Santa María de las flores negras (25 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Y cuando, embellecidos, fulgentes, pulidos sus cuerpos por el agua, de nuevo han comenzado a abrazarse y besarse, un fugaz silencio los cubre de súbito. Un silencio tan hondo que pareciera que el mar se hubiese muerto de golpe —no se oye ni el viento, ni las olas, ni las gaviotas—, un silencio universal que dura apenas una milésima de segundo, porque, al instante, sin siquiera alcanzar a despegar sus bocas, se empieza a oír un estruendo que les hace trizas el clima del encanto y rompe en pedazos el aire de la tarde. «Las ametralladoras», susurra roncamente Idilio Montano. Liria María se pone de rodillas y se lo queda mirando como fascinada. Luego, volviendo la vista a la ciudad, temblándole los labios, exclama quedito:

—¡Diosito lindo, los están matando a todos!

21

Eran las tres y cuarenta y ocho minutos de la tarde del sábado 21 de diciembre —el viento del mar aún no comenzaba a correr en Iquique—, cuando el general Roberto Silva Renard, desde lo alto de su cabalgadura blanca, bajó el brazo dando la orden de fuego.

Al instante, el piquete del O'Higgins hizo su primera descarga hacia la azotea de la escuela en donde, de pie frente a la plaza, rodeados de banderas y estandartes, con la actitud serena de los que saben que luchan por algo justo, permanecían unos treinta dirigentes del Comité Central. A la descarga de la fusilería varios de ellos cayeron sobre el tumulto que cubría la puerta y las rejas del patio exterior. Acto seguido, el general ordenó al piquete de la marinería sitiada en la esquina de la calle Latorre, que disparara justamente hacia el frontis del local en donde se amontonaba el grueso de los huelguistas más arrebatados y bulliciosos. Era tal la confianza nuestra y la de toda la gente respecto de que el ejército chileno jamás cometería el crimen de disparar sus armas sobre compatriotas indefensos, que mientras los de adelante, muchos con el cigarrillo humeante en los labios, caían perforados por los tiros de los fusileros, los de más atrás gritaban a voz en cuello, convencidos sinceramente de sus palabras, que no había de que asustarse, hermanitos, que sólo eran balas de fogueo. Sin embargo, los que vimos caer acribillados junto a nosotros a los primeros compañeros de trabajo, a los amigos de toda la vida o a nuestros propios familiares, y que espantados por la visión tratamos de desbandarnos en oleadas hacia las calles laterales, fuimos obligados por la tropa que rodeaba el lugar, a punta de lanza y disparos de fusiles, a volver al centro de la plaza en donde la confusión era infernal. Pero las descargas de los fusileros eran sólo el prefacio, el preludio de la sinfonía terrible que las ametralladoras, con puntería fija hacia el balcón del Comité Central, comenzaron a entonar enseguida en el anfiteatro de la plaza Montt. Al barrido de su martilleo tronante, otros tantos cuerpos de dirigentes cayeron sobre la multitud produciendo un arremolinamiento tal que, de pronto, sin tener hacia donde correr, nos vimos empujados en torrente hacia el lugar mismo en donde estaban emplazados esos armatostes del demonio vomitando sus sonámbulos fogonazos de muerte. Luego de una segunda barrida hacia el balcón central, las ametralladoras modificaron su alza, bajaron sus bocas de fuego en dirección a la masa de gente que rebasaba el frontis de la escuela y, sin ninguna conmiseración por niños y mujeres, comenzaron a rugir su balacera mortal. Una carnicería inconcebible comenzó entonces a producirse entre los huelguistas y la gente que se había quedado a ver en qué terminaba ese frangollo de los pampinos y las vendedoras ambulantes que, seguras como todo el mundo de que nunca se llegaría a disparar, se quedaron instaladas tranquilamente en la plaza ofreciendo su mercancía. La sangre de las primeras decenas de muertos cercenados por la metralla comenzó a formar rojos charcos humeantes que se sumían oscuramente en la tierra e impregnaban el aire de un denso olor ardiente. Como ya no cupo ninguna duda de que se trataba de una matanza sin cuartel, la gente comenzó a gritar afligida que izaran banderas blancas, hermanitos; que alzaran banderas blancas, carajo. Y varias decenas de trapos, pañuelos y cotonas de trabajo, algunas ya manchadas de sangre, emergieron entre la multitud, agitadas desesperadamente como señales de rendición. Pero en el fragor y la confusión de la masacre nadie hizo caso de ellas y las ametralladoras siguieron vomitando su mortífero fuego implacable. Ante las oleadas de muerte, seguramente el general se había sumido en esa especie de fascinación que se produce al contemplar el flamear de las llamas de una fogata. Y en tanto el martilleo ensordecedor de las ametralladoras seguía resonando como dentro de la caja de nuestros propios cráneos, la fusilería no dejaba de disparar fuego graneado en dirección a la gente arranchada en la carpa del circo y sobre los que tratábamos de huir de la línea de fuego. La ardua luz del día y el polvo levantado por el torbellino de la multitud enloquecida hacían aparecer todo el cuadro como una alucinante escena de horror. Envueltos en una confusión espantosa, sin hallar por donde ni para donde huir de las balas, nos replegamos de nuevo hacia las puertas de la escuela en donde se produjo un impresionante remolino humano, pues al mismo tiempo los miles de huelguistas apiñados en el primer patio trataban de escapar en bocanada de la ratonera mortal en que éste se había convertido.

Al sonar la primera descarga de los fusileros hacia la azotea de la escuela, Olegario Santana, junto a Gregoria Becerra, su hijo Juan de Dios y José Pintor, ven a Domingo Domínguez, acompañado de algunos operarios jóvenes, adelantarse hacia el lugar en donde está emplazado el general. Allí, frente al uniformado, abriéndose la camisa y mostrando el pecho desnudo, el barretero grita a todo pulmón que aquí está mi corazón si quieren sangre obrera, carajos. Y justo en el momento en que Olegario Santana se está diciendo: «Que hijo de puta más loco», suena la segunda descarga del piquete de la marinería y, a través de la batahola de gente congestionada, el calichero ve caer muerto a su amigo del alma y a los hombres que lo acompañaban. Con los ojos humedecidos de golpe, justo en el momento en que comienzan a disparar las ametralladoras, le grita a Gregoria Becerra que se tire al suelo con su hijo. Pero en medio del griterío de la gente, la trifulca de la caballería y el estruendo ensordecedor de las balas, nadie oye nada. Cuando se apresta a agarrar a ambos por las espaldas y empujarlos al suelo, una bala de fusil le muerde el hombro y lo hace tambalear y caer de rodillas y luego rodar por el suelo entre el barullo de gente despavorida. Olegario Santana quiere quedarse tendido ahí para siempre, olvidarse de todo y ponerse a dormir en posición fetal junto al cadáver de un hombre con el vientre perforado que lo mira con sus pavorosos ojos en blanco, pero comienza a ser pisoteado por la turba que se arremolina enloquecida a su alrededor y trata desesperadamente de pararse para no morir aplastado. En el momento en que a duras penas ha logrado ponerse de rodillas, las ametralladoras comienzan a rugir de nuevo, ahora apuntando sus mortíferos cañones giratorios hacia ellos, y un montón de gente cae a su lado aserruchada por los proyectiles. Desde el sitio donde yace arrodillado, como en una visión de arrobo, el calichero ve caer atravesado por las balas al matrimonio de la oficina Centro; ve caer a la mujer y, casi al unísono, al padre con su hijita Pastoriza del Carmen apretada contra su pecho. En un gesto protector más allá de lo humano, ve al hombre tratando de no soltar a la criatura de sus brazos mientras va cayendo, ya muerto, a pocos metros de él. La niña queda sentada en la tierra, incólume, rodeada de los brazos de su padre. Un abuelo de sombrero de paja intenta recoger a la pequeña y una ráfaga de metralla le corta el cráneo a la altura de la frente como una sierra atroz y su cuerpo cae junto a los esposos saltando en terribles convulsiones. Como en una pesadilla sorda, Olegario Santana se ve acercando a gatas hacia donde está Pastoriza del Carmen. La niña, sentada en el suelo, con la corona dorada caída hacia atrás y su capita de Virgen manchada por la sangre de sus padres, no llora ni grita ni hace ninguna clase de gestos; como en un ámbito propio, todo lo que hace es mirar con sus ojitos abiertos hasta el delirio y una expresión de horror inconmensurable macerada en su rostro moreno. Cuando en medio de la balacera ya casi está por alcanzarla, alguien le cae encima aplastándole la cara contra el suelo y, desde allí, a través del tierral y la reverberación de la sangre caliente, alcanza a ver a una mujer de faldas abolivianadas que recoge por los hombros a la niña y sale con ella corriendo, protegiéndola con su propio cuerpo. Cuando Olegario Santana logra levantarse del todo, una oleada de gente lo alza en vilo y lo deja aplastado contra las rejas del frontis de la escuela. Allí, a dos metros, está Gregoria Becerra gritándole desesperada a los dos amigos de la Confederación Perú-boliviana que por amor de Dios le alcancen a su hijo que se le ha soltado de la mano por ese lado. Luchando contra la fuerza del remolino humano, uno de los amigos logra rescatar a Juan de Dios que se abraza de nuevo a su madre mirándola con una muda expresión de alucinado. Gregoria Becerra, que al parecer no se ha dado cuenta de que ha sido herida en un brazo, y que sangra profusamente, al ver a Olegario Santana, le dice a gritos, con los ojos arrasados en llanto, que no puede creer que esos hijos de mala madre los estén masacrando de esa manera. «Hay que escapar por este lado», grita de pronto José Pintor apareciendo a la izquierda de ellos con el rostro desencajado. Olegario Santana vuelve la cabeza y, consciente de lo absurdo que resulta pensarlo, se fija en que el carretero no lleva ningún palito entre los dientes. En medio de la confusión y el apretujamiento, sólo los amigos confederados pueden echar a correr calle abajo detrás del carretero que, saltando por entre la montonera de cuerpos caídos, gritando sus más obscenos improperios de carretero, trata de atravesar hacia la calle Barros Arana. Pero antes de lograr salir del cerco, un lancero lo atraviesa a la altura del cuello y, José Pintor, con el rostro congestionado, desarticulado como un muñeco, cae desangrándose junto a otros cadáveres tirados cerca de un puesto de frutas en donde las manzanas rojas desparramadas por el suelo se confunden con la sangre. Casi al mismo tiempo, alcanzando ya la esquina, uno de los confederados cae herido por una bala de fusil en la espalda. Su amigo se devuelve a recogerlo, y con él sobre sus espaldas corre desesperadamente intentando atravesar por entre los caballos de dos lanceros. Uno de ellos lo ve y en el momento en que levanta su lanza para ensartar a los dos hombres juntos, su caballo cae fulminado por una ráfaga de ametralladora. El obrero peruano, con su amigo agonizando sobre sus hombros, bañado de su sangre, logra salir a la calle Barros Arana y perderse hacia abajo, en dirección al conventillo El Obrero.

Resbalando en los charcos de sangre humeante, pasando por encima de nuestros compañeros muertos —y de los que se hacían los muertos cobijándose debajo de los cadáveres para, de ese horrendo modo, salvar sus vidas—, muchos de los huelguistas seguíamos tratando de escapar por las calles laterales, pero éramos repelidos sin piedad por los soldados que a punta de lanza y disparos de fusil nos empujaban al centro de la masacre. En un instante las ráfagas acallaron su ruido infernal y todos pensamos con alivio que el horror había terminado. Pero era sólo que las ametralladoras, esos terribles armatostes que la mayoría de nosotros no habíamos visto ni oído jamás antes en nuestra precaria vida de salitreros, esas monstruosas armas que después supimos eran de fabricación alemana, de diez cañones giratorios, con un alcance de 2.100 yardas y una cadencia de tiro de 400 cartuchos por minuto, capaces de partir a un caballo por la mitad, sólo estaban cambiando de posición y ahora giraban y apuntaban sus bocas de fuego a la carpa del circo repleta sobre todo de niños y mujeres que comenzaron a caer desde las graderías sobre la pista de aserrín, unos encima de otros, cercenados por esos cartuchos pavorosos que, por la corta distancia de tiro, atravesaban de hasta a seis cristianos a la vez antes de perforar también las tablas de las casas más cercanas. En pleno fragor de la masacre, cuando el remolino de la confusión nos llevaba a pasar cerca de donde estaba emplazado el general, lo veíamos impávido sobre su corcel blanco, como cincelado a granito, sin que le temblaran un ápice las puntas de sus mostachos retorcidos, contemplando con sus fríos ojos de vidrio esa masacre despiadada, y acaso pensando que tal vez la Historia lo iba a recordar en los libros póstumos como el gran vencedor de «La Batalla de Iquique», como comenzarían a llamar al día siguiente, en los círculos militares y de gobierno, a esa cobarde matanza de obreros indefensos.

En una de las pasadas frente a la carpa del circo, llevado casi en el aire por el torrente de la multitud, tratando de encontrar a Gregoria Becerra que se le ha vuelto a perder de vista, Olegario Santana ve al monito Bilibaldo, atado a su cadenilla, chillando y saltando en torno al cadáver de la bailarina del circo. Lo ve justo en el momento en que el animalito es alcanzado también por un proyectil y queda tendido muerto junto a la muchacha, en una actitud de niño desvalido, con su mameluco azul y su camiseta a rayas. «¡Hijos de puta!», rechina el calichero, mientras es devuelto por el torbellino de gente hacia el frontis de la escuela. De pronto, por el lado del Consistorio Municipal, descubre a Gregoria Becerra y a su hijo Juan de Dios arrastrados por el tumulto. Gritando sus nombres hasta desgañitarse y luchando desesperadamente entre el hervidero de gente, trata de llegar hasta ellos empujando y pisando por sobre las rumas de muertos destrozados, ensangrentados completamente y algunos con sus pantalones ensopados en mierda. De pronto, ya cerca de ellos, Gregoria Becerra gira la cabeza como si lo hubiere oído llamarla. Y en el mismo instante en que ella lo mira con una lucecita de alegría encendida en las pupilas, Olegario Santana, con un horror inconcebible, ve como la mujer es alcanzada y barrida violentamente junto a su hijo Juan de Dios por las últimas balas de la última ráfaga de ametralladora que resuena en el aire ardiente y polvoroso de la plaza Montt. La imagen de Gregoria Becerra alcanzada por la metralla, cayendo acribillada junto a su hijo, se le fija en sus pupilas atónitas como una escena de alucinación que no termina nunca de suceder, como si madre e hijo se demoraran en caer, se demoraran en caer, se demoraran infinitamente en caer y quedar en el suelo amontonados junto a los millares de muertos cuya sangre ya había comenzado a correr como un torrente sin contención por las pendientes de las calles de tierra.

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