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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Santa María de las flores negras (5 page)

Sin embargo, Iquique estaba lejos. Y al fragor ardiente del mediodía —la hora alucinante de la pampa—, sudados y cansados como perros, entierrados como perros, oliendo mutuamente a perro, con el agua escaseando en las cantimploras y un sol sulfúrico rugiendo en ángulo recto sobre nuestras cabezas, el ánimo se nos empezó a erosionar, a descascarar como una reseca capa de pintura dorada. El calor nos abatía. El aire parecía inflamable. Daba la impresión de que el planeta entero estaba hecho de material candente. De modo que poco a poco se nos fueron amustiando las banderas, se nos fue desluciendo la mirada, apagando la voz y acortando el tranco hazañoso del inicio de la jornada. Y comenzamos a sentir miedo. La pavorosa redondela del horizonte reverberando temblorosa a la distancia comenzó a hacernos flaquear el corazón, a hacernos temer de la muerte, del desvarío terrible de los espejismos azules. No nos dábamos cuenta de que nosotros mismos, la muchedumbre descoyuntada que conformábamos todos —los hombres rendidos, los niños llorando de sed sobre nuestros hombros, las mujeres que trataban de consolarlos mojándoles los labios descuerados con el agua de sus propias lágrimas—, éramos el más formidable espejismo visto alguna vez por ojos humanos en esas desamparadas soledades pampinas. Y entonces, cuando el sol parecía detenido a perpetuidad en mitad del cielo y la columna empezaba a desmigajarse en lánguidos grupos silenciosos, y los estoicos operarios bolivianos hacían sus primeros armados de coca para combatir el cansancio, algunos de los pampinos más veteranos y decididos, constituyéndose en improvisadas comisiones de aliento, se pusieron a recorrer la desmarrida caravana anunciando que ya estábamos por llegar a Estación Central, hermanitos, que ahí descansaríamos un rato para reponer fuerzas y llenar nuestras cantimploras vacías. Haciendo bocinas con las manos, mostrándose lo más enteros y ardorosos de ánimo que podían, los hombrones gritaban que había que ser fuertes, compañeros, que así como no le estábamos entregando la oreja al capitalismo, no había que entregársela tampoco al cansancio. Que la consigna era avanzar de cualquier modo. Ganarle a la dureza de la jornada. Resistir. Y que el más fuerte ayudara y diera una mano al que viera desfallecer a su lado.

Y eso es lo que vienen haciendo hace rato Olegario Santana y sus amigos. Caminando casi en mitad de la columna, han repartido el agua de sus botellas entre las mujeres y los niños que marchan a su lado y ya han comenzado a sufrir ellos mismos los efectos de la sed y la fatiga.

Domingo Domínguez, fijándose en el andar desguallangado de hombres y mujeres sobre la ardiente alfombra de caliche, dice, tratando de dar ánimos, que parecen jotes apaleados como caminan todos.

—Especialmente mi compadre Olegario —refunfuña con la boca seca—, que no sé por qué diantres, con el calorcito que hace, no se saca ese paletó negro, que ya no da más de entierrado.

Olegario Santana simula no haber oído nada y todo lo que hace es encender otro de sus Yolandas arrugados.

El carretero José Pintor, que camina junto a Gregoria Becerra, suelta una risita de labios resecos que le hace bailotear el palito entre los dientes,
y
dice que a simple vista él calcula que del paletó de Olegario Santana se puede sacar limpiamente una carretada entera de caliche. «Y de tan buena ley que ningún corrector macuco se atrevería a rechazar».

Gregoria Becerra, que sin desmayar ni dar un milímetro de ventaja marcha a la par con los hombres del grupo, y que también ha venido ayudando y reconfortando aguerridamente a las otras mujeres de la columna, comienza a preocuparse de que su hija se quede rezagada demasiado rato en compañía de Idilio Montano. Que no sepa dónde marcha su hijo hombre no la inquieta mucho, dice, pero que con su hija mujer la cosa es diferente. «Además no me gusta nadita que ese joven se llame así como se llama».

Y sentándose en una piedra para sacudir uno de sus zapatones, agrega ceñuda:

—Mi pobre hija no está para idilios.

—Idilio Montano es un joven respetuoso y caballero como el que más, señora, de eso podemos dar fe nosotros —le dicen los amigos, deteniéndose junto a ella.

—Así será —dice Gregoria Becerra—, pero por asuntitos de enamoramientos mi hija acaba de sufrir una experiencia que todavía la hace despertar por la noche gritando de pavor.

Y tras sacudir y volver a ponerse el zapatón agujereado, les cuenta, sin levantarse de la piedra, que no hacía aún dos meses, un mocetón un tanto alocado que trabajaba cargando sacos de salitre en Santa Ana, y que se enamoró hasta la tontera de ella, al no ser correspondido se había dado muerte con un tiro de dinamita. Una tarde había llegado a la casa con un cartucho preparado, llamó a Liria María a gritos desde la calle y en el momento en que ella se asomaba por la ventana, se hizo estallar en mil pedazos ante sus ojos.

—Así que no me vengan a mí con jóvenes respetuosos ni ocho cuartos —dice Gregoria Becerra. Y se incorpora y se acomoda el sombrero de hombre que le ha prestado el carretero para capear un poco los rayos del sol, y echa a andar.

Pasado el mediodía, auroleados por una bandada de jotes («Espero que entre esa masa de pajarracos agoreros no estén los tuyos», le había dicho Domingo Domínguez a Olegario Santana), los marchantes que conformábamos la cabeza de la columna llegamos a los recintos de la estación Central. Desfallecientes, luego de saciar algo la sed y de untarnos la frente con las manos húmedas (el agua que encontramos era escasa y no alcanzó para todos), cada uno se puso a descansar echado por ahí a la buena de Dios, arrimado desesperadamente a cualquier objeto que hiciera algo de sombra. El cuadro que hacíamos allí, desparramados en la arena, era triste y doloroso hasta la lástima. Los familiares se arrejuntaban entre sí alentándose y tratando de darse un poco de sombra entre ellos mismos. Y en tanto los hombres acomodaban cartones y trozos de género en los zapatos de sus hijos más pequeños, y masajeaban y curaban con saliva los pies pavorosamente ampollados de sus mujeres; ellas, con reprimidos gestos de impotencia, trataban de reanimar a puros soplidos a sus pobrecitas guaguas enfermas de sed y delirio.

Algunos de los más agotados, echados de espaldas en la arena, boqueando, absorbiendo a bocanadas el oxígeno caliente de esa hora sofocante, mirábamos hacia el horizonte tratando de descubrir alguna nube en lontananza. Pero en el centro del cielo el sol era una bola de fuego perpetuo, negando rotundamente el milagro de una nubecita expósita. Ahí, en esos páramos infernales, con el aire seco y ardiente entorpeciendo el cuerpo y atontando los sentidos hasta el desvarío, vimos la desesperación infinita del ser humano sediento cuando, de bruces en la arena, varios de los nuestros que se quedaron sin agua besaban y lamían las piedras buscando febrilmente arrancarles la última gotita de su humedad prehistórica.

Cerca de las dos de la tarde, mientras continuaban llegando jirones de la columna a la Estación Central, vimos aparecer el tren que hacía el trayecto de Lagunas a Iquique. Algunos de los pasajeros, impactados por el estado lamentable en que nos encontrábamos los caminantes, por la visión brutal de niños llorando y mujeres embarazadas tiradas como bueyes en las arenas calientes, nos daban voces de aliento y, por las ventanillas, nos convidaban frutas, atados de cigarrillos y botellas con restos de agua. No obstante aquello, en un momento se armó una algazara de proporciones cuando algunos de los huelguistas más exaltados comenzaron a gritar que los viajantes varones deberían de tener un poco de vergüenza y bajar de los coches para darles su lugar a las mujeres que marchaban a pie. Pero, en tanto los sorprendidos pasajeros comenzaban a discutir entre ellos si acaso era conveniente o no bajarse del tren, y las mujeres de la columna, por su parte, alzaban la voz reclamando y negándose rotundamente a separarse de sus hombres, el maquinista zanjó el altercado de un solo pitazo bronco. Acto seguido, la locomotora echó a andar y el convoy se fue alejando como un largo espejismo hacia el poniente.

Al desaparecer el tren, la soledad y el silencio volvieron a apoderarse del paisaje. Aún nos quedaba mucho que caminar y la pampa nos aplastaba de nuevo con su desolación de planeta deshabitado. Lo más desesperante para todos era ver como la raya temblorosa del horizonte se mantenía siempre a la misma distancia, camináramos lo que camináramos. «¡Si es para volverse loco de pura locura!», exclamaban angustiadas las mujeres, mientras se hacían visera con las manos y oteaban la lejanía suspirando.

Antes de reiniciar la marcha, se decidió que un grupo de hombres bajaría por la oficina Cóndor, cercana a la Estación Central, para hablar con sus obreros y comprometerlos en la huelga. El cometido de la embajada era hacerlos marchar al puerto si fuera posible ahora mismo. Mientras tanto, el grueso de la columna empezó a ponerse en movimiento flojamente.

Como uno de los pasajeros del tren le regalara a Domingo Domínguez una botella de cerveza a medio vaciar y tibia como el diantre —que él, desesperado, se mandó al gaznate de una sola gorgorotada, mientras sus amigos comentaban la suerte linda de este hijo de puta—, dos horas después el inefable barretero aún no deja de exclamar, a modo de disculpa por no haberla compartido con nadie, que ese había sido el mejor concho de cerveza de su vida. «¡Por la chupalla del obispo, que es la pura verdad, compadre Pintor!», exclama a cada rato Domingo Domínguez, recargando la palabra
obispo
y golpeando efusivamente la espalda de su amigo.

José Pintor, por su parte, como buen carretero, le enrostra su roñosería con una sarta de palabrotas extraídas del impúdico rosario de imprecaciones con que acompaña los azotes a las mulas. Sus insultos inventados para sacarle trote a las bestias se han hecho famosos entre su gremio y son repetidos con gran regocijo en las cantinas de San Lorenzo. Sus blasfemias más célebres son aquellas que tienen que ver con el clero. Dos son las clásicas: «¡Arre, mula cara de monja y culo de obispo, traga hostias y caga cirios!» y «¡Me cago en el pasto que comieron las mulas que llevaban la carroza en que iba el ataúd de la madre de cada uno de esos buitres con polleras, mostrencos cabrones!».

Nadie sabe por qué el carretero odia tanto a los religiosos —algunos dicen que su mujer, enferma de tuberculosis, murió rezando en una iglesia—. Lo cierto es que los aborrece casi más que a los capitalistas; tanto así que colecciona letrillas, cantares, acrósticos, y toda clase de poesías, publicadas sobre todo en la prensa obrera, que ridiculizan a los curas. Lo que más lo indigna, según reclama iracundo el carretero, es que esos querubines vivan respirando incienso en sus altares sin trabajarle un santo día a nadie. «El santuario del hombre debe de ser el taller y su incienso, el humo de las usinas», pregona sobre el pescante de su carreta y acodado en los mesones de las cantinas.

Cerca de las cuatro de la tarde, el calor comenzó a mermar y se dejó venir el viento. El terroso viento tardero de la pampa. El mismo viento áspero que en las calicheras, mientras triturábamos piedras grandes como catedrales, nos fregaba la cachimba mordiéndonos la piel, irritándonos los ojos y dejándonos un kilo de tierra en las orejas, en las narices, entre las junturas de los dientes y en la taza del ombligo. Y a la par con el viento, para regocijo de los niños mayorcitos de la columna, gigantescos remolinos de arena empezaron a formarse en el horizonte, atravesando furiosamente las llanuras blancas.

El que más se alegra con la salida del viento es Idilio Montano. El volantinero, que se las ha arreglado durante toda la jornada para quedarse al rezago junto a Liria María, festejándola, galanteándola, cortejándola inconscientemente con la mirada, con su cuerpo, con los gestos nupciales de un gallito castizo, viene ahora tratando de seducirla con una entusiasta charla sobre el juego de volantines, iniciándola en sus secretos, revelándole la técnica, la pericia que se necesita para hacerlos corvetear en el aire, o mantenerlos quietos contra el cielo como si fueran el lucero de la tarde. Con la afabilidad y consagración de un viejo preceptor rural, la viene introduciendo en las reglas, en los estatutos y normas que rigen las competencias de volantineros profesionales, y que si ella quiere él podría comenzar a prepararla para participar juntos en el campeonato de la oficina del próximo año. Y quien no le dice —le susurra ya en franco delirio amoroso— que a lo mejor quedaban clasificados para el gran Campeonato Provincial de Volantines que se iba a llevar a efecto para las festividades del centenario de la República, dentro de tres años; campeonato del que ya todo el mundo habla en las salitreras y que para él ha llegado a convertirse en el gran sueño de su vida. Qué le parece, señorita Liria María. Y aprovechando que acaba de salir el viento, con unos cuantos dobleces rápidos, le fabrica una cambucha con la portada de un ejemplar del diario
El Pueblo Obrero
. Luego, del bolsillo interior de su paletó saca un pequeño ovillo de hilo. «Todo volantinero que se precie, lleva siempre su canutito de hilo en el bolsillo», dice con un dejo de orgullo profesional, mientras mide, ata y prueba los tirantes con gravedad de experto en la materia. Después, al ver a Liria María elevando la cambucha feliz de la vida, contándole excitada que su padre le había dicho alguna vez, cuando ella era una niña, que en Talca, su tierra natal, a la cambucha la llamaban
chonchona
, Idilio Montano le promete, desleído de amor, que llegando a Iquique le va a confeccionar un volantín como Dios manda, con cañas, colapí y papel de seda, y que le pedirá permiso a su madre para ir a elevarlo juntos a la orilla del mar.

Y como él también, igual que ha hecho José Pintor con Gregoria Becerra, le ha prestado su sombrero a Liria María, en un instante en que el viento se lo vuela, luego de alcanzarlo y ceñírselo él mismo, se la queda viendo fijamente a los ojos. Embelesado ante el aspecto infantil que presenta la muchacha auroleada por el ala oscura del sombrero de hombre, sin poder reprimir el impulso de su corazón, Idilio Montano le toma la cara entre sus manos y le dice, temblando:

—Es usted tan hermosa.

Liria María, con el rostro encendido, algo le va a responder cuando se aparece su hermano Juan de Dios acompañado de varios rapaces de su edad. Ellos también quieren elevar cambuchas. Idilio Montano, con las hojas sobrantes del diario confecciona tres ejemplares iguales, y que ellos se las ingenien de dónde sacar hilo para elevarlas.

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