Santa María de las flores negras (26 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

El responsable de que se acallaran las ametralladoras había sido el vicario apostólico Martín Rücker. El religioso, horrorizado por la masacre, logró meterse al centro de la plaza y, entre el polvo, el humo de la metralla y la confusión de la gente, recogió una guagua muerta sobre el pecho de una mujer —los cartuchos habían atravesado a ambas—, y corrió con ella a plantarse frente al general. «Por el amor de Dios, termine usted con esta carnicería», le gritó arrodillándose ante su caballo blanco. El general lo miró como despertando de un estado de hipnosis profunda y se lo quedó viendo con una fijeza ausente. La mirada vesánica de sus ojos claros tenía el brillo asonambulado de los ojos de los peces. «Si tiene sed de sangre chilena, aquí tiene la mía», lo increpó el vicario, abriéndose la sotana por el pecho. Los mostachos engomados del general de brigada parecieron temblar tenuemente cuando, sin quitar la vista del hombre que lloraba arrodillado ante él, alzó la mano para detener el fuego. Habían transcurrido cuatro minutos y veinte segundos eternos.

Al acallarse el tableteo de las ametralladoras, en la plaza sembrada de cuerpos caídos —y de algunos cadáveres de caballos alcanzados por las metralla—, el silencio pareció cósmico. Después, poco a poco, se fue comenzando a oír el llanto de las mujeres, los estertores de los moribundos y los gritos desgarradores de los hombres heridos mortalmente, pidiendo por piedad que los terminaran de matar de una vez por todas. Entre esos gritos de dolor se elevaba por sobre todos el de un obrero agonizante clamando entre sollozos, en un marcado acento español, que su nombre era Manuel Vaca y que por favor le avisaran a su hermano Antonio para que viniera a vengar su muerte. Seis años después supimos que el hermano había cruzado la cordillera a pie desde Argentina, donde se hallaba trabajando, para atentar contra la vida del general fratricida. Y aunque fue un intento frustrado, logró herirlo varias veces con una pequeña daga. Una de las heridas le comprometió el ojo izquierdo y el militar se vio obligado a usar un parche de pirata por el resto de sus días. Que al verse manchado de sangre, contaban los testigos oculares del hecho, el general, tan arrogante en la matanza de Iquique, lloraba como un perrito nuevo acurrucado en el suelo.

Al terminar el tableteo de las ametralladoras, a pesar de los quejidos, el llanto y el impotente blasfemar de los obreros; a pesar de los gritos destemplados de la soldadesca y del galopar feroz de los lanceros por sobre los obreros caídos, a Olegario Santana le parece no oír nada en el mundo, ningún ruido, ni el más mínimo sonido, como si tuviese los oídos taponados de algodón. La única sensación que siente es el olor a sangre mezclado con el hedor ácido de la pólvora. Cuando logra recuperarse de esa especie de estado alucinatorio, corre desesperado hacia el lugar en donde ha caído Gregoria Becerra junto a su hijo. Ahí, sin poder contener las lágrimas, sólo alcanza a cerrarle piadosamente los ojos a la mujer y acariciarle las mejillas al niño antes de ser atropellado por la caballería que, en una carga desaforada, se ha lanzado hacia el centro de la plaza acaballando a los sobrevivientes y obligándolos a rejuntarse por el lado de la calle Barros Arana. Mientras tanto, la infantería entra por las puertas laterales de la escuela rematando brutalmente a los heridos de muerte que colman las entradas del recinto descargando sus lanzas sobre hombres y mujeres indefensos que con las manos en alto o agitando trapos blancos no paran de llorar y pedir misericordia, por el amor de Dios.

Una vez tomada y desalojada la escuela, comenzó el penoso arreo hacia los recintos del hipódromo. Entre dos filas de soldados, los huelguistas sobrevivientes caminaban cargando lastimosamente a algún compañero herido, o consolando a las mujeres y a los niños que no paraban de llorar. Sin embargo, la mayoría marchábamos en silencio, con los puños apretados y haciendo crujir los dientes de impotencia. Mientras avanzábamos, varios de los obreros heridos, algunos con sus miembros cercenados o sus visceras afirmadas a dos manos, golpeaban desesperados a las puertas de las casas a lo largo de la calle, pidiendo cobijo. Pero las casas se hallaban cerradas con trancas y sus moradores parecían haberse esfumado. Sólo al llegar al conventillo 198, algunos heridos lograron burlar a los soldados y esconderse en las habitaciones cuyas puertas se abrieron para acogerlos. En ese conventillo se encontró después a media docena de muertos y una veintena de heridos que habían sido cuidados solidariamente por sus moradores, que era gente de la más pobre de la ciudad.

Más adelante, en la confusión de la marcha, otros obreros lograron escabullirse de la procesión y asilarse en algunas casas particulares. Pero muchos fueron muertos despiadadamente en el intento. Un huelguista herido en una pierna, que camina cerca de Olegario Santana, en la esquina de la calle Bulnes trata de desviarse del camino, pero es visto por un soldado de la caballería, quien, enristrando su lanza adornada con una banderola chilena, corre hacia él y se la hunde sin piedad por la espalda. Más allá, un operario boliviano que también quiere huir, es muerto de un lanzazo en la nuca y el sombrero le queda ensartado grotescamente en la lanza. Mientras Olegario Santana camina en el apretujamiento tratando de amarrarse el pañuelo en la herida del hombro, y pensando que todo eso no puede ser real, un hombre joven que camina a su lado se ofrece a ayudarle. Mientras le ata el pañuelo, el hombre comienza a hablar diciéndole que hay que grabarse firme en la mollera cada detalle de lo que está sucediendo; estarcirlo a fuego en la memoria. Que después los mandamases van a querer echar tierra sobre esta masacre horrenda, pero ahí estarán ellos entonces para contársela a sus hijos y a los hijos de sus hijos, para que éstos a su vez se lo transmitan a las nuevas generaciones. «Esto lo tiene que saber el mundo entero, compañerito», dice conmocionado el hombre. Olegario Santana, sólo porque le capta una nobleza franca en la voz, y nada más que por decir algo, le pregunta cómo se llama.

—José Santos Elizondo —responde el hombre—. Soy miembro de la Mancomunal Obrera de Caleta Buena.

Al llegar al recinto del Hipódromo, los soldados ordenan a todo el mundo ponerse de rodillas y con las manos en la nuca, y comienzan a registrar uno a uno a los huelguistas. Mientras Olegario Santana, arrodillado, espera su turno, se da cuenta de que no tiene su corvo. Cuando se está diciendo que seguramente se le ha caído en la trifulca de la escuela, alguien, de un manotazo, le saca su viejo sombrero de pita y se lo cambia por uno de paja. «Es para el compañero presidente», oye que le dicen. Entonces, a dos pasos de él, ve a José Brigg rodeado de una decena de operarios que tratan de ocultarlo. Con una pierna destrozada por la metralla, el presidente del Comité Central se está recortando los grandes mostachos con un trozo de vidrio, mientras otros le cortan apuradamente su melena colorina. Después le ponen ropa de trabajo, le ciñen su ruinoso sombrero y le pasan una cachimba de corcho que lo deja convertido en un verdadero michicuma. Diecinueve días después se supo que el presidente del Comité Central había desembarcado en el puerto del Callao a bordo del vapor Mapocho junto a otros setenta y ocho huelguistas.

A nadie en el hipódromo se le encontró ningún arma, salvo algunas navajas de afeitar y un par de cortaplumas con cachas de hueso —lo mismo había ocurrido en la escuela: tras un prolijo registro buscando las carabinas, los rifles recortados, los revólveres y los cartuchos de dinamita que los gringos habían hecho creer que teníamos en nuestro poder, apenas habían hallado un par de revólveres sin señales de haber sido usados—. Después de la revisión, rodeados por la caballería y la infantería, fuimos arracimados como animales frente a las tribunas, mientras se asentaban frente a nosotros las temibles baterías de ametralladoras. Ahí pasamos todo el resto del día de rodillas, sin beber agua ni probar bocado. Durante la noche el general hizo fusilar a varios obreros de los que se sabía o sospechaba que eran dirigentes, y a algunos marinos que en la escuela habían sido sorprendidos disparando al aire. Después ordenó dividirnos en tres grupos: los que laborábamos en las salitreras del sur, los que pertenecíamos a las del norte y los huelguistas de los gremios de Iquique. Éstos últimos fueron entregados a la policía de la ciudad, mientras a los pampinos se nos ordenó avanzar hacia las cuestas de los cerros por donde pasaba la línea férrea. Allí ya estaban llegando los convoyes con carros planos y rejas de cargar ganado que nos llevarían a la pampa. Esto decepcionó a muchos obreros que, pensando seríamos embarcados en la estación ferroviaria, y que no querían irse sin antes hallar a sus familiares desaparecidos, habían planeado escapar a su paso por las calles de la ciudad. A un gran número de estos obreros, que en los cerros trataron de resistirse al embarque, se les obligó disparándole en las piernas y dando muerte a algunos de ellos.

Sin embargo, en la subida hacia los cerros, y aprovechando la oscuridad, muchos consiguieron escapar. Olegario Santana es uno de ellos. Al pasar cerca de los estanques de agua logra eludir la vigilancia y, arrastrándose junto a otros obreros, se esconde en una pequeña hondonada. Después de unas horas, casi al alba, logra salir de su escondite y, arrastrándose por los arenales, comienza a retornar a la ciudad. Tiene que encontrar a Liria María; tiene que contarle lo que ha pasado con su madre y con su hermano. Además, en memoria de Gregoria Becerra, siente que de alguna manera tiene que ayudar a la niña. Eludiendo el paso intermitente de las patrullas, Olegario Santana se interna en las calles desiertas. La ciudad le parece muerta. Al pasar, agazapado, por el frente de la escuela Santa María, se da cuenta de que no queda ningún rastro de la inmolación, ni el más leve indicio. Todo ha sido barrido, limpiado y desmanchado prolijamente. Sólo atestiguan la matanza las tablas agujereadas por las balas y el aire impregnado de ese olor a rosas azumagadas de la sangre. Después los agujeros de balas serían tapados meticulosamente con masilla, pero el olor de la sangre de los muertos no pudieron erradicarlo con nada.

Cuando ya está clareando en el cielo, Olegario Santana, exánime, con la ropa sucia de tierra y sangre, llega al burdel de Yolanda. Sulfurado de impotencia, aún le parece flotar en la nebulosa de una pesadilla. Ni siquiera en la guerra había visto tanta perversidad junta. Al abrir la puertita azul y ver su facha de aparecido, el niño Doralizo, envuelto en una delicada bata de seda, se persigna aparatosamente.

—¡Ángela María, si están llegando todos aquí! —exclama excitado de miedo.

22

El lunes 23 de diciembre, dos días después de la matanza, las calles centrales de Iquique, silenciosas y casi desiertas, todavía rezumaban olor a sangre. «El aire huele a rosas marchitas», decían los pasajeros que desembarcaban en el puerto esa mañana.

Hasta los paseos más concurridos de la ciudad, aún a mediodía de ese lunes convaleciente, se veían vacíos y tristes, y sólo a las puertas de algunos consulados acudían silenciosos grupos de gente. Se trataba principalmente de obreros extranjeros que pedían ser repatriados y de chilenos que solicitaban asilo y carta de ciudadanía. El único consulado que había cerrado sus puertas a la gente era el de Estados Unidos. En los días previos a la masacre, el cónsul había estado pidiendo insistentemente a su gobierno, a través de telegramas cifrados, que enviara a Iquique a los buques de guerra de la marina norteamericana —el «Washington» y el «Tennessee»—, fondeados por esos días en el puerto del Callao.
«Esto
-decía en uno de los telegramas el gringo amajamado—,
para proteger a los ciudadanos extranjeros, pues los huelguistas han amenazado incendiar la ciudad completamente, lo que sería muy fácil ya que todos los edificios son de madera y muy seca».

De la misma manera, en las redacciones de los diarios, congregaciones de mujeres llorosas y enlutadas aguardaban noticias de sus desaparecidos. El drama de estas mujeres pampinas era que muchas de ellas no sabían realmente si eran o no viudas, pues nunca vieron el cuerpo sin vida de sus maridos ametrallados. Y es que la mayoría de los muertos caídos en la escuela esa tarde de sangre fueron llevados desde allí, sin reconocimiento alguno, directamente a las fosas comunes del cementerio. Y en el cementerio tampoco se exigió el pase respectivo con los datos prescritos. Esperanzadas entonces de encontrar con vida a algunos de sus familiares —se sabía que muchos huelguistas heridos habían logrado esconderse—, estas esposas, madres y hermanas estaban publicando avisos en los diarios pidiendo noticias de sus desaparecidos, describiéndolos con una prolijidad conmovedora. Había avisos en que, además de las facciones del rostro, el color de la piel, la hechura de la ropa, el modo de caminar y el número de lunares, se describía también el tono de voz de la persona buscada, por si alguien en alguna parte lograba reconocerla de oído. Y, por el amor de Dios —se terminaba rogando en todos los avisos— cualquier dato fuera entregado a las mismas redacciones de los diarios. Pues la mayoría de estas mujeres no tenía domicilio en la ciudad y lo que hacían era vagar todo el día por las calles preguntando en las casas, buscando en los conventillos, rastreando en las quebradas de los cerros y en los roqueríos de la playa en donde ya se habían encontrado varios huelguistas muertos.

En las afueras del diario «La Patria», entre un grupo de personas que esperan amontonadas, Olegario Santana, sentado en la vereda, se fuma un cigarro tras otro. Esa mañana había visto en el diario los avisos de personas buscadas y pensó que aquella era la única forma de dar con el paradero de Liria María y el herramentero. Recién afeitado, con camisa y pantalón nuevo, pero con su mismo paletó negro —Yolanda lo había limpiado y le había zurcido la rasgadura de bala a la altura del hombro—, ese día Olegario Santana se atrevió a salir del burdel pese a los ruegos de la prostituta. «Lo pueden apresar allá afuera, cielito», le había repetido la mujer de los ojos amarillos, mientras le curaba la herida con permanganato, que en la casa se usaba para curar las infecciones del amor y que era lo único que tenía a mano.

Ahora, mientras fuma en la acera, ensimismado, con el corvo bien escondido bajo la faja —no lo había perdido en la confusión de la masacre, sino que se le había quedado en el cuarto del burdel— el calichero se pregunta si será o no una buena idea poner en el aviso que la niña buscada se parece a la mujer de los cigarrillos Yolanda. De pronto, el corazón le da un martillazo en el pecho: por el medio de la calle, caminado hacia él, viene Idilio Montano en persona.

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