con ojos de brasas encendidas a Liria María—, desde los cuatro costados de la sala le llegaba el silicoso concierto de ronquidos de los mineros más viejos, interrumpidos de vez en cuando por las voces dormidas de los niños y de las mujeres que hablaban en sueños; las mujeres preguntándose, con la misma desesperanza de cada día, qué diantres iban a hacer de almuerzo mañana, virgencita santa, y los niños —sentándose de golpe y con los ojos abiertos— prorrumpiendo en los improperios que no podían decir despiertos frente a sus padres. De modo que, sin poder pegar los ojos en toda la noche, con la imaginación ya en franco desenfreno, el calichero se había puesto a pensar en cómo sería, carajo, hacer el amor con esa mujer de aura tan plácida, de cuerpo tan blanco y de respiración tan acompasada.

Ahora, mientras bebe el tazón de café humeante y ve a la mujer conversar muy animada con su amigo José Pintor, Olegario Santana se pregunta, ensimismado, que si entre los dos viudos no habrá algo más que una simple amistad de vecinos antiguos. A él le ha parecido adivinar en los gestos y tratos del carretero una cierta atención especial para con ella. Aunque nunca lo ha demostrado abiertamente, salvo por el hecho de no escupir ni estallar en malas palabras ante su presencia. Esa misma noche, por ejemplo, mientras él se consumía contemplando a la mujer, el carretero había dormido como un querubín acurrucado junto a Domingo Domínguez, roncando a coro sus pedregosos ronquidos retumbantes. Sería muy mala cosa que su amigo tuviera algo que ver con ella. Aunque no sería nada raro, pues José Pintor, además de ser algunos años más joven que él, es mejor apersonado y más hablantino. «Al carajo», se dice sulfurado, mientras deja el tazón en el suelo y enciende un Yolanda con gesto torvo. Pero no puede dejar de pensar en ello. Gregoria Becerra lo atrae mucho. La compara en su mente con la mujer que fue su compañera de cama durante catorce años y no puede creer que hubiera resistido tanto tiempo junto a una cristiana tan sosa de cuerpo como de alma. Esa mujer no se comparaba en absoluto con esta hembra poseedora de una férrea fuerza interior, una risa flameante y un espíritu siempre al tope de la jovialidad y el entusiasmo.

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