Santa María de las flores negras (23 page)

Read Santa María de las flores negras Online

Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

En la escuela Santa María, en tanto, achicharrándonos al sol, los miles de obreros que esperábamos la llegada de los militares lo hacíamos con una mezcla de temor y fascinación, pero con el ánimo exaltado y dispuesto al sacrificio más extremo. Ya estaba bueno de tanta jodienda, carajo, repetíamos, aglomerados en el patio exterior y en la entrada principal del recinto, totalmente cubierta de gente. Aparte de los casi dos mil obreros más disgregados por la plaza Montt aguardando a las tropas, había una muchedumbre impresionante encaramada sobre las rejas, sobre los techos, sobre el altillo y sobre cualquier cosa que sirviera de atalaya para ver mejor. La misma carpa del circo Sobarán se veía copada hasta el desborde de gente, en su mayoría mujeres y niños de caritas asustadas asomando por entre las polleras de sus madres. Los miembros del Comité Central se hallaban instalados en el balcón de la azotea, de frente a la plaza, rodeados de banderas patrias y estandartes de los gremios en huelga, de la pampa y de Iquique. El calor era acérrimo. El sol parecía de plomo derretido, en el aire no corría una hilacha de brisa y el polvo ardiente levantado por los pies del gentío hacía picar los ojos y resecaba las gargantas hasta la carraspera. Y en tanto los últimos huelguistas dispersos por la ciudad confluían en la plaza por las cuatro bocacalles, como había ordenado el bando de la Intendencia, y centenares de ciudadanos iquiqueños comenzaban también a congregarse en las inmediaciones para ver qué iba a pasar con los obreros pampinos, y por los costados de la plaza las vendedoras, en su mayoría viejas mujeres bolivianas, hacían su agosto ofreciendo sus bebidas de colores refrescadas con barras de hielo envueltas en sacos de gangocho, en medio del fragor de la multitud, entre toques de corneta y vivas a la huelga, se alcanzaba a oír al poeta Rosario Calderón recitando:

«... hoy por hambre acosado / esta región abandono / me voy sin fuerza ni abono / viejo, pobre y explotado / dejo el trabajo pesado / del combo, chuzo y la lampa / y esa maldita rampa / donde caí deshojada / soy la flor negra y callada / que nace y muere en la pampa...».

Su voz lastimera era apagada de pronto por retazos de discursos y arengas de oradores improvisados que se sucedían sin cesar, recalcando todos ellos la miserable situación económica y las degradantes condiciones de vida de los trabajadores pampinos. Que las peticiones de los trabajadores —gritaban a desgañitarse mientras se secaban el sudor con sus pañuelos arrugados—, tanto de Iquique como de la pampa salitrera, eran justas y razonables, y que ahora dependía de las autoridades y, sobre todo, de los industriales atender dichas peticiones en forma ecuánime y satisfactoria. Y a medida que avanzaban lentamente los minutos, la aglomeración, el ronco abejorreo de la muchedumbre y el polvo salitroso flotando junto al humo de los miles de cigarrillos encendidos, hacían que la temperatura y la tensión del ambiente fueran en aumento. A las dos y cuarenta y cinco minutos de la tarde, cuando ya no podíamos soportar más el calor y la incertidumbre, los huelguistas encaramados sobre las rejas, sobre los postes y sobre el altillo de la escuela, y toda esa muchedumbre impresionante que se había trepado a los techos de sus propias casas, empezaron a gritar como desaforados que ahí vienen, carajo. Que son más de mil. Que ahí cerquita, subiendo por la calle Latorre, vienen avanzando las tropas, hermanitos, por la chupalla.

A esa misma hora, en el prostíbulo de Yolanda, Olegario Santana acaba de almorzar sentado en la cama, desnudo y servido por la meretriz de los ojos amarillos. En esos momentos ella ha ido a la despensa en busca de una botella de vino y él está solo en el cuarto. Sintiendo aún los efluvios de la borrachera, el calichero mira los cuadros de marcos descascarados, los adornos de yeso y los pañitos primorosamente almidonados de la pieza miserable. Al despertar, media hora atrás y verse completamente desnudo en ese catre de fierro forjado, le había comentado a la prostituta sobre el largo tiempo que llevaba sin dormir como la gente: sin ropa, en una cama blanda y con una mujer a su lado. Ahora, tendido de espaldas y con las manos entrelazadas en la nuca, mientras aspira el olor a sahumerio que inunda el ámbito de la pieza y compara la cama de cobertor rojo con su cama de galgos, Yolanda irrumpe agitadísima con la noticia de que los soldados tienen a los pampinos acorralados en la escuela y que la gente anda diciendo que los van a matar a todos como a perros. Olegario Santana se levanta de un salto y, atarantadamente, balbuciendo improperios contra sí mismo, comienza a vestirse ayudado por la prostituta que le va diciendo que se calme un poquito, pues, cariño, que tal vez no es para tanto, que ese calcetín está al revés, papacito, y que es mejor que salga por la puerta de atrás para que la cabrona no lo vea, pues ella no sabe que él se quedó a dormir, y si lo ve después le va a preguntar a ella si le cobró o no le cobró y cuánto le cobró, y la va a jorobar todo el santo día, pues la chola enana, por si mi pichoncito no lo sabe, ahí como la ve, tan carantoñera con los clientes, tiene una fama de piedra azul como él no se imagina, y déjeme que yo le ponga la camisa, cielito. Olegario Santana, en medio de su nerviosismo, y mientras se pone los zapatos saltando en un pie, le ofrece pagarle lo que ella le cobre, que en eso no hay problema. Pero Yolanda le dice que no sea tontito el pampino carita de jote, que se guarde nomás sus fichas de lata, y luego de hacerle las rosas en los cordones de los zapatos lo abraza y lo besa en la boca y le pide que se cuide, mi cielo, que no le vayan a meter una bala en el corazón esos milicos del carajo, y que la venga a ver cuando quiera. Olegario Santana responde el beso a medias y repitiendo sí, sí a todo lo que ella le sigue diciendo, termina de ponerse su paletó negro en el pasillo y sale a la calle por la pequeña puerta azul del patio.

Al llegar los soldados a la esquina de la plaza Montt, vimos que traían arreando a centenares de personas; vimos que venían armados hasta los dientes; vimos que arrastraban dos ametralladoras con ruedas y, a la cabeza de la tropa, con la mirada y la apostura póstuma de los héroes de los monumentos ecuestres, vimos al general Roberto Silva Renart montado en su caballo blanco. Al primer vistazo a la escuela Santa María, cuyo edificio ocupaba toda una manzana, el general —según escribió después en el parte—, calculó que habían unas diez mil personas por todas. Pero en honor a la verdad éramos cerca de catorce mil las almas apretujadas y horneándose bajo el sol abrasador. Lo primero que hizo el general fue ordenar que se rodeara la escuela por los cuatro costados. Luego, haciendo embestir a la caballería sobre la gente reunida en la plaza, tomó posesión de ella y se apostó en su centro, rodeado de su Estado Mayor. Conseguido el primer objetivo, hizo emplazar las ametralladoras a treinta metros del frontis de la escuela. «A
esas alturas
-escribió en su informe—,
ya tenía estudiado el campo de acción y determinada la estrategia a seguir
». Acto seguido, comisionó al coronel Sinforoso Ledesma para que se acercara al Comité que presidía el movimiento y le comunicara la orden estampada en el decreto gubernamental. El coronel avanzó en su cabalgadura hacia el frontis de la escuela y la masa de huelguistas situada ante la puerta le abrió camino sin ningún impedimento. A medida que adelantaba, algunos hombres gruñían consignas obreras y otros daban gritos de vivas a Chile, pero la mayoría sólo lo miraba avanzar en silencio. Al llegar cerca de donde se hallaba apostado el Comité Central, comunicó la orden de evacuar el local en el acto y dirigirse al Club Hípico. Los integrantes del Comité, tras un rápido conciliábulo con la gente más cercana —en que se acordó no dejar la escuela, pues en el hipódromo quedaríamos expuestos a cualquier tipo de ataque, incluso ser bombardeados desde los buques de guerra— respondieron al coronel diciendo que la actitud de la gente era tranquila, que no había ni habría violencia de nuestra parte, pero que no nos moveríamos de allí mientras nuestras peticiones no fueran resueltas.

Volvió entonces el coronel a cruzar de vuelta por entre nosotros para informar del resultado de su misión. «El comité se niega a cumplir la orden, mi general», le oyeron decir marcialmente los que estaban por ahí cerca. Entonces, para intimidarnos —porque hasta ese momento los huelguistas pensábamos que todo eso no era sino una faramalla de intimidación—, el general hizo avanzar las dos ametralladoras y ordenó colocarlas frente a la escuela, con puntería fija hacia la azotea en donde estaban reunidos los dirigentes. Luego hizo colocar un piquete del regimiento O'Higgins a la izquierda de las ametralladoras, con la intención de hacer fuego oblicuo hacia donde estaban los integrantes del Comité. Mientras se tomaban estas nuevas disposiciones, dos capitanes de navío se ofrecieron a parlamentar con los huelguistas. Ambos se dirigieron entonces a la multitud que cerraba la puerta de la escuela para hacernos ver las consecuencias de nuestra obstinación.

Mientras se producen estas conferencias, Domingo Domínguez, que en el tumulto se ha ido apartando de sus amigos, se acerca imprudentemente al lugar en donde están los marineros del «Esmeralda». Allí, plantado a unos pasos de ellos, acompañado por algunos operarios de San Lorenzo, comienza a arengarlos diciéndoles que los marinos de Chile no deben empañar sus glorias adquiridas frente a enemigos poderosos, matando ahora a compatriotas indefensos «¿Queréis que el pueblo no pueda ya invocar el glorioso 21 de mayo sin recordar al mismo tiempo un cobarde 21 de diciembre?», les enrostra enfebrecido, olvidándose por entero de sus poses histriónicas.

Eran las dos y cuarenta minutos de la tarde cuando el general, al ver fracasados los intentos de sus colaboradores, decidió ir él mismo a parlamentar con el enemigo. Acompañado de su corneta, se dirigió a trote lento hacia el frontis de la escuela. Al pasar por entre la muchedumbre, su actitud era altiva y arrogante, y se le notaba en la mirada el desprecio absoluto hacia el proletariado. Nosotros —las mujeres, los hombres y los niños— con nuestro rostro bañado en sudor y los ojos enrojecidos por el polvo, lo mirábamos con una mezcla de odio, admiración y rubor. Los brillos de su uniforme militar y el caracolear magnífico de su caballo blanco nos deslumbraban hasta el embeleso. Sin embargo, lo que más admiración y asombro nos causaba era darnos cuenta de que el general no transpiraba un ápice; que bajo ese sol infernal que nos quemaba a todos, él parecía envuelto como en un aura helada. Frente a la puerta de la escuela, pidió hablar con los cabecillas de la
rebelión
, como insistía en llamar a la huelga. Los dirigentes descendieron desde la azotea, pero se mantuvieron detrás de las rejas del patio, rodeados de una muchedumbre que no dejaba de agitar banderas y pendones gremiales. El general les comunicó la orden perentoria del Intendente. Y que si no obedecían, les dijo en tono duro (en el parte al Ministro del Interior dijo que había rogado, implorado casi), el ejército y la marina harían uso de las armas para hacer cumplir la orden. El dirigente Luis Olea, robusto y sanguíneo pintor de brocha gorda, con acento respetuoso pero firme, le contestó que lo que ocurría, general, era que los pampinos siempre, durante todo el tiempo que llevaba la explotación de salitre, habíamos sido defraudados indistintamente, por autoridades, patrones y capitalistas sin escrúpulos. De modo que ahora estábamos dispuestos a morir por nuestra causa si era necesario. O, en todo caso, mi general, a emigrar al sur de la patria o a algún país hermano que quisiera acogernos. Cualquier cosa era buena, antes que volver a la pampa sin haber logrado una satisfacción a lo que pedíamos.

En esos momentos, mezclado a una turba de más de cuatrocientos huelguistas iquiqueños que irrumpen en la plaza avivando a los pampinos, llega Olegario Santana acezante y bañado en transpiración. El hecho de que las tropas los hubieran dejado pasar el cerco tan fácilmente, le hace arrugar el entrecejo. Los soldados estaban dejando entrar al que quisiera, pero no dejaban salir a nadie. «Están convirtiendo esto en una ratonera», piensa preocupado el calichero. Tras varios minutos de buscar afanosamente a sus amigos, abriéndose paso a empujones, los encuentra al fin entre el gentío que se amontona a la entrada de la escuela. Junto a Gregoria Becerra y a su hijo Juan de Dios, que la abraza fuertemente por la cintura, está el carretero José Pintor y el matrimonio de la oficina Centro con su hija Pastoriza del Carmen en brazos. La capita de Virgen de la niña no flamea a ningún viento y su corona de papel dorado parece arder a los rayos del sol. Los amigos se hallan entre un grupo de huelguistas bolivianos y peruanos que están parlamentado con los cónsules de sus respectivos países. Entre ellos se encuentran los dos amigos de la Confederación. Cada uno de los cónsules, empleando toda su verba de diplomáticos, tratan de disuadir a sus connacionales para que salgan da la escuela, indicándoles que ellos saben fehacientemente que la tropa hará fuego tirando a matar, y sin hacer distinción de nacionalidades. Pero sus coterráneos se emperran en quedarse. «Nosotros —dicen impetuosos y excitados— hemos acompañado voluntariamente a los hermanos chilenos en esta larga jornada de paz y justicia, y abandonarlos ahora sería una cobardía y una traición sin nombre; una cobardía y una traición que no estamos dispuestos a cometer de ninguna manera, pues hermanitos».

A las tres de la tarde, el calor en la plaza ya era de caldera. Y la muchedumbre, parada a pleno sol, lo soportaba estoicamente. Mientras las mujeres se soplaban el escote y se abanicaban con sus pañuelitos minúsculos, los hombres, con sus sombreros echados hacia atrás, nerviosos y tensos, encendiendo un cigarrillo tras otro, no dejaban de protestar y gritar consignas. Iban a ser las tres y cinco minutos de la tarde cuando el dirigente José Brigg y los otros integrantes del Comité Central sugirieron a la masa el abandono de la escuela y el retiro hacia los terrenos del Club Hípico, proponiendo con esto una actitud conciliadora y manifestando a los obreros la esperanza de que se nos cumplieran las promesas hechas por las autoridades. Pero los espíritus ya estaban resueltos y la contestación negativa de la gente determinó la respuesta a la última intimidación de la autoridad: ¡Los trabajadores en huelga éramos el pueblo soberano. Estábamos ahí haciendo uso de nuestro derecho de hombres libres y nadie nos iba a mover!

Esta última actitud de los huelguistas produjo mucho desagrado en el ánimo del general. Y, de viva voz, en potente tono militar, nos intimidó por última vez a hacer abandono de la escuela. Muchos le volvimos a contestar que preferíamos abandonar Chile antes de volver como esclavos a la pampa. Algunos comenzaron a gritar ¡Que viva la Argentina! ¡Que viva el Perú! ¡Que viva Bolivia! Ante tales exclamaciones, el general perdió los estribos y tratándonos de facciosos y antipatriotas, hizo saber que iba a emplear toda la fuerza. Después de esto, un capitán de navío y luego un comandante, volvieron a dirigirse hacia los huelguistas. El capitán pidió obediencia a la autoridad, pues la resolución de hacer fuego era inquebrantable, y los obreros una vez más le respondimos que estábamos en nuestro derecho. El comandante, acercándose más al frontis de la escuela, nos hizo saber, persuasivamente, que se iba a abrir fuego enseguida, y que la gente que quisiera se podía retirar hacia el lado de la calle Barros Arana. «De ahí marcharán todos juntos y en paz hacia el hipódromo», dijo. Entonces, entre las pifias y los insultos de la muchedumbre que les gritaban su cobardía y falta de solidaridad, unas doscientas personas, entre ellas muchos curiosos que no tenían nada que ver con la huelga, salieron del lugar para ubicarse en la calle indicada.

Other books

Sinner's Ball by Ira Berkowitz
Ghost Rider by Bonnie Bryant
The Sour Cherry Surprise by David Handler
Race Against Time by Christy Barritt
Lost Daughters by Mary Monroe
Dawn of Empire by Sam Barone
Eternal Life by Wolf Haas
Ice Station by Reilly, Matthew